Domingo, 25 de junio de 2006 | Hoy
EL PAíS › UN CAMPO DE CONCENTRACI0N EN EL CORAZ0N DE LA ARMADA
En la mayor base naval del país funcionó un centro clandestino. Treinta años después, mientras en Bahía Blanca y Punta Alta se ignora su historia, Página/12 publica por primera vez el testimonio de una sobreviviente.
Puerto Belgrano, anochecer del 24 de diciembre de 1976. Los guardias del centro clandestino deciden celebrar Navidad con un grupo de secuestradas. Son unos quince marinos. Hay vino abundante y vitel thonné de entrada. De fondo suena un tocadiscos a todo volumen. Las cautivas se sientan a la mesa con vendas en los ojos y grilletes en los talones. Por caridad cristiana les quitan las esposas. A medianoche los represores escuchan los petardos de Punta Alta, descorchan sidra y las obligan a bailar. Mujeres cautivas, con vendas y cadenas, obligadas a danzar con sus verdugos, soldados de la Armada Argentina que no ocultan sus carcajadas por la dificultad de sus víctimas para moverse en ese infierno. La tortura psicológica complementa a la física. Sólo dos mujeres sobrevivieron para contarlo y una murió tiempo después. La otra confiesa: “Cada Navidad me quiero morir”. Y por primera vez en treinta años acepta hacer público su testimonio.
Puerto Belgrano, a 30 kilómetros de Bahía Blanca, es el mayor asentamiento naval del país. Cuna de los conspiradores que bombardearon Plaza de Mayo en 1955, símbolo de persecución ideológica durante el último medio siglo, no parece casual que su historia permanezca inédita. A diferencia de otros emblemas del terrorismo de Estado como la ESMA (reinaugurada en Puerto Belgrano el mes pasado, ahora como E.S.A., Escuela de Suboficiales de la Armada) o la base de Mar del Plata, sobre los cuales existen infinidad de testimonios y represores identificados, nunca hasta hoy trascendió el relato de un sobreviviente de Puerto Belgrano. Tampoco la justicia parece cercana. Pese a la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de impunidad y tras una presentación de H.I.J.O.S. Capital como querellante, el juez federal Alcindo Alvarez Canale se excusó por su parentesco con un marino investigado y el conjuez Francisco Gros, elegido por el primero sin el sorteo que exige el Consejo de la Magistratura, lleva dos meses sin resolver un pedido de recusación en su contra.
En el pago chico apenas se sabe que en los días posteriores al golpe varios dirigentes peronistas fueron interrogados en el buque “9 de Julio”. Nada se conoce sobre otro barco, desmantelado, copado por ratas pero custodiado por marinos, que durante meses alojó a cautivos trasladados desde la ESMA y Mar del Plata. Mucho menos sobre el centro clandestino que funcionó en la séptima casamata (bóveda donde se guarda material bélico) de Baterías, la vecina base de los infantes de marina. Allí transcurre esta historia.
La foto de Evita
Martha Mantovani fue secuestrada en noviembre de 1976, en pleno centro bahiense, por una patota de marinos que ocultaron sus rostros con los cancanes de sus esposas. “Había caminado media cuadra desde la librería donde trabajaba cuando sentí un culatazo en la cabeza. Iba con mi hija y un muchacho, que quedaron paralizados. Me tiraron en el piso de un Falcon negro, me cubrieron con una manta y me pisotearon con borceguíes”, recuerda. Además de terror sintió risotadas y una botella de whisky que pasaba de mano en mano. Luego, capucha y media hora de viaje.
Al llegar a destino percibió un declive, una especie de cochera subterránea. “Me desnudaron y me llevaron a un corredor largo. Antes de sacarme la capucha encendieron una luz potente. Me hicieron abrir los ojos y entonces vi sobre una pared el escudo peronista, la foto de Evita y graffitis del ERP y Montoneros. Después volvieron a encapucharme, me colgaron con grilletes de los pies, cabeza abajo, y en esa posición me interrogaron durante tres horas.”
Al día siguiente reconoció la voz aterrada de Diana Diez, su compañera de trabajo en ENTEL y colaboradora de Cáritas, la otra sobreviviente de aquella Navidad. Ambas habían integrado un grupo de empleados que el añoanterior había desplazado al histórico secretario de la FOETRA local. “Diana lloraba y rezaba todo el tiempo, le decían ‘la virgenz’. Murió poco después de salir y declarar ante la Justicia.”
Desde el comienzo Martha supo que estaba en la base naval. “Por debajo de la venda pude ver las anclitas del escudo de la Marina de Guerra en los platos de lata, en los vasos, en los grilletes. También me dieron una ‘aspirina naval’, según leí en el sobre.” Reafirmaban su certeza las salidas al patio arbolado donde cada día se ensayaban simulacros de fusilamiento, o bien hacían parar a los secuestrados al sol hasta desvanecerse. “Era un espacio amplio, de arena gruesa, cascotitos y conchillas. Sentíamos el olor de los eucaliptos y el ruido de las hojas. Por el chillar de las gaviotas sabía que estábamos al lado del mar. Se sentía ruido de aviones, helicópteros y camiones. Pasaba un tren por la mañana y otro por la tarde.”
El edificio, dedujo pese a la capucha, tenía al menos tres niveles. “En el primero había un corredor largo. Al costado, boxes de paredes bajas, precarias, intuyo que levantadas sólo para separar a los secuestrados. Había una enfermería y, al costado de la galería, el baño químico con la ducha, una gran caja metálica que traían con un tractor. En el segundo se realizaban los interrogatorios y en el tercero se torturaba. A esa sala, donde aplicaban submarino y picana sobre un elástico de flejes, se llegaba por una escalera externa”, recuerda.
Misericordia dominical
A los caracteres comunes a la mayor parte de los centros clandestinos (secuestrados tirados en el piso, con esposas, grilletes y vendas), los represores de Baterías agregaron sus toques de distinción. Por ejemplo, la misericordia dominical: en la base de los infantes de Marina se torturaba todos los días excepto los domingos, tal vez por ser el día que la feligresía católica reserva para la misa.
Los distinguía también el esmero en confundir a los cautivos para que perdieran la noción del día, la noche y el paso del tiempo: “Al rato de dormirnos gritaban ‘a levantarse, es la mañana’. Después se reían, volvíamos a dormirnos y otra vez lo mismo. Pasaron treinta años y todavía no puedo dormir tres horas seguidas”.
Los guardias se intercambiaban los apodos para no ser reconocidos. Entre los interrogadores sobresalían Legui y Rubio, alias que ¿sólo en la ESMA? usaba Alfredo Astiz. Junto con Cacho (oficial culto con olor mezcla de perfume y tabaco fino), ambos tenían autoridad sobre el resto. Entre los torturadores se destacaban el Turco y Leona. “Los guardias eran unos quince y estaban siempre borrachos. Usaban alias como Jaime, Negro, Tierno, Laucha, García, Tornillo, Jimmy, Viejo, Pájaro y Carlitos. También iba un enfermero a limpiarnos las úlceras en los tobillos y a ponernos gotas en los ojos.”
Otra peculiaridad de Baterías fue que la música no se usaba para silenciar las torturas sino para amplificarlas. “Transmitían los gritos de los torturados por los mismos parlantes del tocadiscos, para que todos escucháramos.” La música día y noche fue una constante hasta el último día de cautiverio. “Recuerdo a los Quilapayún, a los hermanos Parra y un tema de Nino Bravo llamado ‘Libre’.” Esos discos eran parte del botín de guerra robado en la casa de Cora María Pioli, secuestrada días después de recibirse de profesora en Letras en la Universidad del Sur, aún desaparecida.
La tortura psicológica en manos de la Armada no tuvo límites, incluso con aquellos enemigos a quienes resolvieron dejar con vida. “Una mañana lluviosa que nunca voy a olvidar, un guardia leyó en voz alta los avisos fúnebres del diario y entre los fallecidos incluyó a mi padre. Nombró a toda mi familia, sabía los nombres. Cuando salí comprendí que era pura saña: mi padre estaba vivo.”
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