EL PAíS › OPINION
Museo del Nunca Más
Por Alejandro Kaufman *
No decimos “Nunca Más” ante cualquier violencia. No lo decimos ante un secuestro extorsivo, ni un asesinato, ni una guerra, civil o internacional. No esperamos el fin de la violencia, porque la historia de la humanidad es la historia de la violencia. La violencia, consuetudinaria, ha alternado con el sueño, con el deseo, con la utopía de la no violencia. Sólo profundas e incógnitas transformaciones podrían augurarnos una realidad futura diferente.
De ahí la distinción entre el horror de los crímenes contra la humanidad perpetrados por el terrorismo de Estado y la violencia histórica. Esta ha coexistido con la historia cultural. Pero no así aquél, el horror absoluto. El crimen contra la humanidad, el horror extremo causado por dispositivos colectivos aliados con formas técnicas de administración de la muerte infligida a una víctima colectiva puesta de antemano en situación de inermidad: eso es lo nuevo en la historia. Eso no atañe a los actos individuales perpetrados, sino a un conjunto, una serie compleja de acontecimientos irreductibles a la guerra y al delito, porque se caracterizan por suprimir la condición humana de un colectivo determinado, por lesionar el estatuto de lo humano. Todo ello puede ocurrir incluso sin violencia, con escasa violencia o con una violencia espectacular. Importa menos quién es la víctima, aunque sólo la comprensión sobre la naturaleza de la víctima permite intentar la necesaria comprensión de lo acontecido.
Sin embargo, son dos tareas distintas. Una es objetiva y susceptible de representación y ostensión. La otra nos prodiga una incontenible proliferación de significados, silencios, obras de arte, reflexiones filosóficas y discusiones historiográficas.
No es la violencia lo que aquí está en juego. Este no es un museo sobre los ’70, ni sobre sus causas, ni sobre las Malvinas, ni sobre Martínez de Hoz. No es un museo que necesite polemizar ni sostener un debate. Sólo debe mostrar y demostrar la naturaleza del dispositivo, de la mecánica del crimen, como tan bien se dijo en el acto del 24 de marzo. Esta ostensión se convierte en un símbolo, un punto de partida para la convivencia en este territorio, el nuestro, que no ha dejado de sernos lacerante.
Se abre un denso debate al que son convocadas las ciencias sociales, la estética, el pensamiento. Pero sucedió lo que sucedió. Negarlo, incluso relativizarlo, transita el camino que va de la libertad de expresión a la complicidad con el delito de lesa humanidad. Es lo que sucede en la Alemania de posguerra.
Las condiciones para el nunca más son inseparables del punto de partida de cualquier institución fundadora de un suelo convivencial viable en el mundo contemporáneo. Desde 1983 no hemos logrado semejante punto de partida ético.
Necesitamos oponer una barrera a la negación del horror. Oponer un límite a las intervenciones que relativizan lo acontecido mediante homologaciones, comparaciones, equiparaciones, diluciones y diversas metáforas que intentan negar el carácter radical, discontinuo (respecto del pasado histórico) y atroz de la ESMA y su horror. Aquellos que hablan de “memoria parcial”, “recordemos esto pero entonces también aquello”, “sí, hubo excesos, pero...” No dicen que no sucedió lo que sucedió, sino que “sucedió algo, sí, pero...”, “hubo excesos, sí, pero...” Enuncian toda clase de contrapartidas que, aunque podrán ser recordadas con mayor o menor intensidad, nunca estuvieron sometidas al olvido criminal deliberado, como sucede con los acontecimientos de la ESMA. Equiparan lo inaudito con lo que siempre sucedió porque esperan, quieren, que vuelva a suceder.
Esa barrera consistiría en la objetivación incontrastable de lo que nunca había ocurrido para que nunca más ocurra. No se trata aquí de recordar o mostrar la “violencia” (ubicua en la historia, en la actualidad y en el futuro), ni se trata siquiera de la historia misma. Porque no se trata del contexto ni de las causas, ni tampoco siquiera de las responsabilidades. Todo ello también es indispensable, pero es una tarea compleja y sin fin alrededor de la cual no es posible ni deseable articular una sola voz ni una sola versión. No radica en ello el sentido de este museo de la memoria del horror.
Lo que hay que mostrar en forma irrefutable de una vez y para siempre, para nuestro país y para todo el mundo, es qué fue la ESMA, cómo fue la ESMA y qué sucedió en la ESMA. No se requiere ningún énfasis especial. Sólo una sujeción estricta a los testimonios y a las pruebas; una interrogación a la historiografía más rigurosa y desinteresada, aunque el compromiso ético es ineludible.
Tal museo no puede emprender más que esta tarea ciclópea. No tiene como misión comprender ni enseñar sobre la historia, ni sobre la violencia, sino mostrar eso y nada más que eso que tuvo lugar allí. Tendría un grado de contextualización e historicidad, pero sólo en la medida necesaria para sostener las condiciones de ostensión, la base material de la memoria. No se trata de algo vivo ni muerto. Es el lugar, los objetos, la disposición, los recuerdos de los sobrevivientes. Nada de lo que se haga en ese espacio impide otros emprendimientos dispares. En otras partes o en la propia ESMA, si, y solo si, se levanta esa barrera que nuestra convivencia demanda con lágrimas en los ojos.
Las derechas acechan con estrategias de distracción. Pero también divergen algunos de nuestros hábitos culturales. No disponemos de acuerdos colectivos sobre los acontecimientos más significativos de nuestra historia. Es patético que el horror venga a solicitarnos un acuerdo inequívoco. Las derechas aducen que recordar y representar la memoria nos divide, y es exactamente al revés. Permitamos el reconocimiento de lo perteneciente al más allá de una frontera que nunca debería haberse cruzado. Sólo si establecemos un pacto alrededor del nunca más podremos convivir desde una mínima base de sustentabilidad. La estupidez criminal de los cómplices no comprende que ésta es la única “reconciliación” posible. Pero la oportunidad para trazar una línea de no retorno está ante nosotros.
* Sociólogo. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.