EL PAíS › UNA MIRADA SOBRE EL AUMENTO DE CONFLICTOS GREMIALES

El burbujear del conflicto

El recrudecimiento de un nuevo tipo de huelgas preocupa al Gobierno. Lo que esperaba el oficialismo y lo que está pasando. Un contexto que explica el resurgir de los reclamos. Los límites de la estructura gremial. Relaciones entre funcionarios y sindicalistas, queridos o no. La “burguesía nacional” y lo que se espera de ella.

Opinion
Por Mario Wainfeld

“Hace dos meses creía que era un fenómeno estacional, que escamparía después de las elecciones. Ahora, creo que vino para quedarse.”
La frase, con mínimos retoques literarios, es repetida por dos ministros, por separado, a Página/12. El “fenómeno” es la proliferación de huelgas de alto impacto mediático, reclamos acuciantes, resolución express y baja chance de negociación por parte del Gobierno. La secuencia temporal de los conflictos se acelera, el basismo crece. Sindicalistas de la CGT o de la CTA se declaran impotentes para moderar los planteos de sus bases, que recuperaron la combatividad que treinta años de sometimiento venían confinando al desván de la memoria.
“Vienen con mandato de pedir 500 pesos, y no arreglan por 490, dicen que no pueden, que las asambleas los desautorizarán –exageran, con fines didácticos, en la Rosada–, así no se puede negociar.”
El paro del Garrahan es un caso piloto pues allí la desafiada “por izquierda” es la alternativa Central de Trabajadores Argentinos (CTA). El paro de camioneros de esta semana fue otro leading case, de sentido diferente, porque quien puso en un brete al Gobierno fue Hugo Moyano, Secretario General de la central (se supone) oficialista. La repercusión periodística del entuerto, todo un dato de época, fue desmesurada respecto de la lesividad de la medida de fuerza. Respecto del Garrahan hubo un denuncismo falaz respecto de los riesgos para los chicos, pero se justificaba alguna prevención pues se aludía a un servicio público básico. La carencia de bebidas gaseosas (que empezó con un módico desabastecimiento de las variantes light) fue abordada como si el faltante fuera de leche, de suero o de gas domiciliario. Tanto el gobierno como Moyano se sintieron perjudicados por tamaña excitación mediática, lo que sugiere que quizás ésta no obedezca a una direccionalidad política precisa sino, una lógica mediática propia, apta para contrariar a surtidos protagonistas o a todos.
Roberto Lavagna transcurre estos días en China, en las antípodas de un país en campaña. Si estuviera más cerca y atravesara uno de sus habituales raptos de humor sarcástico, musitaría que la proliferación de conflictos (promovidos por trabajadores formales, en muchos casos con salarios superiores a la media, en sectores de actividad a los que les va relativamente bien) es “el precio del éxito”. Se puede limar un poco su autoestima que, como la de todo el Gobierno, constela por las nubes, y compartir la sustancia del diagnóstico. Contra lo que profetizaba la derecha nativa, con buena repercusión mediática, el movimiento de desocupados ha perdido presencia y peso durante el gobierno de Néstor Kirchner. Sus reclamos, insatisfechos en lo esencial, carecen empero de punch. La puja reivindicativa se hace más consistente, más visible, más enojosa y (oh, sorpresa) más encarnizada cuando la encarnan sectores de trabajadores menos desprotegidos. Los que cobran por sobre, los que no perciben salarios mínimos.
El autorretrato que hace el gobierno de sus desempeños en materia de trabajo y salarios no se condice con los frutos que recoge. Según el relato oficial el desempleo merma, el trabajo formal crece, los salarios reales repuntan, hay centenares de nuevos firmados a la suba. Por lo bajo, se añade que cuando hay cinchada Trabajo no juega para la patronal, como sucedió en los ‘90, sino que sueles hacerle, el “2 a 1” a los empresarios. Con esos pergaminos, desde Kirchner para abajo se esperaba adhesión de los trabajadores, cierto alineamiento de la cúpula sindical y un progresivo achicamiento de los conflictos irritantes.
Pero la realidad contraría las previsiones, en especial las tocantes a la “paz social” o como quiera usted llamarla. Ni siquiera los convenios firmados fijan un límite temporal a los reclamos, hay muchas huelgas que han surgido en gremios que han firmado hace un trimestre, a la suba.
Entre los muchos factores comunes que emparientan a Kir-
chner con Lavagna hay una tendencia a la “paz y administración” que conviene no minimizar. De ahí la irritación que les causa a ambos tanta rebeldía “por abajo” y tan poca capacidad de conducir por arriba. Cada uno lo expresa o lo reprime concediendo a su estilo y a su rol.
El tema dará para hablar y pensar mucho en los próximos meses y años. Exploremos, a cuenta de mayor cantidad, un par de datos un poco generales y otros bien coyunturales.

A ustedes no les fue tan mal, gorditos

Se esté o no de acuerdo, es natural que un gobierno peronista se descoloque o se enfade si el movimiento obrero consigue avances sin garantizar al unísono un poquito de oficialismo y un muchito de obediencia vertical de sus representados. Al fin y al cabo, la organización que comenzó Juan Domingo Perón y se redondeó en tiempos de Arturo Frondizi es una máquina de articular con los gobiernos y contener la efervescencia de sus bases. Pero ahora la máquina no funciona del todo.
Ya que mentamos al General herbívoro, recordemos que cuando el hombre hablaba de “la columna vertebral del movimiento” aludía, según los casos o los momentos, a “la clase trabajadora” o al “movimiento obrero organizado”. Aun en un universo tan laxo discursivamente como el peronista, es pertinente acotar que los dos conceptos distan de ser sinónimos. La clase es una realidad sociológica, proletarios si usted es moderno, o “gente” si usted es posmoderno. El movimiento obrero es una organización que los representa o aspira a hacerlo.
Esa diferencia conceptual, rudimentaria pero ineludible, es útil para ilustrar un dato de peso. Desde el Rodrigazo acontecido hace 30 años casi clavados ha habido variadas embestidas de gobiernos (y de tendencias mundiales) que damnificaron a las organizaciones y a los trabajadores. Pero es evidente que las organizaciones, aun estando en retroceso, han padecido mucho menos que los trabajadores de carne y hueso. Hay muchas razones que explican el punto, cuyo desarrollo excede las posibilidades de esta nota. Muchas remiten a abdicaciones, falta de combatividad o hasta venalidad. Son reales, acaso no sean únicas. Los propios apologistas del movimiento obrero realmente existente creen que es una necesidad (y en consecuencia una virtud) en momentos de pleamar defender más las estructuras que a los laburantes, argumentando que ese modo de repliegue permitiría una ulterior recuperación más rápida. En cualquier caso, los gremios, aunque no son lo que fueron, han padecido menos que sus afiliados. Sobrevivientes de un pasado memorable, los gremios han hecho poco por aggiornarse y no del todo por mala fe. También priman atavismos, ciertos tics productos de años a la defensiva. Una carencia de adecuación a los cambios de la que también adolecen otras organizaciones corporativas, las patronales y las “del campo”, por no citar sino a las más obvias. La carencia de un seguro de empleo y capacitación, una injusticia en la que el Gobierno ya está en deuda, tiene que ver con un atavismo gremial. En los buenos tiempos se consideraba que esa herramienta era un límite capcioso a la demanda de pleno empleo. Anclados en ese pasado que no volverá, los dirigentes cegetistas no han sabido (¿querido?) expresar a los desocupados, ni siquiera con instrumentos muy probados en otras latitudes.
El complejo sistema nacional de relaciones del trabajo, muy formateado on line con la vertical estructura histórica peronista, ahora hace agua ante el resurgimiento de los reclamos de trabajadores. Y de bases que no conceden nada, ni siquiera un mandato básico a sus representantes. Hace agua pero por ahora, nadie lo dice fuerte porque no hay alternativa a la vista.
Si al lector le parece un poco genérico este párrafo, en el que viene tendrá un poco de comidilla.

Los muchachos no kirchneristas

La intervención del Gobierno en la elección de las autoridades de la CGT fue entre ínfima y nula, lo que presupondría que no tenía por qué hacerse grandes ilusiones respecto de eventuales alineamientos o lealtades. La desconfianza entre el kirchnerismo y Moyano (quien nunca se privó de sospechar del peronismo del grupo que integran el presidente y sus aliados más cercanos) viene de lejos. Empero, andando el tiempo más de un funcionario, incluidos pingüinos de ley como Julio De Vido, anudó lazos políticos firmes con el líder camionero. Y el mismo Kirchner le concedió cierta confianza, que incluye una frecuencia de acceso al despacho presidencial que supera a la que tienen un par de ministros.
Otros, con Lavagna a la cabeza, le creen menos. No es extrañar que al interior del Gobierno cunda una polémica acerca de si el inoportuno paro de los camioneros pocos días antes de las elecciones se debe a que Moyano no controla plenamente a su gremio o a que lo controla demasiado.
Hilando un poco más fino, varios funcionarios de postín agregan que Luis Barrionuevo, una bestia negra del Gobierno, es un poder demasiado cercano al trono en la CGT. Y que una eventual victoria a sus expensas que el oficialismo busca con ahínco en las urnas de Catamarca no terminará de ser tal mientras Luisito (un hombre versátil que junta poder como dirigente político, gremial, futbolístico y como empresario) siga pisando fuerte en el sólido edificio de la calle Azopardo.
Si Moyano es un aliado dudoso, otros dirigentes más estimados en la Casa de Gobierno y zonas de influencia, como Gerardo Martínez, tampoco se han esforzado mucho en la lid electoral. Los rezongos oficiales son más tenues pero se dejan oír. Una convicción se expande en el oficialismo y es que un recelo ideológico “a los zurdos” de vieja matriz histórica condiciona muchas desconfianzas, recelos y (a ver del Gobierno) dobleces de la primera línea de la jerarquía cegetista. Si Cristina Fernández de Kirchner obtiene una ventaja parecida a la que vaticinan los sondeos, habrá logrado varias hazañas o al menos innovaciones. Una campaña triunfadora sin presencia en los medios, sin entrevistas, con pocos spots publicitarios. Y una victoria en una interna abierta peronista casi sin apoyo de ningún sector gremial.

La viga propia

Más allá de mirar la paja en el ojo del compañero de ruta y del supuesto aliado, el Gobierno también tiene un par de rojos en el haber de su relación con la corporación gremial. Uno es haber ingerido poco y nada en reductos del poder sindical más clásico, más enclavado en el Estado, más prebendario por decir lo menos. La Anses y la Superintendencia de servicios de salud, dos entes muy caros al poder gremial, están en manos de figuras vinculadas al ancien régime, a ese corporativismo que el oficialismo fustiga desde las tribunas. La higiénica y ejemplar decisión que tomó Kirchner al designar a Graciela Ocaña en el PAMI no tuvo su correlato en esas reparticiones. Sergio Massa, el duhaldista titular del Anses, deberá dejar su cargo cuando sea electo diputado el domingo que viene, abriendo una sencilla oportunidad para cambiar el criterio de elección de sus autoridades.
Por otro lado, en el ramo del transporte comercial, el Gobierno tampoco ha innovado respecto de la capciosa praxis de otras administraciones. La actividad respectiva, núcleo del poder de Moyano, está muy imbricada con el estado, de un modo al que llamar corporativo sea una simplificación y, casi, un elogio. En el mundo del transporte no hay “apenas” representaciones de intereses y el Estado. Más bien, es un sector donde los roles se entreveran de modo que es difícil deslindar quién representa al Estado, quién a los trabajadores y quién a los empresarios. El secretario de Transporte, Ricardo Jaime, un hombre muy cercano al riñón presidencial, es muy expresivo de ese modo de relación, que guarda escaso parentesco con los mejores discursos oficiales. Roberto Cirielli, subsecretario de transporte, tampoco es un vivo ejemplo de la escisión entre funcionarios de gobiernos populares y cuadros de las corporaciones.

Pero volvamos al eje.
La puja distributiva

Los límites de dirigentes y funcionarios, siempre opinables, son apenas una parte de una realidad estructural que los trasciende. La recuperación en una sociedad de las más desiguales del mundo, que supo ser más igualitaria, no puede evitar ser traumática. Ni eludir expresarse en términos de conflicto, máxime cuando escasean las instancias institucionales para dirimirlo.
El estado benefactor argentino, del que el movimiento obrero fue viga de estructura, fue seguramente el más generoso y expandido de América latina. La ofensiva en su contra fue, debía ser, proporcional a su imponencia. Una proporción importante de argentinos se saben privados de bienes y derechos que en algún pasado atesoraron. El amedrentamiento de los trabajadores obrado por la represión dictatorial, las hiperinflaciones y el brutal embate neoconservador cede paso a una situación más propicia pero que los actores leen como transitoria. La experiencia histórica ha enseñado a los argentinos a considerar al ahorro una ingenuidad. Algo semejante opinan sobre diferir a futuro cualquier demanda.
La inflación acelera las urgencias. El Gobierno se debate internamente discutiendo sus causas pero no debería olvidar que su consecuencia más evidente es acelerar las reacciones. Hay funcionarios que despotrican porque los empresarios y los trabajadores tienen reflejos demasiado brutales y demandas demasiado altas respecto de los índices que se conocen. Pero la memoria inflacionaria induce a comportamientos drásticos. Y, además, casi nadie confía en la sinceridad de los índices oficiales. En verdad, hasta tiene cierta justicia poética que actores sociales refuten los índices como lo hace el Gobierno cuando no se amoldan a sus deseos o a sus explicaciones.
De cara a algo que, de cualquier modo, será arduo de impedir y hasta de encauzar, el Gobierno podría examinar si una vertiente del estilo presidencial es funcional a esa desordenada excitación que hoy empieza a incordiarlo. La obsesión de Kirchner por el día, su permanente opción por la decisión cotidiana, por la sorpresa han sido puntales de la construcción de su imagen y su consenso. Pero también tienen un sesgo de imprevisibilidad, de concentración de poder, de carencia de institucionalidad que cualquier actor registra al elegir sus tácticas. Si nadie sabe cuál será el salario dentro de seis meses, es más posible que pugne por él hoy. Si la sorpresa y el golpe inesperado son un recurso básico de quien ocupa el vértice superior del poder político, es factible (y hasta sensato) que quienes ejercitan contrapoderes accionen en espejo.
La lucha por la redistribución del ingreso, por último, no ha de quedar en manos de un gobierno, menos aún de uno que dialoga poco con sus aliados reales o posibles.
El sesgo elegido por esta nota ha omitido considerar al otro lado del mostrador, al empresariado. Es claro que la rapacidad y carencia de solidaridad que campea a su interior es una referencia que sobredetermina la radicalidad de las luchas de los trabajadores. Y que, habituado a la complicidad con los sucesivos gobiernos y la debilidad creciente de los trabajadores, también luce perdido ante una nueva situación en que sus enormes privilegios, sin haberse extinguido, se reducen algo. Apoltronados en el prolongado abuso de una correlación de fuerzas perversamente favorable, no saben moverse en un marco menos inequitativo.
Siguen existiendo en Palacio quienes apuestan a una virtual coalición con una burguesía nacional cuya inexistencia es una de las cifras de la historia nacional de los dos últimos siglos.
Para decir verdad, la apuesta (inconfesa pero patente) del Gobierno es que esos empresarios –ausentistas, carentes de pasión nacional– “traigan la que se llevaron” o una parte de la que se llevaron. Esas inversiones y no las extranjeras son las más apetecidas y esperadas, una opción descarnada pero no del todo insensata. A esa baza (a que vuelvan al país capitales que fugaron impuestos, a la reaparición de la riqueza financiera pródiga que el estado sigue renunciando a gravar con impuestos) se juega una parte estimable del crecimiento futuro. Esa virtualidad es la que diferencia, dendeveras, a la burguesía nacional de la que se expresa en otras lenguas y se envuelve en otras banderas.
Todas las historias que se comentan, muy a vuelo de pájaro, en estas páginas, vaya si continuarán.

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