Viernes, 23 de junio de 2006 | Hoy
EL PAíS › TRES MUJERES CONTARON LOS TORMENTOS QUE PADECIERON POR ORDEN DE ETCHECOLATZ
Nilda Eloy reconoció a su torturador en la pantalla de televisión después de casi veinte años. Ayer no pudo estar cara a cara con él, porque el colaborador de Ramón Camps dijo tener problemas de salud para presenciar la segunda jornada del juicio en su contra por delitos de lesa humanidad.
Las luces y los colores del barroco Salón Dorado de la Municipalidad de La Plata dejaron lugar ayer a las penumbras de los centros clandestinos de detención bonaerenses. Y a los gritos de los torturados. Y a la sed y el frío. Y al terror. En el juicio al ex director de Informaciones de la Policía bonaerense Miguel Etchecolatz, declaró la ex detenida-desaparecida Nilda Eloy que narró su paso por seis centros, en los que se encontró dos veces cara a cara con el ex subjefe de Ramón Camps. “Mientras iba avanzando uno se iba hundiendo. Habíamos perdido nuestro nombre, nuestra relación con el calor (adentro siempre hacía frío). Era como un túnel, donde todo estaba preparado para cosificarnos”, describió.
La imagen tenía reminiscencias del Juicio a las Juntas Militares: de espaldas al público, con su cabello largo y blanco cayendo sobre la silla, Nilda hizo un extenso relato a los jueces, en el que su voz se quebró por momentos. “Son demasiados años de silencio”, les dijo cuando le ofrecieron parar. En 1998 se acercó por primera vez a la Asociación de Ex Detenidos-Desaparecidos y declaró en el Juicio de la Verdad de La Plata. Ayer Etchecolatz no la escuchó. Tras negarse a declarar el martes, alegó problemas de salud para no asistir.
Nilda relató el operativo en el que la secuestraron el 1º de octubre de 1976, cuando tenía 19 años. “Irrumpió en la casa de mis padres una patota de más de 20 personas, que estaba al mando de Etchecolatz. El se quedó en el patio y daba las órdenes. Revolvieron todo. Me hicieron vestir y me sacaron en un auto, un Dodge celeste. Me pusieron una funda en los ojos y me tiraron en el piso del asiento de atrás. Etchecolatz iba en el asiento del acompañante”, contó. Los militares saquearon la casa y volvieron a los tres días a terminar de robar. “Un represor tuvo la deferencia de no golpear al perro. Le pidió a mi mamá que lo acobijara y la golpeaba a ella, porque el animal le daba lástima”, detalló.
“Fui conducida al centro clandestino La Cacha y torturada con picana eléctrica”, explicó, entre profundos silencios. “Al tercer día me levantaron y me dijeron: ‘Vas a hablar con el coronel’. El me dijo que ya sabían quién era, que estaba claro y que ‘te vamos a largar’. Reconocí que era la misma persona que daba las órdenes en mi casa. No sé si estuvo cuando me torturaban”, dijo. En los noventa, Nilda se reencontró con esa voz y ese rostro, ya envejecido, en la pantalla de televisión. “Me quedé paralizada cuando vi esa cara. Ahí supe su nombre: era Etchecolatz.”
“Al lugar concurría un sacerdote, que después supimos que era monseñor (Antonio) Callejas, que atendía a los familiares en la Catedral. Me hacía poner las manos adelante para poder pisarlas”, aseguró Nilda. Entre el público, otros sobrevivientes lagrimeaban y una de las madres de Plaza de Mayo se retiró del recinto a tomar aire para volver. “De ahí me sacan y me suben a un camión con lona, como los del Ejército. Paran y nos bajan en el camino. Nos hacen arrodillar. Ese fue mi primer simulacro de fusilamiento. Creo que fue un simulacro, pero no puedo asegurar que subieron todos los que bajaron”, contó.
“Del infierno no se sale”
Nilda relató su arribo al Pozo de Arana, donde se encontró con otras detenidas. Entre ellas estaba Emilce Moler, que ayer también testificó y señaló que había reconocido a Etchecolatz por su voz. “Me reconocieron como ‘Morticia’, porque tenía el pelo negro y largo como en la secundaria. Ser reconocida en ese lugar era como volver a la vida”, recordó Nilda. “Un supuesto médico nos manoseaba con la excusa de ponernos pancután”, afirmó. De allí las llevaron en un micro de línea a otro centro, que todavía no pudo reconocer, pero que podría ser El Vesubio. Allí conoció a Marlene Kegler Kugler, una estudiante paraguaya de origen alemán, que está desaparecida. “Tenía todavía las marcas en las manos y en los pies y en la espalda de haber sido crucificada”, contó. “Ahí nos sacaban a las mujeres, tenían una parrilla con techito donde se juntaban a comer. Y nosotras éramos el adorno. Por supuesto, no comíamos.” Luego vino un nuevo traslado, esta vez en dos autos. “Nos dicen que miráramos el camino porque íbamos al infierno. Y de ahí no se sale. Y fuimos al infierno”, dijo. El Infierno era el nombre que le daban a la brigada de Avellaneda, donde la encerraron en un calabozo de 1,5 por 2,3 metros con otro grupo de personas, que se turnaba para sentarse. “Cada cinco días, pasaban una manguera por la mirilla y una tenía que abrir la boca para tomar agua. La sed era desesperante. Cada 12 días nos daban algo sólido. Si éramos diez, podíamos comer dos cucharadas. Si éramos 30, una sola”, relató. En ese lugar, Nilda llegó a pesar 27 kilos.
“Allí descubrí por primera vez lo que era la ESMA. Los que llevaban a torturar a la ESMA volvían con algo menos de su cuerpo”, relató Nilda, quien recordó que a uno de los detenidos ya no le quedaban dedos ni en las manos ni en los pies. Dos o tres veces por semana había traslados. “Los hacían bañar, afeitarse y vestirse. Les decían que iban a ver al juez. Pero era domingo y no iban a ningún juzgado. Cuando volvía, la patota comentaba cómo había estado el ‘enfrentamiento’”, recordó. Se unieron en un grito cuando murió de inanición uno de los detenidos. Pero la guardia no vino. “Dejó el cuerpo dos días con un compañero”, afirmó.
Poco a poco, sus compañeras de cautiverio fueron sacadas. A algunas las volvió a ver; a otras, no. “Yo quedé como la única mujer para todo lo que se les ocurriera. Si para presionar a alguien, querían hacerle escuchar a su madre o a la hija torturada, me picaneaban para hacerme gritar y llorar”, contó. El 31 de octubre de 1976 Nilda salió del Infierno.
La llevaron a la comisaría tercera de Lanús, donde se encontró con Mercedes Borras, que también declaró ayer. Allí se enteraron de que Nilda era instrumentadora quirúrgica. “Nos traían cráneos y manos humanas para que los limpiáramos. Eran supuestamente para la hermana del inspector Moreira, que iba a estudiar medicina”, contó. Luego la blanquearon en la cárcel de Devoto, el 22 de agosto de 1977. “Todos estos lugares eran de funcionamiento policial. Todos dependían de la misma dirección”, concluyó Eloy. A su izquierda, la silla del acusado continuaba vacía.
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