EL PAíS › LO QUE QUEDA DEL PAPA
Un legado conservador que será duro revertir
Por Washington Uranga
Juan Pablo II gobernó a la Iglesia Católica por más de un cuarto de siglo, hecho que lo sitúa en un lugar de enorme trascendencia no sólo para la Iglesia Católica y para el universo religioso en el mundo, sino también para el conjunto de la humanidad. Sus posturas, sus definiciones y sus acciones marcaron el último tramo del siglo anterior y el comienzo de éste. Entre otras razones porque este Papa –viajero y mediático como ningún otro– se trasladó por todo el orbe, emitió cientos de documentos, hizo miles de declaraciones y llegó a saturar las pantallas de la televisión globalizada. En ese contexto, Juan Pablo II orientó sus acciones de manera particular a buscar una presencia más activa y significativa de la Iglesia Católica en la sociedad, participando de los debates y de los temas políticos, sociales y culturales, para lo cual, y simultáneamente, buscó consolidar y homogeneizar el frente interno, restaurando la disciplina eclesiástica después de los cambios, las aperturas y los movimientos producidos por la gran corriente renovadora impulsada por Juan XXIII (Angelo Roncalli, italiano, 1958-63), Pablo VI (Giovanni Montini, italiano, 1963-78) y el Concilio Vaticano II (convocado en 1959 y realizado entre 1962 y 1965).
Un dato insoslayable del pontificado de Juan Pablo II es su popularidad y el reconocimiento casi unánime de su figura, ayudado por sus constantes viajes, por la globalización de las imágenes televisivas, y por el entusiasmo y la expectativa que su personalidad carismática despertó en grandes sectores de la población del mundo, en particular entre los jóvenes, en el Norte y en el Sur, en el Este y en el Oeste. En este sentido el Vaticano también se dio una política de comunicación que alimentó y construyó la imagen mediática del Papa. Hombre de profunda espiritualidad, Karol Wojtyla fue forjando su experiencia religiosa en el marco de su Polonia natal, viviendo el catolicismo como un espacio de identidad y, al mismo tiempo, de resistencia y de lucha contra el comunismo. Esta misma visión es la que proyectó desde Roma en 1978, una vez que fue electo para conducir los destinos de la Iglesia Católica. Su primer viaje y su primer encuentro con un grupo de obispos fue a América latina en enero-febrero de 1979. Asistió en Puebla (México) a la III Conferencia Episcopal del Episcopado Latinoamericano. Allí, más de 200 obispos latinoamericanos debatían posiciones en el marco de una Iglesia que se había volcado en favor de los pobres y de la teología de la liberación. Un grupo de obispos, apoyados por el propio Vaticano, comenzó entonces a marcar la posición de Juan Pablo II: solidaridad ética con los pobres sí, pero con un catolicismo alejado de la militancia política antisistema. Algunos bautizaron ese posición como capitalismo con rostro humano. En lo eclesial: restauración del poder romano y episcopal y límite a todos los “excesos” que había generado el Vaticano II.
Estos grandes lineamientos esbozados entonces por Juan Pablo II se prolongaron con matices a lo largo de todo su pontificado. Criticó con dureza el neoliberalismo (en particular en su documento Centesimmus annus, 1991), pero no dejó de combatir nunca al comunismo. Colaboró de manera clara y directa con el sindicato polaco Solidaridad, liderado por su amigo Lech Walesa, y fue un actor protagónico en la caída del socialismo histórico.
La doctrina social generada por Juan Pablo II es abundante y en todos los casos se puede encontrar una firme defensa ética de la equidad y solidaridad con los pobres. Su magisterio intentó mantener el equilibrio entre la crítica al comunismo y al neoliberalismo, llegó a hablar del “capitalismo social de mercado” y su llamado a “globalizar la solidaridad” se convirtió para muchos obispos y católicos en un eslogan repetido infinidad de veces. Esta postura se situó sin embargo muy lejos de latesitura de la “teología de la liberación” nacida en América latina a partir de teólogos como el brasileño Leonardo Boff o el peruano Gustavo Gutiérrez, que fueron duramente criticados y desautorizados –especialmente el primero– por los hombres más cercanos al Papa, en particular por el cardenal alemán Josef Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio). A Boff se lo obligó al silencio, se le prohibió enseñar y publicar tanto por sus afirmaciones sobre la acción social de los cristianos como por sus opiniones críticas sobre los obispos y el poder romano. Finalmente decidió abandonar su condición de sacerdote franciscano. Ya en 1996, en su viaje a Nicaragua, Juan Pablo II proclamó el “fin de la teología de la liberación” entendiendo que estaba ligada al marxismo y que “el marxismo ha muerto”.
Los críticos de Juan Pablo II mencionan que los documentos de Karol Wojtyla se refieren por lo general a las consecuencias negativas del neoliberalismo, pero no condenan las causas profundas del sistema. Debe decirse también que buscó ponerles límite a las posiciones más conservadoras y que en 1988, después de muchos intentos de conciliación, excomulgó al obispo ultraconservador e integrista francés Marcel Lefevbre. Para Juan Pablo II, la Iglesia estaba llamada a ejercer la mediación de los conflictos, porque la institución se sitúa claramente en el espacio de los valores espirituales y morales, por encima de las contingencias de la política y a salvo de las “contaminaciones” que da lo estrictamente terrenal. Por eso impulsó decididamente acciones de mediación en todo el mundo (como en el diferendo entre Argentina-Chile en 1982), aunque en algunos casos (como en la última invasión a Irak) no tuvo mayor eco de las partes. En esa misma línea, Juan Pablo II se proclamó un permanente defensor de la paz, sin profundizar tanto en las condiciones que se necesitan para garantizarla, algo que sí había hecho y en lo que había insistido su predecesor Pablo VI, al subrayar que “la paz es fruto de la justicia”.
El apoyo que Juan Pablo II le dio al Opus Dei se inscribe en la similitud de miradas que Karol Wojtyla tuvo con ese movimiento que, desde una visión conservadora, propugna una sociedad de hegemonía cristiana basada en principios de ética y moral católica, que incluye rígidas normas morales y valores sociales que aseguren condiciones de vida digna para todos, pero sobre la base del reconocimiento de las diferencias de clase como algo naturalmente dado y establecido. Con Juan Pablo II, el Opus Dei ganó poder y presencia. En 1982 el Papa le reconoció al Opus el status de “prelatura personal” (una suerte de jurisdicción no territorial que cobija a todos sus miembros en el mundo, con un obispo propio que responde sólo al Pontífice). De allí en adelante, y a pesar del malestar que ello causó en muchos obispos y laicos, la influencia del Opus Dei en la estructura de la Iglesia Católica y en el Vaticano fue creciendo de más en más. Hoy ya existen dos cardenales que son miembros de esa sociedad religiosa y quien fue vocero de Juan Pablo II, el laico español Joaquín Navarro Valls, es “supernumerario” del Opus. José María Escrivá de Balaguer, el sacerdote español que fundó “la Obra” y cercano colaborador del dictador Francisco Franco, fue canonizado en tiempo record en el 2002, apenas 27 años después de su muerte. Ese proceso de canonización despertó no sólo sospechas de que fue “acelerado” en Roma por importantes aportes económicos del Opus al Vaticano, sino que abrió un nuevo frente de debate en la Iglesia.
Mientras el Opus Dei y los llamados “nuevos movimientos eclesiales” que manifestaron su adhesión incondicional a Juan Pablo II recibieron el beneplácito del Papa, no ocurrió lo mismo con las comunidades eclesiales de base (CEB), una nueva forma de pensar y vivir la Iglesia más desvinculada de las estructuras eclesiásticas, más libre en sus expresiones y cercana a la teología de la liberación que surgió en América latina. Junto con la censura a este modo teológico, vino también larepresión a las CEB, las restricciones a la renovación litúrgica y la lucha contra el secularismo, entendido como un mal para toda la sociedad.
El Concilio Vaticano II, esa gran asamblea eclesial promovida por Juan XXIII y Pablo VI, había abierto las puertas del catolicismo a una mayor diversidad eclesiológica, es decir, en la concepción de la institucionalidad católica y en su modo de presencia en la sociedad. Esa misma libertad generó crisis institucional (deserciones de sacerdotes y religiosas, presuntas indisciplinas, diferencias evidentes de opiniones) que Juan Pablo II decidió corregir exigiendo el alineamiento interno, restringiendo la autonomía de las iglesias nacionales y locales y cambiando la orientación en el nombramiento de los obispos, para construir un episcopado más afín a sus posiciones.
Si bien hay que contabilizar a su favor los gestos de relaciones con otras religiones (como los encuentros interreligiosos de Asís en 1986 y 2002), muchos de los líderes de las otras religiones no dejan de señalar la pretensión hegemónica de Karol Wojtyla. Son especialmente los cristianos no católicos, reunidos en el Consejo Mundial de Iglesias (CMI) con sede en Ginebra, quienes marcan esta dificultad. Recuerdan, por ejemplo, que Pablo VI había reconocido que la condición de “primado” que el catolicismo le otorga al Papa se había convertido más que en una referencia de comunión, como se sostiene desde la Iglesia Católica, en un obstáculo para la unidad de los cristianos. Lejos de ese reconocimiento, Juan Pablo II reforzó la idea de primacía del Papa y del poder episcopal.
No faltaron tampoco los escándalos durante el gobierno eclesiástico de Juan Pablo II. Uno de los más importantes estuvo relacionado con los fraudes del Banco Ambrosiano, directamente vinculado con el IOR (el banco oficial del Vaticano), comandado por el arzobispo norteamericano Paul Marcinkus. La investigación por este caso reveló conexiones con la Logia P2 y con el banquero Roberto Calvi, que tiempo después apareció ahorcado en un puente de Londres. Más recientemente, uno de los mayores escándalos a los que tuvo que hacer frente Juan Pablo II estuvo relacionado con las acusaciones de pedofilia en contra de sacerdotes y obispos católicos, especialmente norteamericanos.
Independientemente de quien sea electo como nuevo Papa y de los atributos que tenga, es evidente que las huellas del pontificado del primer Papa polaco en la vida de la Iglesia Católica quedarán marcadas por mucho tiempo en la historia del catolicismo y de la humanidad. Una de esas marcas son los debates clausurados y que, aun con la renovación que se pueda dar en San Pedro, serán difíciles de revertir en poco tiempo. Sólo para mencionar algunos: la doctrina católica sobre familia, sexualidad, aborto y género; el celibato sacerdotal y el sacerdocio de la mujer; la autoridad, la colegialidad y la estructura de poder en la Iglesia.