EL PAíS › DELITO Y POLITICA: EL LASTRE DEL PASADO
Encrucijadas
La internación de Kirchner abrió un vacío que distintos actores trataron de llenar con su propia agenda, lo cual mostró una vez más el profundo abismo del que sólo el Presidente separa a una sociedad en crisis. Los próximos días permitirán apreciar si su regreso reordenó las cosas. La apuesta de construir lo nuevo a partir de lo viejo sin confirmar las profecías del Apocalipsis Según Carrió requiere alguna forma de organización de fuerzas populares.
Por Horacio Verbitsky
Desde hace un mes el presidente Néstor Kirchner vive de roce en roce con la dirigencia de su Partido Justicialista, sin excluir al Gran Padrino bonaerense. En ese lapso, además, un retoño tardío del que-se-vayan-todos volvió a ganar las calles, en las que muestra un desdén y una impaciencia por las formas de la representación política que excede a la voluntad de su impremeditado líder. Se cruzan, por un lado, la revisión del pasado y la construcción del futuro y, por otro, la política y el delito.
Escaramuzas
Este proceso se abrió en los días de la transición cuando el entonces senador Eduardo Duhalde indultó a Mohamed Seineldín y a Enrique Gorriarán y avaló el canje de impunidades negociado por la conducción del Ejército con el cardumen menemista en la Corte Suprema de Justicia. Kirchner lo desbarató, al propiciar el esclarecimiento y el castigo de los crímenes del terrorismo de Estado, remover a la cúpula militar encabezada por los generales Ricardo Brinzoni, Daniel Reimundes y Julio Hang, y pedir el juicio político de la mayoría automática en la Corte. Duhalde reconoció que “la historia terminó dándole la razón a Kirchner”. Desde entonces manejaron con relativa cautela sus periódicos desacuerdos: la penitencia que Kirchner impuso al vicepresidente Daniel Scioli; la anulación de los decretos de revisión de contratos de empresas privatizadas; el reclamo de Duhalde de reprimir a los piqueteros en vez de tratarlos “con mano de seda” y el de su ex ministro Juan José Mussi, de que, además, se devolviera a los municipios el manejo de los planes sociales perdidos. Hubo incluso tolerancia recíproca para las alianzas políticas contradictorias para los comicios de Misiones y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Cada vez dijeron que la amistad que los unía era indestructible. Las escaramuzas corrían por cuenta de apoderados.
El repliegue
Buenos Aires es el territorio al que Duhalde planea replegarse y en el que no admite intrusiones. “Nos volvemos a casa”, dijo su esposa durante la campaña electoral de 2003. Por eso Duhalde se reservó la designación de la lista completa de aspirantes a diputados nacionales por la provincia y su candidato a la gobernación, Felipe Solá, dijo que era posible ganar los comicios sin Kirchner, pero no sin Duhalde. Desde Buenos Aires, Duhalde irradia su influencia tanto sobre aquellos justicialistas que percibieron el olor a derrota del menemismo y le dieron la espalda, como hacia quienes recelan del decisionismo kirchneriano. La luz de alarma se encendió en ese campo cuando el subsecretario general de la Presidencia, Carlos Kunkel, mencionó una posible candidatura de la senadora Cristina Fernández a la gobernación de la provincia de Buenos Aires. Por más que ella la desmintiera, Kirchner esgrimía un arma ante la cual, por el momento, Duhalde quedaba reducido a la impotencia.
Un amigo íntimo de Duhalde, el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Camaño, contó el alivio y el asombro con que un día “vimos tanto entusiasmo en la gente que no lo podíamos creer. Lo rodeaban a Kirchner, lo abrazaban. En un momento dado Duhalde y yo nos dimos cuenta de que habíamos quedado rezagados veinte metros, que veníamos charlando sin que nadie ni siquiera nos mirara, tranquilos y contentos. Este es otro país”. En el desencadenamiento de la segunda fase del conflicto intervino antes el oportunismo y la impericia que la premeditación: el de Solá al utilizar el acto del 24 de marzo en la ESMA para erigirse en líder de los gobernadores hiperkir-
chneristas; la de Cristina Fernández al atacar sin proponérselo a Hilda González de Duhalde en el Congreso de Parque Norte, cuando en realidad tenía in mente a la irrelevante ex diputada sanjuanina Olga Riutort. Ambas efusiones fueron aprovechadas por el diestro gobernador de Córdoba, José Manuel De la Sota, quien no termina de decidir si detesta más a Duhalde, que le quitó su apoyo cuando comprobó que su candidatura no despegaba de los 5 puntos porcentuales, o a Kirchner, que aprovechó de esa coyuntura. A Solá lo embarcó en la firma de una solicitada vergonzosa en la que recreaba la doctrina alfonsinista de los dos demonios. Y durante el Congreso del PJ polarizó el clima con una mención a José Rucci, que fue acompañada con abucheos sindicales en contra de los enviados de Kirchner. Las renuncias en serie desintegraron la nueva conducción tan mal nacida y el jefe de gabinete Alberto Fernández minimizó lo sucedido con una interpretación sobre las relaciones de fuerzas: “En el Congreso fueron aplaudidos aquellos dirigentes que no pueden salir a la calle y silbados los que tienen los más altos índices de aprobación popular”.
Blummmmm
Entonces se produjo el secuestro y asesinato de Axel Blumberg, que volvió la atención pública hacia el nexo entre política y delito. Su epicentro es, como siempre, el conurbano. En ese nudo gordiano de la democracia argentina se verifican los indicadores sociales más críticos, la connivencia más ostensible entre dirigentes territoriales y fuerzas de seguridad corruptas y la pugna más descarnada entre las formas clientelísticas de representación y las que se hicieron ostensibles luego de la hecatombe de diciembre de 2001, tanto aquellas que reivindican su autonomía como las que funcionan como meros apéndices de las microfracciones de paleoizquierda. Las recriminaciones mutuas entre los gobiernos de la Nación y de la provincia por la cuestión de la seguridad no son anecdóticas ni personalistas. Responden a dos concepciones antagónicas. El gobernador Solá entiende que la solución pasa por un aporte económico de la Nación, para incrementar el gasto en personal, patrulleros y armas, sin más que retoques cosméticos en la conexión espuria entre las fuerzas policiales y los caudillos territoriales del justicialismo. Por el contrario, el gobierno nacional considera imprescindible cortar sin contemplaciones ese cordón umbilical. El ex ministro bonaerense Luis Brunati narró a este diario cómo, hace casi dos décadas, recibió una valija con dinero por parte de jefes policiales habituados a esa forma de relación con el poder político. Por eso, el gobierno nacional veía con interés la designación como ministro bonaerense de seguridad de Marcelo Saín, el especialista que con mayor claridad señaló aquella promiscuidad como núcleo del problema. Por eso, también, Duhalde hizo el mayor esfuerzo por impedirlo y para ello convenció de aceptar el cargo a su ex ministro Carlos Arslanian. Esto no equivale a decir que Arslanian esté dispuesto a convalidar tales prácticas; nada en sus antecedentes lo autoriza. Por el contrario, chocó durante su gestión anterior contra aquellos intereses, pero lo hizo con la discreción necesaria como para no rozar a Duhalde. El ex senador no puede aspirar a más que eso pero los márgenes se han estrechado y hoy es dudoso que Arslanian pueda y quiera ofrecérselo. Quedó en claro el viernes, cuando se refirió a los intendentes que corrompen a la policía, ante la inquietud de Solá, quien no había ido más lejos de decir que no quieren comprometerse con la seguridad, una obviedad, porque son parte de la inseguridad.
Transparencia
En este contexto, dos jueces citaron a declarar a Carlos Menem y uno lo declaró rebelde. Duhalde se mostró comprensivo con la decisión del ex presidente de permanecer lejos del alcance de los jueces que supimos conseguir y La Señora consideró excesiva la orden de captura, que atribuyó a odiosidad política. Pura proyección introspectiva: Duhalde admitió hace diez días que la batalla que desde la provincia libró con Menem provocó la “descomposición del sistema de funcionamiento de la policía”, frase sugestiva si las hay. Los Duhalde temen que Kirchner avance con causas judiciales también en contra de ellos, utilizando a los mismos jueces de hechura menemista que hoy persiguen al ex presidente. En realidad, el plan que anunciaron Kirchner y su ministro Gustavo Beliz no plantea utilizar sus servicios sino diluirlos entre los 60 juzgados correccionales, de instrucción y penales económicos. Esa reforma cuenta, además, con el beneplácito de la Asociación de Magistrados, complacida de que se planee llamar nuevo a lo más viejo. Los sesenta son “judiciales”, según les llama el secretario de Seguridad, Norberto Quantín, en oposición a los “políticos” del menemismo. Pero igual los Duhalde desconfían: demasiados visitantes vieron y comentaron las carpetas azules que Kirchner tiene en su despacho con informes sobre algunos compañeros. Quienes susurran su alarma en el oído de La Señora son la senadora Mabel Muller y su consorte, el ex intendente de Guernica y ahora diputado nacional a cargo del contralor de los organismos de inteligencia, Oscar Rodríguez. Con su espléndida inclinación por la transparencia, Hilda González completó el razonamiento con una frase que habría pronunciado el nuevo jefe del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero: “No voy a levantar la alfombra”. Su modelo es España, lo pasado pisado. En cambio, Kirchner piensa que la sociedad argentina está enferma de impunidad y complicidad con la corrupción.
El dilema
En la presentación del Plan Estratégico de Justicia y Seguridad, Kirchner dijo que quería “fuerzas policiales que sean eficientes y no corruptas”. Como parte del plan incluyó la reforma política, para “eliminar la corrupción de las instituciones”, dado que “el crecimiento del conjunto de la ciudadanía no puede aceptar ningún pacto corporativo”. Coincide con el informe sobre la democracia en América Latina, presentado esta semana en Lima por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD): mal que bien rigen los derechos políticos, pero es severo el déficit de los derechos cívicos y los derechos sociales, lo cual impide el goce de una ciudadanía integral y provoca el descrédito del sistema político. La dificultad es obvia, porque cada vez que se conecta el radar anticorrupción, aparecen en la pantalla personas o estructuras vinculadas con quien, hasta hoy, constituye el principal respaldo con que Kirchner cuenta en el sistema institucional. Hasta ahora, el presidente confió en la fortaleza que le da el enorme apoyo popular que Camaño describía con éxtasis. Durante sus incursiones por el Gran Buenos Aires antes de su internación en Río Gallegos, Kir-
chner se arrojaba del palco para darse uno de esos baños de multitud que lo vigorizan.
El precio era compartir la tarima con algunos hampones conurbanos (la definición la pronunció el propio Kirchner en Berazategui, flanqueado por el incómodo intendente duhaldista Mussi) que, gracias a él, podían mostrarse en público. Así imaginaba construir lo nuevo a partir de lo viejo, en un acuerdo inestable de conveniencia mutua, dado que Kirchner necesitaba para la sanción de las leyes del peso del aparato que Duhalde maneja. Pero el accidente estomacal, la trapisonda helitransportada que le armó el duhaldismo durante su internación, la tentativa frustrada de llevar a la Suprema Corte Bonaerense al ex ministro rucufista Jorge Casanovas y, sobre todo, la masividad de la primera marcha blumberiana (la primera vez desde que Kirchner asumió la presidencia que una plaza repleta escucha a otro líder) pusieron ese esquema en emergencia. No quiere decir que haya caducado, pero sí que la realidad lo ha tensado. Las personas que reclaman por la inseguridad no han hecho responsable a Kirchner, sino a legisladores y jueces, pero es posible que pronto lo engloben también en la denostada corporación política. Las definiciones presidenciales sobre la devaluación (era una deferencia excesiva asociar la pobreza generalizada con la década menemista, sin incluir el golpe de furca de enero del 2002), el énfasis con que fulminó a José Pampuro y Arslanian al ratificar que no habría intervención militar en seguridad interior y los codazos alla Cascini que arrojó a la nariz de Aníbal Fernández y Roberto Lavagna a propósito de sus propuestas opuestas sobre el gas, son una advertencia a Duhalde y una recuperación del centro de la escena. Sólo si Kirchner perdiera el contacto con la sociedad, Duhalde podría ponerle condiciones. En una democracia eso se mide, también, en elecciones. La confrontación será difícil de evitar, sobre todo porque el mariposeo histérico de Solá no ayuda a una construcción menos schmittiana. Dependerá de la sensatez de Kirchner y Duhalde llegar a esa instancia ineludible sin que se confirmen las profecías del Apocalipsis Según Carrió. Ese Libro ubica el Día del Juicio Final entre 1975 y 1976.
Amplio espectro
El amplio espectro de la definición formulada por Kirchner al presentar el plan de Justicia y Seguridad también concierne a las fuerzas del propio campo. No era claro a quién se refería al decir que estaba dispuesto a extirpar “cualquier foco de corrupción, por cercano que sea, que me pueda estar rodeando”. Se comprendió mejor el viernes, cuando pidió su pase a retiro el comisario inspector Carlos Sablich, jefe de la División de Delitos Complejos de la Policía Federal, el hombre de confianza de Norberto Quantín, quien lo presentó en público como el cana modelo a imitar, duro y eficiente, según sus precisas palabras. Sablich es uno de los federales que no pasaron el análisis de los legajos, que Kirchner espera terminar durante el fin de semana. Sobre la crisis de seguridad se han montado, además, numerosos conflictos cruzados entre distintas fuerzas y sectores. Un numeroso grupo de fiscales federales de muy diversas posiciones políticas e ideológicas (el de mayor grado era el de Bella Vista, Juan Romero Victorica), denunciaron que Beliz había presionado al Procurador General interino, Luis Santiago González Warcalde para que removiera de su cargo a los fiscales especializados en secuestros extorsivos Pablo Quiroga y Jorge Sica. Beliz lo negó pero dijo que ignoraba por qué González Warcalde separó a Quiroga y Sica un sábado, e invocando inverosímiles razones presupuestarias. Según la declaración de los fiscales ello ocurrió “cuando la investigación judicial del caso Blumberg estaba llegando al propio ministro de Justicia”. Beliz rechaza indignado esa acusación y afirma que en cuanto el jefe de policía le informó que el subcomisario Daniel Gravinia tenía datos sobre los secuestradores de Blumberg dispuso que lo citara y, luego de oír su relato sobre el reducidor de autos Jorge Sagorsky le ordenó que informara al fiscal. Además, le abrió un sumario por haber retenido esa información y lo pasó a disponibilidad, antes de que Sica lo indagara y lo detuviera.
Romero & González SRL
Un dato insoslayable es la animosidad histórica entre Romero Victorica Quiroga-Sica, por un lado, y Quantín por otro, cuyas raíces no son ideológicas. Según los fiscales, Quantín fue designado en 1975 a pedido de José López Rega, por sugerencia de Pilar Franco, y luego del golpe de 1976 se congració con el gobierno militar mediante un dictamen contra un hijo del ex ministro Miguel Unamuno, quien estaba detenido en un buque. También poseen una desgrabación de origen desconocido en la que Quantín y su segundo, el subsecretario de seguridad José María Campagnoli, se tratan de “General” y “Coronel” y hacen chistes despectivos sobre judíos, armenios y negritos. Los amigos de Quantín dicen que quien promueve la designación de Sica como juez federal es el intendente de Tres de Febrero, el metalúrgico Hugo Curto; llaman a Romero Victorica “el detective millonario”; recuerdan que González Warcalde llegó a la Procuración en su carácter de consorte de la diputada menemista Martha Alarcia, fue el autor del dictamen de la Procuración que abrió el camino para la liberación de Menem en la causa de las armas, y que con él trabaja un hijo de Romero Victorica.
Un ministro del gabinete nacional que no es Beliz, atesora un cartapacio con fotocopias de un gentil intercambio de favores entre González Warcalde y Romero Victorica. El 9 de marzo de este año González Warcalde, como Procurador General subrogante, archivó el sumario a Romero Victorica por su intervención en el homicidio de María M. García Belsunce: como no había actuado en su carácter de fiscal sino como amigo de la familia, no correspondía a la Procuración “establecer si hubo una conducta encubridora”. Una semana después, Romero Victorica, como Procurador General subrogante, devolvió el favor. Nicolás Becerra había delegado en González Warcalde la administración financiera de la Procuración. Su primera medida fue aumentarse el sueldo. Becerra anuló la delegación y el aumento. Romero Victorica dictaminó el 15 de marzo que debía pagarse el aumento, más cinco años de retroactividad. Para complicar más el cuadro, un nuevo actor ingresó al saloon: el hombre fuerte de la SIDE, Jaime Stiuso, alias El Ingeniero, quien en el ocaso del menemismo libró y ganó una batalla tremenda con la Policía Federal por la reducción a servidumbre del juez Norberto Oyarbide y durante la gestión Duhalde-Toma limpió a la banda interna opuesta, de Patricio Pfenning o Finnen y el mayor retirado del Ejército Alejandro Brousson, quienes hicieron y deshicieron durante el gobierno delarruista. La intervención de la SIDE en operativos por los secuestros extorsivos le sirvió a Kirchner para desbaratar nichos de impunidad, pero revolvió el avispero. Al crearse la fiscalía antisecuestros, Sica prefirió recostarse en la SIDE, “porque los federicos trabajan on line con Quantín” (sic). En respuesta, la Federal retuvo información para investigar por su cuenta. En un duelo entre cow-boys, un resultado probable es que todos queden tendidos. No sería un mal desenlace, si sobre esa desolación se erigiera una construcción institucional, propia de una República y no del far west.