Miércoles, 18 de octubre de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
Es difícil elegir una sola escena como la más patética de las de ayer. Puesto en ese brete, el cronista se inclina por los abrazos de los organizadores del acto en torno del féretro, después de las tres recidivas de violencia futbolera, como si nada hubiera pasado. Eran guionistas e intérpretes de ese libreto y se aferraron a él como autómatas, como si nada hubiera pasado, como si nadie hubiera visto.
También fue notable el desfase entre los discursos de Hugo Moyano y de Gerónimo “Momo” Venegas en medio de la refriega, con una carencia de reflejos que revivió la de Lorenzo Miguel en la cancha de Vélez, en la campaña electoral del ’83, cuando se empacó en seguir hablando, tapado por los chiflidos de miles de peronistas.
En un plano menor se ganaron el bronce de la machietta las declaraciones de Antonio Cafiero, quien comedido a explicar el escándalo retrucó con un arcaísmo, evocando el asesinato de Darwin Pasaponti. Pasaponti murió en las calles porteñas, otro 17 de octubre hace 61 años. Es un tiempito, más que los 32 años largos que lleva muerto Juan Domingo Perón, sobre quien algunos vivos alegan que sigue vivo. “Es el conductor de los argentinos”, sintetizó José Luis Lingeri, cuya praxis en las últimas décadas lo hizo plegarse a otras conducciones tácticas, las del presidente peronista de turno.
La discordancia entre el discurso y los hechos fue anterior a los incidentes. El anacronismo integraba el código genético de la convocatoria, que pretendía vampirizar la memoria de quien fuera elegido tres veces presidente por el voto popular, un honor superior al de haber revistado como general.
Dicen en Palacio que el Presidente siempre cuestionó la movida y que advirtió desde el vamos a Moyano que era un error. Lo disuadió sólo en parte, evitando que el ataúd fuera trasladado a pulso, una sobreactuación que hubiera insumido tres días. Agregan allegados a Néstor Kirchner que se trataba de una jugada que también buscaba incordiarlo, forzarlo a ponerse sin más la camiseta peronista, desbaratando el ejercicio de complejizarla y resignificarla que ensaya el Presidente. Esa versión, más que verosímil, no excusa al Presidente por aceptar el envite. Y mucho menos lo despega de quienes son sus aliados: Moyano, Lingeri, Andrés Rodríguez, algunos de los que se abrazaban en el mausoleo, mientras afuera volaban los palos..., frase que suena a chicana pero es pura descripción.
En la excitación de la transmisión en vivo, la señal TN tuvo un acierto de edición, que fue callar las voces en off mientras la cámara mostraba la batalla campal y el Himno Nacional resonaba por encima de la refriega. El efecto rememoraba la escena de Good Morning Vietnam, que amenizaba escenas bélicas con el tema “A Wonderful World” en la voz de Louis Armstrong. El resultado era similar, un subrayado de la irrealidad que se estaba viviendo, por tevé, en directo porque estamos en el siglo XXI, detalle que muchos protagonistas parecen desdeñar.
La primera pregunta: Dos preguntas se reiteraban en la Casa de Gobierno. La primera era por qué Kirchner –cuyos radares siempre están encendidos para detectar lo “que quiere la gente” y lo que la aleja– “compró” un evento que apestaba a naftalina, a mala fe, a apropiación del pasado. Y por qué, desconfiado como es, lo compró llave en mano. Las hipótesis más sensatas se hacían cargo de la cuerda floja que pisa el Presidente con el peronismo real, que es la base de su coalición de gobierno. La segunda, que nadie dice en voz alta, es que tal vez Kirchner se engolosinó con lo que podría haber sido el acto, con la imagen congelada ayer a las tres de la tarde: un día de solcito, miles de personas en la calle, el fervor popular, la leyenda que continúa.
Por lo que fuera, el Presidente se equivocó, emparentado con aliados cuya imagen pública poco puede deteriorarse porque ya es bajísima. No es el caso de Kirchner, lo que duplica el desagio que sufrió ayer, originado desde sus propias filas.
La segunda pregunta: La segunda pregunta que se formulaba, con distintos énfasis, en la primera línea del oficialismo es si el desmadre de la movilización era doloso o culposo. Esto es, si las golpizas y los tiros fueron consecuencia de la brutalidad de algunos concurrentes o de un designio de sus organizadores, una cama armada para el Presidente.
El diputado Carlos Kunkel fue el primero en argumentar que “volvió el matrimonio Duhalde”, imputándole una acción deliberada. No se puede dar por desbaratada una sospecha cuando recién se han producido los hechos, pero la impresión primera de este cronista (con la que concuerdan funcionarios nacionales y provinciales de alto nivel) es que la violencia fue consecuencia de una serie de factores imputables a sus organizadores, pero no de su voluntad de armarle un escenario nefasto al Presidente. La carencia de intención no exime de responsabilidad. Tampoco propone que los enfrentamientos fueron hijos del azar, sino que derivan del modo y de las gentes que suelen movilizar los jefes sindicales involucrados. “Ya casi no llevan afiliados o laburantes comunes. Salen con puro aparato, puro barrabrava, puros matones”, dice un integrante del gabinete nacional, conocedor del paño.
Muy cerca de Felipe Solá y de León Arslanian, un funcionario bonaerense disecciona el fenómeno: “La experiencia de estos años comprueba que las máquinas sindicales no pueden garantizar la seguridad de los actos. Las organizaciones sociales armaron miles de cortes de ruta. ¿Cuántos incidentes, cuántos heridos hubo? Los actos sindicales, en cambio, casi siempre terminan con goma. Los que manejaban ayer la organización eran improvisados totales. Y los dirigentes fueron irresponsables, se ne fregaron de lo que pasaba, cerraron sus celulares durante la caravana, no atendían llamadas de la gobernación”. Furioso, el confidente agrega desde La Plata: “Arslanian les pidió a Moyano y al Momo que suspendieran el acto o que, al menos, evitaran los discursos, pero los tipos siguieron adelante”.
Goles en contra: “Ojo con Arcuri, que jugaba su propio partido. Ojo con Graciela Giannettasio, que quiso convencer a Felipe de ir al palco cuando todo era un desastre”. En algunos pasillos de la Rosada, la hipótesis del complot paga unos boletos a ganador.
Otros oficialistas optan por ver la viga en el ojo propio. “Pasamos la huelga del Garrahan, la de los subtes, las marchas piqueteras sin reprimir, las elecciones del año pasado sin escándalos. Y en una semana nos hacemos dos goles en contra, en el Hospital Francés y en San Vicente”, meneaba la cabeza una prominente figura del Gobierno. Los goles en contra valen lo mismo que los otros y, en algún sentido, deberían enseñar más. Las teorías conspirativas, que sobrevivían al cierre de esta edición, son confortantes pero usualmente engañosas.
Remembranzas: Cualquier diálogo de estas horas incluye la remembranza de Ezeiza y rescata aquello que la historia se repite, la primera vez como tragedia, la segunda como parodia. La asociación es ineludible, aunque para ser certera no debería extremarse. En Ezeiza la violencia fue una herramienta utilizada para dirimir un conflicto político. Las lecturas de época son controversiales y ahora pueden parecer delirantes, pero lo cierto es que los bandos estaban claros y la apelación a la pólvora era un recurso.
Una primera ojeada sobre San Vicente sugiere que la escena habla más de la situación cultural y social de la Argentina que de su lógica política. Miles de movilizaciones se realizan en este suelo, con objetivos precisos y en muchos casos desafiantes, sin que brote la violencia patoteril, de cancha, que se vio por la tele. Más allá del visible tirador filmado en detalle, los que pelearon (por suerte cabría añadir) lo hacían a puño limpio o con piedras o palos. No portaban armas, no daban la sensación de estar pertrechados para la pelea.
Seguramente un primer sesgo del debate cargará en la mochila del peronismo, tout court, lo patético y lo brutal que se vio en la quinta-museo. Lo patético le concierne en un ciento por ciento. Lo brutal se repite todas las semanas en casi cualquier cancha, no en nombre de la patria peronista o la socialista sino de Claypole o Villa San Carlos. O en cualquier esquina donde un colectivo roce a un motoquero. Una violencia transida, incontenible y acumulada forma parte de la realidad cotidiana, en especial cuando convergen ciertos núcleos de marginales. Un acto político masivo la congrega, la exacerba, posiblemente no la explica.
Volviendo a la política, valdría la pena agregar que la instalación de los restos de Perón en un lugar histórico debió ser una tarea del Estado y no de una central gremial, mucho menos de una ONG de imprecisa tipificación como son las 62 Organizaciones. Prendarse de la frase “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino” y luego privatizar el homenaje es otra de tantas incongruencias patéticas puestas en evidencia en un 17 de octubre que será memorable por sus peores contingencias.
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