Domingo, 25 de junio de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
La preocupación por el medio ambiente se instaló en el Ejecutivo como tantas otras urgencias: de sopetón, implantada por la entrometida realidad. El conflicto por las plantas pasteras dejó en offside a un gobierno que estrenó la instancia de los Tribunales de La Haya mientras puertas adentro tiene un tendal de deudas ambientales. La jerarquización de la Secretaría de Medio Ambiente y el ofrecimiento a Héctor Polino buscaron una salida del laberinto por arriba y con un guiño a centroizquierda, lo que es también un clásico de Néstor Kirchner. Pero el socialista se subordinó a la orgánica de su partido y todo quedó en agua de borrajas. La decisión de la Corte Suprema sobre el Riachuelo viene a espabilar a otro poder del Estado, a proponerle una agenda más vasta, más reparadora, más previsible que la que elige (en su pulsión por el día a día) la administración Kirchner. Todo sucede en un momento político significativo, algo sobre lo que los cortesanos no hacen alarde pero que sin duda tomaron en cuenta.
Emplazar a tres gobiernos (nacional, bonaerense y porteño) y a una enorme cantidad de empresas de primerísimo nivel es una decisión de innegable impacto. El Riachuelo, por su ubicación y peso mediático, es el emblema elegido para predicar con el ejemplo. Este, sin duda, permeará sobre tribunales provinciales de menor rango que podrán ser más audaces en la materia bajo el paraguas protector de la doctrina que va sentando la Corte.
Varios fallos previos tuvieron igual designio: hubo tres referidos al régimen de seguridad del trabajo (en especial a la infaustas ART, pensadas sólo en función de la rentabilidad empresaria y no de los derechos básicos del trabajador), varios paliando los despojos consumados a jubilados por el gobierno menemista, incluida la anterior composición de la Corte. La sentencia “Bustos” sobre pesificación coqueteó en ese mismo rumbo, pero la disparidad de criterios y la falta de integración del tribunal dejaron el tema en un limbo que ya dura demasiado.
La Corte es un cuerpo colegiado de reciente formación que procura cambiar el modo de tratar los casos y de resolverlos. Más debate, más transparencia, menos dependencia del Ejecutivo, el tribunal se planta como lo que es, un poder del Estado. Con integrantes de probadas calidad, formación y honestidad, se va fortaleciendo como una herencia institucional que dejará el actual oficialismo. No son tantos los aportes institucionales del gobierno de Kirchner, acaso sólo tres: la política sobre derechos humanos, la Corte Suprema y las negociaciones sobre deuda externa, pública y privada. Sucesivos gobiernos, de igual o distinto signo, tienen un horizonte conocido de antemano. Se apuntalan así la previsibilidad y la calidad institucional que (en líneas generales) son un punto débil de la gestión Kirchner.
El gobierno nacional, que con firmeza instó el relevo de la vieja Corte, no es el que más celebra la creciente autonomía que exhibe el tribunal. Es bien posible, aunque nadie en la Rosada lo admitirá en voz alta, que esperara otro comportamiento del tribunal. Una inferencia sensata de los reproches que (en voz muy baja, eso sí) se escuchan muy cerca del Presidente es que Kirchner hubiera preferido que Raúl Zaffaroni, Carmen Argibay, Ricardo Lorenzetti y Elena Highton fuesen más permeables a los anhelos coyunturales del Ejecutivo, que fueran más funcionales a sus tácticas. Por usar una comparación coloquial, quizá suponía que ellos debían (por convicción, no por presión ni por sobornos) plegarse a las líneas maestras del Gobierno como lo hicieron varias dirigentes de organismos de derechos humanos. Es bien verosímil que eso haya pensado el Presidente en su momento, pero es cabal que no hizo ni intentó ningún pacto en ese sentido con los cortesanos. Siendo Kirchner un político astuto, sabía que se movía sin red, apostando a un escenario que no le estaba garantizado. Y asumió el riesgo, lo que habla a su favor, pues privilegió higienizar la Corte a abrochar su relación con la nueva integración. Tomó riesgos y el resultado es más satisfactorio para el sistema político todo que para las ansias tácticas de su gobierno, saldo que no está nada mal.
En el caso del Riachuelo la Corte le impone tiempos al Ejecutivo, le “hace agenda”, algo que incordia bastante a Kirchner. Pero así son y serán las cosas. La Corte le resultó a Kirchner una suerte de hijo díscolo. Para nada un renegado del mandato original pero sí un reintérprete convencido y con criterios propios. Más allá de errores, de límites personales y de carencias de liderazgo interno, la Corte Suprema trascenderá al actual oficialismo y será uno de sus mejores legados. En parte lo logrará haciendo renegar a quien tuvo el doble mérito de imaginarla y transformarla en realidad..., pero la quería un poquito diferente.
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