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“Un ámbito aislado donde el terror podía fluir”

Al procesar a quince represores, el juez Daniel Rafecas analizó el funcionamiento de los centros clandestinos y equiparó la detención en esos sitios con la tortura.

 Por Victoria Ginzberg

“Si al salir del cautiverio me hubieran preguntado: ‘¿te torturaron mucho?’, les habría contestado: ‘Sí, los tres meses sin parar’.” La frase es parte del testimonio del Miguel D’Agostino ante la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep) y resume, para el juez Daniel Rafecas, la tesis central del fallo con el que procesó ayer a quince represores: las condiciones de vida y muerte en los centros clandestinos de detención de la última dictadura eran por sí mismas actos de torturas. “Calificar ciertas formas de maltrato como meras técnicas de estrés o padecimiento y afirmar que determinados tratos severos son intrínsecos a la privación de la libertad, tanto como justificarlos por razones como el aseguramiento del cautivo, la necesidad militar o la lucha antisubversiva, implica recurrir a eufemismos que pretenden convertir en permisibles actos de tortura por el simple hecho de llamarlos de otro modo”, señaló el magistrado.
Tal como anticipó Página/12, Rafecas procesó ayer a quince represores, miembros de los grupos de tareas que operaron en los centros clandestinos El Atlético, El Banco y El Olimpo. Como en esos sitios, que funcionaron en diferentes épocas, actuaron las mismas patotas y fueron “mudados” los elementos de tortura y hasta algunas víctimas, el juez los analizó como una unidad.
En un extenso fallo –de 850 páginas–, el juez procesó a los policías Samuel Miara, Roberto Antonio Rosa, Julio Simón, Juan Antonio Del Cerro, Oscar Augusto Rolón, Raúl González, Eduardo Kalinec, Juan Carlos Falcón, Eufemio Jorge Uballes, Luis Juan Donocick, Gustavo Adolfo Eklund, el ex oficial del servicio penitenciario Juan Carlos Avena y los gendarmes Guillermo Víctor Cardozo, Luis Méndez y Eugenio Pereyra Apesetgui.
Además, dispuso embargos que van desde 500 mil pesos y 3 millones 500 mil –de acuerdo con la cantidad de hechos por los que fue imputado cada acusado– y la falta de mérito para el suboficial de la Gendarmería Arlindo Benito Luna. Pero sobre todo, el juez profundizó en las características y la “vida cotidiana” de los sitios en los que eran alojados los desaparecidos. Durante la investigación visitó, acompañado de sobrevivientes, lo que queda de El Atlético, El Banco y El Olimpo.

Colapso moral
Al analizar la existencia y funcionamiento de los centros clandestinos, el juez consideró que “la multiplicación de estos lugares por todo el país y su permanencia en el tiempo refleja la imagen del colapso moral de una sociedad y, a la vez, del fracaso del supuesto progreso civilizatorio de una nación”. Rafecas señaló, citando a Hannah Arendt, que esos sitios fueron concebidos “no sólo para degradar a los seres humanos y eventualmente eliminarlos físicamente, sino además para ‘transformar a la personalidad humana en una simple cosa’”.
Para fundamentar la concepción de la equivalencia entre la privación ilegal de la libertad y la tortura, el juez escuchó decenas de testimonios de sobrevivientes y analizó 161 casos de secuestros. En el escrito que firmó ayer, describió los diferentes tipos de padecimientos a los que eran sometidas las víctimas en El Atlético, El Banco y El Olimpo y enumeró: tabicamiento, supresión de la identidad (asignación de un número), engrillamiento, condición de cautividad en “tubos” o “leoneras” (celdas angostas y de tabiques bajos en las que las personas estaban con los ojos vendados y cadenas con candados en los pies), supresión de toda forma de comunicación humana, castigos permanentes, la ubicua amenaza de ser torturado o asesinado, escasa y deficiente alimentación, falta de higiene y progresivo deterioro sanitario, exposición a la desnudez y otros padecimientos de connotación sexual y la imposición de sesiones de tormentos físicos.
Como ya estableció la Conadep: “Desde el momento de su secuestro, la víctima perdía todos los derechos; privada de toda comunicación con el mundo exterior, confinada en lugares desconocidos, sometida a suplicios infernales, ignorante de su destino mediato o inmediato, susceptible de ser arrojada al río o al mar, con bloques de cemento en sus pies, o reducida a cenizas; seres que sin embargo no eran cosas sino que conservaban atributos de la criatura humana; la sensibilidad para el tormento, la memoria de su madre o de su hijo o de su mujer, la infinita vergüenza por la violación en público; seres no sólo poseídos por esa infinita angustia y ese supremo pavor, sino, y quizá por eso mismo, guardando en algún rincón de su alma alguna descabellada esperanza”.
La equiparación entre el secuestro y la tortura fue suscripta también recientemente por la Cámara Federal de La Plata al ampliar el procesamiento del ex director de Investigaciones de la Policía Bonaerense Miguel Etchecolatz. La aplicación de este nuevo criterio jurídico implica un agravamiento en la pena para los represores y hace menos difícil la tarea de recolección de pruebas, ya que en muchos casos no hay testimonios que indiquen con precisión que a una determinada víctima le aplicaron la picana, aunque se trataba de una práctica común en las cárceles clandestinas. Además, se vincula con una determinada forma de analizar y entender la metodología del terrorismo de Estado.
Rafecas también hizo alusión a la “especial brutalidad antisemita” de los represores de El Atlético, El Banco y El Olimpo. Entre varios ejemplos, mencionó a Mónica Brull, “quien fue torturada pese a ser ciega y estar embarazada de dos meses”. La mujer relató que la llevaron dos veces al “quirófano” y que recordaba que a los pies de la cama estaba Clavel y que los torturadores se ensañaban cada vez más con ella por dos razones: porque era de familia judía y porque no lloraba, cosa que los exasperaba. Clavel era el alias del comisario Rosa, uno de los procesados por este fallo, quien se hizo conocido al ser vinculado con el juez Norberto Oyarbide cuando fue denunciado por proteger a una red de prostíbulos.
Para Rafecas, si no se entendieran las condiciones de “vida” en los centros clandestinos como prácticas de torturas “se estaría contribuyendo a la equivocada idea según la cual lo único que omitió el poder militar fue un acto burocrático de puesta a disposición del Poder Ejecutivo nacional de los cautivos, cuando en realidad la ‘legalización’ no existía, porque de este modo se construía un ámbito aislado donde todo era posible, donde el terror absoluto podía fluir sin necesidad de dar noticia ni cuenta a nadie de lo que allí sucedía que, además, no era humanamente explicable ni por los propios protagonistas e ideólogos de la masacre”.
Finalmente, el juez analizó algunas características comunes de los centros clandestinos de la última dictadura y los campos de concentración del nazismo y utilizó una reflexión del sociólogo Zygmunt Bauman sobre la necesidad de buscar verdad y justicia que consideró apropiado aplicar a los crímenes del terrorismo de Estado: “Existen razones para tener miedo porque ahora sabemos que vivimos en una sociedad que hizo que el Holocausto fuera posible y que no había nada en ella que lo pudiera detener. Sólo por estas razones es necesario estudiar las lecciones del Holocausto. En este estudio hay mucho más que homenaje a millones de asesinados, que el ajuste de cuentas con los asesinos o la curación de heridas morales todavía ulceradas de los testigos pasivos y silenciosos. Evidentemente, ni este sentido ni otro, todavía más profundo, suponen ninguna garantía contra el retorno de los asesinos de masas ni los espectadores pasivos. Sin embargo, sin un estudio así, no sabríamos lo probable o improbable que sería ese retorno”.

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