EL PAíS › OPINION

BASES

 Por J. M. Pasquini Durán

Cuando surgió el fenómeno en Estados Unidos fue llamado “sindicalismo salvaje”, por oposición al “domesticado”, estructuras muy burocratizadas y verticales, de estrechos vínculos con el bipartidismo gobernante (sobre todo con los demócratas) a tal punto de que en las elecciones generales se pronunciaban en público a favor de alguno de los candidatos en competencia. En Argentina, hay que retroceder a fines de 2004 y el primer semestre de 2005 para encontrar las huelgas más impactantes organizadas por cuerpos de delegados “autoconvocados” en ferroviarios, sanidad, subterráneos, petroleros, municipales, frigoríficos, docentes y otros. Al frente de estos movimientos de base aparecían militantes sindicales de izquierda, algunos con inserción orgánica en partidos tradicionales del trotskismo y variantes parecidas, al lado de peronistas combativos que venían de la oposición al menemismo y que, en parte, luego se inclinaron hacia el arcoiris del kichnerismo. Lo único que no tolera esa realidad es el etiquetado fácil o simplón, en especial la mirada que todo lo divide en blanco o negro, adjudicándoles a sus luchas segundas o terceras intenciones que casi nunca se merecen.

Hay dos características que delimitan sus conductas. Aunque no siempre reconocen la autoridad vertical de las conducciones gremiales, tampoco se alejan de la organización sindical que los contiene. Los trabajadores de subterráneos, que ayer cumplieron un paro de todo el día pese a las órdenes en contrario de la cúpula de la UTA, siguen afiliados al gremio pese a las discrepancias en momentos determinados. De este modo, conservan la tradición del sindicalismo nacional que se funda en los cuerpos de delegados por empresa, pero a la vez ejercen sus mandatos con una dosis alta de autonomía.

La segunda característica es que sus decisiones emergen siempre de asambleas plenarias, las que deben aprobar también cualquier acuerdo con la empresa, de tal manera que sus poderes delegados sean refrendados durante el tiempo de mandato entre elecciones. Hacen efectiva así la democracia participativa, pese al riesgo que supone la constante deliberación en asamblea, donde puede pasar que los términos de la reflexión sean alterados por agitadores o demagogos de ocasión. Por lo pronto, ese método deliberativo retarda la decisión y, más de una vez, la dificulta debido a la pluralidad de opiniones, pero en compensación cuando logran el consenso mayoritario es lo mismo que estampar los acuerdos en piedra.

El método, por supuesto, tiene simpatizantes y detractores. Estos últimos opinan que la fragmentación de la disciplina sindical termina por deteriorar la capacidad de influencia del movimiento obrero en las políticas públicas de mayor alcance, dado que las cúpulas no están en condiciones de garantizar acuerdos ante sus interlocutores, sean gobiernos o empresas. Sin embargo, la experiencia internacional sobre la libertad sindical –en cuyo nombre la CTA reclama la personería legal que le permitiría negociar convenios o leyes de acuerdo con el principio de la representatividad– parece demostrar que la unidad vertical forzada termina por alejar a la mayoría de los trabajadores de la vida activa en sus organizaciones sindicales. Los movimientos de base son experiencias de búsqueda, es cierto, pero eso no invalida su legitimidad en una época en que todas las fórmulas de representatividad están sujetas a revisión.

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