Domingo, 8 de abril de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
Ha sido desamparado por sus aliados recientes, se chimenta que su delfín a gobernador, Jorge Sapag, se despegará de él para mantener sus chances en las elecciones provinciales de junio. Jorge Sobisch dobla la apuesta y “da la cara”. Hizo declaraciones ante medios escritos nacionales y neuquinos. Su contragolpe, en el que resplandece la falta de menciones o de disculpas a las víctimas, es una pinturita. El gobernador intenta liderar a quienes equiparan una movilización con un hecho de violencia y justifican la barbarie para reprimirlas.
No es el primero que dice tamañas cosas, ni siquiera en esta Pascua infausta. Cabe reconocerle un desparpajo infrecuente para sincerar su escala de valores.
Miente un poquito, más vale. Invoca haber enfrentado a “una protesta sindical (que) puede cortar las rutas y puede atacar su casa”. No rememora ejemplos cercanos de ataques de militantes o trabajadores a viviendas particulares. No los hubo el miércoles, no se veían laburantes armados, sí muchas maestras.
Sería, por el contrario, sencillo refrescarle la existencia (en su provincia o en otras) de ejemplos de policías aleccionados por el poder político que mataron militantes populares, no sólo durante la dictadura, también en la etapa democrática.
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Le faltó aludir, ya lo hará, al sonsonete de que los derechos de uno terminan donde empiezan los de los demás. Una simpleza insigne, que reniega de la complejidad y dialéctica de los intereses sociales y los parangona con un Lego que encastra de pálpito. Los derechos no encastran, sus límites son móviles, están en tensión. Todo conflicto de intereses es un conflicto de derechos. Claro que hay jerarquías, pero no son estáticas. Determinarlas no está preescrito, pues depende, entre otras variables, de la contingencia histórica y de la ideología del intérprete.
El derecho de expresión, el de trabajar, el de reclamar a las autoridades, el derecho de propiedad de los trabajadores (los que reivindican los manifestantes) son valores altísimos, aunque el gobernador no los evalúe así, obsesionado por el derecho a transitar el territorio, también de rango constitucional.
Pero, aunque Sobisch parece no reparar en eso, el derecho a la vida es un valor superior.
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Tanto se ha mentido o distorsionado en estos días, en que hay que subrayar lo evidente. Un trabajador, un docente, fue masacrado por una policía brava que traducía a su modo directivas del gobierno neuquino. Es posible que las haya interpretado desmesuradamente, que se esperara de él una brutalidad más contenida. Pero, verosímilmente, no entendió mal la consigna, sino que (valga la expresión que tiene su historia) “se excedió”. Si con el docente ya muerto Sobisch porfía en demonizar a los docentes y aun a la víctima, qué cabe suponer que pensaban sus agentes del orden en plena refriega.
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A no mezclar los tantos. Ni el reclamo ni la discusión paritaria ni el modo de protesta deberían estar en el primer lugar de la agenda de estos días.
Parangonar, de modo explícito o tortuoso, un homicidio cometido por un agente estatal con una protesta social es una operación perversa.
Aludir a la violencia de los manifestantes como causa o pretexto o detonante del crimen es una definición ideológica (una visión del mundo) digna de tomarse en cuenta.
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El profesor Carlos Fuentealba fue baleado desde atrás, con alevosía, el miércoles. El jueves La Nación concedió al tema un título secundario de tapa. La volanta superior decía: “Jornada de violencia”. El título expresaba “Anuncian un paro docente tras choques con la policía”. Y el copete remataba: “En Neuquén, un maestro está muy grave”. La huelga, la “violencia”, son centrales. La causa determinante del estado grave del maestro es burdamente escamoteada. Editar y editorializar son conceptos afines. Quien titula sincera sus prioridades.
Sobisch habla en concordancia.
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Con menos técnica, el mensaje es repetido por muchos labios. “Hay crispación.” “Hay un aumento excesivo.” “Una política electoralista.” Camuflándose con aires de imparcialidad, muchos periodistas clavan su mirada en la conducta previa de la víctima, como en los buenos tiempos. No dicen “en algo andaría” porque es piantavotos, pero le pasan cerca.
Las víctimas dejan poco margen, no huelen a pólvora, no integran organizaciones guerrilleras, pero la verdad es lo de menos para quienes se sienten en guerra.
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Sería una necedad establecer un ranking de regresiones horribles ocurridas desde 1983. Pero se pueden marcar algunos hitos nefastos, muy evocativos del terrorismo de Estado. Quizá tres fueron los más graves o más determinantes: el asesinato de José Luis Cabezas, la represión del 20 de diciembre, los homicidios de los jóvenes piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Entre todos ellos, quizás el de Puente Avellaneda fue el más semejante al pasado, porque la zona liberada para la barbarie policial fue predispuesta desde la cúspide del gobierno de Eduardo Duhalde. El reflejo del entonces presidente, adelantar su salida y los comicios, registró el advenimiento de un nuevo tope histórico, en un país donde el crimen político fue una constante. Derramar sangre es un límite a la carrera de un político. Un límite desmesurado, horrible, pero infranqueable.
Sobisch debió tenerlo en cuenta, antes de tratar de validarse como un prócer de la mano dura.
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El gobernador ya habló en público un día después del crimen. El registro que eligió no fue el del león herido, por el que optó ayer, sino el de un jefe de familia compasivo, pero firme. Explicó que no buscaba evitar el corte de rutas sino acordar un traslado y que no fue oído. Quiso reinterpretar un clásico del cine costumbrista nacional, el del tío bonachón que trata de poner dique a las travesuras de sus sobrinos descarriados. La cara no lo ayuda, su gestión tampoco.
La represión se desató sin autorización ni presencia judicial, porque su propia legislación se lo permite cuando “esté amenazado el orden público”. Adivinen quién determina la existencia de esa amenaza. Esa remake patagónica de un orden militar, una suerte de ley marcial mitigada, es un detalle coherente dentro de una normativa retrógrada que Sobisch viene imponiendo. Una cientista social, María Esperanza Casullo, la radiografía con claridad en el blog La barbarie al que vale la pena darle una ojeada.
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Dos garantistas de la talla de Ramón Puerta y Mauricio Macri lo negaron tres veces. Pero las encuestas, dicen en su torno, no le dan tan mal. Vaya uno a saber cuál es cálculo que hizo Sobisch tratando de ganar terreno en un momento desaconsejable. Como fuera, quedó a la vanguardia de una corporación política que dio pena en estos días.
Es un tópico socorrido reclamar políticas de Estado y es de buen gusto mencionar, en ese contexto, a la Moncloa. Ahora bien, una política de Estado obliga al esfuerzo de poner entre paréntesis (o moderar, como poco) la competencia partidaria. Y deponer faccionalismos, de modo acotado (de lo contrario se abolirían la democracia y el pluralismo), ante cuestiones de extrema gravedad. El crimen político debería ser uno de ellos, lo ha sido en otras latitudes (en España, ya que estamos) o en otros momentos de la política nacional. Acá y ahora, cada cual atendió su mezquino juego, que seguramente terminará dando suma negativa para el conjunto.
Sobisch huye, fiel a sí mismo, al frente de ese pelotón.
Los secretarios generales de la CGT, Hugo Moyano, y de la CTA, Hugo Yasky, fueron más atinados y más pertinentes. Sus cuitas intestinas vienen de largo pero la representatividad que ejercen los compelía a superarlas, en mérito de la cruel contingencia. Estuvieron a la altura del momento con firmeza que no excluyó un mensaje al Gobierno por su política económico-social pero que colocó en el cenit lo más importante. No les faltó sutileza, expresada en la visita del camionero al local de Suteba, el sindicato de Yasky.
Hicieron lo que debían hacer y, con ese mínimo lauro, se distanciaron muy por delante de la mediocridad general.
Sobisch, a su manera generoso, les ha dado otra oportunidad a quienes, desde la política o los medios, menoscabaron la gravedad de un crimen político. Habrá que ver si su flagrante salvajismo recibe las respuestas que merece o si, otra vez, prima la pobreza ambiente.
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