EL PAíS › LA PUJA DISTRIBUTIVA Y LA INFLACION, DOS DESAFIOS A FUTURO
Qué difícil es ser normal
Lavagna sigue bregando contra las expectativas. Dimes y diretes con la UIA. Las diferencias dentro del Gobierno. Cómo lee Economía el escenario internacional. La inminencia de arbitrajes contrarios al Estado y un contragolpe en germen. Varias digresiones acerca de la normalidad, un animal exótico en las pampas.
Opinion
Por Mario Wainfeld
La preocupación por una inflación anual de dos dígitos, la política de ingresos, la pertinencia (o no) de acuerdos macro entre centrales empresarias y obreras, el escenario internacional, la inversión son ítem de la agenda de un país normal. En la Argentina se están discutiendo, lo que podría sugerir que la emergencia terminó o está en trance de hacerlo. La emergencia ha signado los últimos años de la política nativa, generando estilos políticos decisionistas, tajantes, catastrofistas, espasmódicos. Los oficialismos piden más y más facultades extraordinarias mientras trinan si se los controla. Los opositores, en espejo, se sienten relevados de ser tolerantes y dialoguistas, maximizando las críticas, demonizando a los que gobiernan.
Si la normalidad implica garantizar a todos los habitantes de este suelo feraz los atributos mínimos de la ciudadanía, a la Argentina le faltan años, lustros o décadas para lograrla. Pero es más que deseable que, amortiguadas ciertas zozobras, quienes gobiernan vayan adquiriendo modos y estilos más sistémicos, porque la emergencia a superar no es sólo económico-social, también alude a instituciones carcomidas, muchas veces corroídas “desde adentro”.
Volvamos, interinamente, a la agenda. A la inflación, sin ir más lejos. Roberto Lavagna sigue más que preocupado con los aumentos de precios al consumidor y el índice de marzo no habrá de calmarlo. Tal como anticipó Página/12 rondará el 1,5 por ciento. Economía confía en que los guarismos de abril y mayo serán más normales, pero el ministro sigue con el entrecejo fruncido. Lavagna sigue propugnando que hay un alto componente de expectativas en el inopinado saldo del primer trimestre. “La mitad del aumento es por expectativas” estima, proponiendo un dato incorroborable. Su tarea de la última quincena ha sido bajar esas expectativas. En tal sentido, Economía (tanto como la Rosada) vio con agrado el pronunciamiento de la CGT. También se lee como positivo el saldo de la, algo ríspida, reunión del ministro con la cúpula de la Unión Industrial Argentina. Lavagna regañó bastante a los dirigentes corporativos. “No se puede generar ciertos climas en un país que tiene la historia y la memoria inflacionaria del nuestro”, endilgó.
Aunque no lo exprese, Lavagna no digiere demasiado que la conduzca una variopinta coalición que tiene en su cima a un empresario menemista, metamorfoseado por el solo decurso del tiempo en un “burgués nacional”. Lavagna cuestionó los cónclaves entre industriales y la cúpula cegetista. Los empresarios hicieron alarde de oficialismo, diciendo que su designio era bajar expectativas, contener las demandas obreras, evitar su desmadre. Invocaron como precedentes virtuosos experiencias de otros países, como los acuerdos interconfederales de España. El ministro no renegó de esas herramientas, ni censuró las intenciones. Pero consideró extemporánea (a fuer de apresurada) la convocatoria a la instancia y evocó el viejo proverbio referido a cómo está pavimentado el camino del infierno.
Afecto a los gestos y a los implícitos, Lavagna expresa más cosas de las que verbaliza. Siempre hay en sus argumentos un codicilo escrito en tinta limón. El de esta vez fue la recriminación por haber urdido una instancia macro con Julio De Vido, dejándolo de lado. Los empresarios dicen haber comprendido el reto, pero se quejan de no saber cómo moverse dentro de las tremolantes internas del Gobierno.
El ministro se llevó del cónclave la promesa que buscaba, “bajar las expectativas”. “Hay que enfriar” sintetiza Lavagna ante sus allegados más íntimos, que perjuran que el hombre se refiere al clima de expectativas y no a la economía, tout court. “Lavagna no quiere frenar el crecimiento. No vamos a ceñirnos a las recomendaciones del FMI. Vamos a mantener la competitiva relación entre el peso y el dólar” dicen en un piso alto del Palacio de Hacienda.
“No es que las instancias de concertación sean desechables. No es su momento” sentenció Lavagna, quien piensa parecido respecto del Consejo del Salario al que desea mantener desactivado hasta que se produzca el mentado enfriamiento, sin mencionar fechas.
De momento, la Rosada y Trabajo coinciden con esa intención aunque es bien verosímil que aspiren a convocarlo antes de lo que preferiría Economía. De momento el debate no se plantea, aunque fue significativo el discurso de Néstor Kirchner centrando el reproche por la inflación en la falta de responsabilidad de “algunos” empresarios.
El ala política oficial no concuerda ciento por ciento con Lavagna cuyo enfoque sobre la cuestión salarial es tildado de “demasiado ortodoxo”. Su recelo sobre los encuentros entre la UIA y la CGT se percibe como excesivo. “Le tiró a un pajarito con un obús” metaforizan cerca de Kirchner aunque, por ahora el Presidente, también azogado por la inflación, no se pone muy ecologista en defensa de la avecilla. La diferencia existe pero, de momento, es silente y virtual.
El mestizaje de convenciones colectivas y aumentos de productividad que propugna Economía es a todas luces insuficiente. Por lo pronto hay enorme cantidad de actividades en la que la determinación de la productividad es imposible. “¿Cómo hacerlo con quien pica boletos o reparte cartas?” inquirieron los propios empresarios a Lavagna. Además, la sola remisión a la productividad no bastaría para corregir la nefasta distribución de ingresos, que se perpetuaría. La UIA le recordó al ministro experiencias extranjeras en las que se combinaron aumentos generales contemplando la inflación prevista en el presupuesto y aumentos sectoriales por productividad. Lavagna dijo conocer los antecedentes, pero insistió en que, por ahora, hay que enfriar el organismo.
Los convenios colectivos siguen adelante, produciendo resultados interesantes, pero sólo en las ramas de actividad en auge. Por ejemplo, el gremio de la construcción, la Uocra de Gerardo Martínez, cerrará un trato con aumentos significativos en los próximos días. Pero en sectores menos expansivos no se puede esperar milagros (ni justicia social) de la cinchada entre trabajadores y patrones.
Alienados de la negociación colectiva, los gremios estatales pueden ser eje de conflictos inminentes. Los funcionarios baqueanos en esas huellas husmean vientos de fronda en ese frente. Los trabajadores de organismos descentralizados, no especialmente mejorados con los aumentos de básicos del año pasado, vienen en pos de mejoras. Han quedado en el medio del sandwich y saben que en sus ámbitos de acción “hay plata”. Puede que acá también el Gobierno pague en conflictividad el precio de haber desplegado una política salarial demasiado uniforme, desatendiendo la relativa sofisticación del espectro de los trabajadores.
Para subir hay que bajar
Cajonear la convocatoria al Consejo del Salario es una política de patas cortas. Convocarlo también sería insuficiente si se ambiciona plasmar una política de ingresos. Por lo pronto, quedan fuera de la mesa los trabajadores desocupados, cuya representación no asume la CGT. En épocas del Estado benefactor, la demanda de pleno empleo justificaba que los gremios desatendieran a la desocupación como temática específica. Pero hoy, con millones de desocupados y de “inempleables” lo suyo es una deserción.
La reforma fiscal debería formar parte de la política de ingresos. El Gobierno la esquiva con dos clases de argumentos, ambos insuficientes. El primero (que suele verbalizarse en alta voz) es que su esquema impositivo es menos regresivo que el de años ha, a fuer de aumentar el peso de ganancias y de las retenciones.
El segundo es de real politik y por lo tanto se comenta en corrillos reservados. Se puede resumir diciendo que una reforma fiscal es un salto al vacío. Lavagna explica ante sus confidentes que el tema impositivo es cuasi esotérico, que todo cambio demora años en germinar debidamente y que sus resultados nunca son los que se puede predecir desde la mera lógica o la prédica académica. Lo cierto es que el impacto del IVA en el bolsillo de los sectores de menos recursos es excesivo y que una merma de algunos puntos sería una medida ejemplar. El Gobierno, afecto a los gestos simbólicos por su impacto en las conductas sociales, no debería computar el peso de una disminución selectiva o general apenas en términos recaudatorios. No es lo que hace cuando pondera el, ciertamente elogiable, boicot a la Shell y la ESSO.
Regresemos a la inflación, madre de las escaramuzas de estas horas. Fuera cual fuera su génesis, lo real es que el índice de marzo será un nuevo dolor de cabeza. En Economía señalan como paliativo que esta semana han vuelto a aparecer numerosos avisos publicitarios de “formadores de precios” (súper, electrónicos y teléfonos en especial) compitiendo en ofertas, lo que a su ver revela que mermaron sus recelos o especulaciones inflacionarias.
Los indicadores sobre la evolución del empleo en febrero, prometen en Gobierno, también serán auspiciosos.
El mix entre datos estimulantes y deprimentes, en apariencia contradictorios, que se reseñaron en este párrafo quizá sugieran algo digno de ser tenido en cuenta: las sociedades “normales” son complejas, requirentes de sintonía fina y no sólo de hachazos y bruscos cambios de rumbo.
Un nuevo mundo
El escenario económico internacional, discurren en Economía, no es letal, pero sí menos propicio que el de pocos meses atrás. Sigue habiendo muchísima liquidez, buena noticia para Argentina, a condición de precaverse de las inversiones golondrina. Economía y el Banco Central levantan la guardia, en estos días ampliaron a 360 días el plazo mínimo para los plazos fijos indexados, una medida de escaso impacto numérico pero significativa de la voluntad de desalentar a cierto tipo de incursores.
Pero todo tiende a enrarecerse en la aldea global. El endeudamiento de Estados Unidos alguna día tocará su vasto límite, avizoran desde acá. “Menemizaron su economía –dice un avezado negociador local–, sus márgenes son amplios pero finitos.” Por añadidura, extrapola, China y Corea (fenomenales tomadores de bonos de deuda yanquis) algún día deberán desactivar sus aspiradoras.
Europa sigue perdiendo competitividad con el euro recontra alto. Tantas turbulencias no son los mejores augurios para un país pequeño.
A los corcoveos estructurales se añade un cambio de protagonistas. John Taylor deja su sitial en el Tesoro norteamericano. Economía lo visualiza como un funcionario que fue funcional a la estrategia negociadora argentina. Para peor, comentan en Hipólito Yrigoyen y Balcarce, su sucesor recién asumirá en junio. El Senado norteamericano se toma su tiempo para conceder el respectivo acuerdo. Por lo que se ve, el Capitolio no es tan expeditivo como el Congreso argentino que saca un acuerdo con fritas en un lapso más breve que el que insume la vida de una mariposa. Como fuera, Taylor es un “pato rengo”, más pendiente de su vuelta a la vida académica que del fleco postrero de su gestión. Quien lo suceda –vaticinan cerca de Lavagna– no ha de conocer tan bien el “caso argentino”. “No somos tan relevantes. No es frecuente que un funcionario de alto nivel tenga buena información sobre nosotros” se pone modesto un negociador que acá ocupa un sillón prominente.
En ese marco mundial proceloso, el Gobierno espera que el juez Thomas Griesa confirme su fallo absolutorio respecto del canje y que el Ciadi difiera sus decisiones todo lo posible. Espera rogando, pero dispuesto a dar con el mazo, si no queda más remedio. Lo que amerita un párrafo aparte.
Los laudos de Damocles
El Ciadi es una dependencia del Banco Mundial. Funge como un tribunal internacional. Ante él tramitan muchos conflictos entre el Estado argentino y empresas extranjeras. Su competencia fue pactada en distintos acuerdos firmados en la década del ’90. Los gobernantes de entonces, muy inclinados a renunciar a la soberanía, renunciaron a la jurisdicción argentina, entregándose atados de pies y manos, política cuyos costos diferidos se siguen pagando.
Las controversias ante el Ciadi pueden tramitarse mediante mediación o arbitraje. La mediación es un trámite conciliatorio, laxo en sus plazos y modalidades, que puede no rematar en una sentencia. El arbitraje se endereza al dictado de un laudo que tiene alcances similares a una sentencia. El gobierno argentino viene tratando de convencer a las contrapartes de transformar los arbitrajes en laudos, sin mayor fortuna. El tiempo pasa y es cada vez más inminente la perspectiva de algún laudo, seguramente condenatorio para el país que en esa arena juega de visitante.
El Gobierno trabaja afanosamente en varios frentes. Por lo pronto, busca disuadir a los litigantes de desistir sus reclamos. “Los que quieran seguir invirtiendo acá, tendrán que ir abandonando esas instancias” coinciden, por una vez, De Vido y Lavagna. Esta semana, el ministro de Planificación anunció que una trasnacional se bajaba de esos estrados. No se habló mucho del pressing previo, pero estaba implícito. El Gobierno se siente en condiciones de hacer entender razones a los que “sigan acá”. Al fin y al cabo, si lo hacen no es por platónico amor a la enseña celeste y blanca sino mirando sus balances.
Las negociaciones, febriles, siguen. Pero alguna sentencia condenatoria habrá. Quizá este mismo mes o, como mucho, antes del invierno, calculan los especialistas. El oficialismo no propaga bravatas ni promesas, pero es un hecho que tiene decisión tomada de no acatar condena de tribunales internacionales. Las normas argentinas establecen que una sentencia o laudo extranjero para ser ejecutado debe ser revisada en su validez por la Justicia local. Así las cosas se va preparando un arsenal argumentativo para probar que esas sentencias violan nuestra Constitución. En especializadas reparticiones del Ejecutivo se repasa la doctrina jurídica. El Legislativo también puede arrimar baza. El peronista Ricardo Falú tiene un proyecto en carpeta y el radicalismo preparó otro. El Gobierno mira con cariño la propuesta de los correligionarios que es “más redondita” y que, llegado el caso, le permitiría obtener una mayoría parlamentaria significativa.
Pero, como aconsejaba el Quijote a Sancho, si algo huele mal es mejor no menearlo. “No hay que pasar por camorreros sin necesidad” masculla un importante integrante del Ejecutivo. No vale la pena alardear de guapo frente a contrincantes grandotes, si todavía no es hora de trompearse. Pero la decisión está.
Es peliagudo ser normal
La negociación con el FMI sigue ripiosa, los conflictos con privatizadas recién comienzan, la puja distributiva (Dios sea loado) jamás estará del todo bajo control. El Gobierno siempre puede aducir que lo asedian en diversos frentes y acudir a un vasto repertorio de tácticas, acorazado en sí mismo. El argumento de la emergencia es también un salvoconducto para opositores arrellanados en la crítica o en la denuncia.
Pero un país en vías de normalidad reclama horizontes más vastos que el día a día que caracteriza a la política local. Se trata de una responsabilidad que concierne a todos los actores, pero que pesa más sobre el Gobierno. Su horizonte cercano, sin ser paradisíaco, es mucho menos ominoso que el de años anteriores. Las predicciones más extendidas auguran crecimiento económico este año y un buen resultado electoral para el oficialismo. Esa hipótesis, obviamente precaria y sujeta a refutación por los hechos, podría instar al oficialismo a empacarse en seguir haciendo más de lo mismo. La oposición política está desmadejada. Los tiempos de expansión económica suelen ser aliados de los oficialismos, partes importantes de “la sociedad” se vuelven oficialistas así sea por default. Muchos “cada cual” atienden su juego especialmente en las clases medias que en tales contingencias se inclinan a no querer olas.
El Gobierno ha tenido algunas ventajas (por citar dos bien conspicuas, el erial opositor y el impacto de la devaluación) pero también puede preciarse de haber sabido manejar tiempos difíciles.
De cualquier forma, recostarse en ese transitorio confort sería una injusticia, amén de un error. Si el Gobierno revalidara títulos y persistiera el crecimiento, aunque parezca paradoja, sería el momento de cambiar. No ciento ochenta grados, claro está, pero sí inaugurando una nueva etapa más centrada en la redistribución del ingreso y en la regeneración institucional.
Si el PBI crece y Kirchner se relegitima, la Argentina estará más cerca de la gobernabilidad y de la estabilidad macroeconómica. Pero seguirá siendo un país en emergencia institucional y social, aquejado de una flagrante desigualdad en la distribución de los bienes económicos, de la educación, del prestigio, de las oportunidades. Asimetrías excesivas para una sociedad que siempre pujó por la igualdad, que no podrán corregirse exclusivamente repitiendo las recetas de los últimos años.