Jueves, 21 de junio de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Unión de Trabajadores de la Educación UTE-Ctera Capital
La campaña electoral para jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires nos lleva a preguntarnos por el significado de una frase que, a fuerza de repetición, se pretende naturalizar. Dos palabras, incansablemente reproducidas día a día, se han convertido en la muletilla de respuesta a todo intento de debate, de crítica, de expresión de ideas e identidades. El slogan de la supuesta “campaña sucia” se ha transformado en una coartada para eludir toda discusión y toda responsabilidad por las acciones pasadas, los intereses presentes y los futuros posibles de quienes pretenden administrar lo público. Por eso es necesario profundizar la reflexión sobre este elemento que pone en riesgo el sentido fundamental de la democracia.
En primer lugar, la indiferenciación absoluta deteriora el significado de las palabras hasta hacerlo desaparecer. Es decir, si todo es campaña sucia, nada lo es. En el esquema que propone el slogan es indistinto realizar una denuncia falsa que una verdadera y probada; es lo mismo hablar de la vida privada de un candidato que de su pasado como funcionario; identificar los intereses que representa una fuerza política es idéntico a agraviarla. Este discurso instala como válida una única y hegemónica forma de hacer política: vender el producto-candidato como si se tratara de una marca de sopa instantánea. Para esto necesita prohibir todo aquello que no sea un recitado de propuestas vacías. De esta forma, la campaña debiera ser algo más o menos así: Un candidato dice “Yo soy bueno”, el otro contesta: “Yo también lo soy”. Uno afirma: “Mejoraré el transporte”. Y el otro: “Yo lo haré también”. El primer candidato propone: “Educación y salud de calidad” y su contrincante, en un supremo esfuerzo del debate: “Calidad para la salud y la educación”. Cuando un candidato o una fuerza política, como ocurre hoy en nuestra ciudad, se separa de estos preceptos es confinado a rincón de los que hacen campaña sucia.
Los trabajadores de la educación dimos públicamente y en base a información veraz nuestras razones para rechazar las propuestas del candidato de Pro, Mauricio Macri. Fuimos acusados en un programa televisivo por ello. ¿Cuál fue nuestra campaña sucia? Decir que votó en contra del traspaso al sistema estatal de jubilación, señalar que se opuso a la Ley de Financiamiento Educativo o, entre otras cosas, mencionar su rechazo a la de Educación Sexual. Entonces, el libro de sesiones de la Cámara de Diputados es un compendio de acusaciones espurias. Denunciar que los referentes en educación de Pro son los mismos que aplicaron en San Luis una forma encubierta de privatización educativa es, según el slogan, insultar y agraviar.
Siguiendo su razonamiento, en la historia argentina, cada vez que un político demostró dignidad en sus posiciones cayó en el juego de la campaña sucia. La hizo Lisandro de la Torre al denunciar la Década Infame, la hizo Perón al diferenciarse del embajador norteamericano Spruille Braden, la hizo Rodolfo Walsh en la Carta Abierta a la Junta Militar, y antes y después de ellos la hicieron todos los que intentaron que las opciones políticas respondieran a un debate de ideas y proyectos más que a la mera publicidad.
En términos de campaña electoral esta concepción implica el reemplazo de los argumentos por el marketing. Pero aún así, este rasgo no es el más grave de la prohibición ideológica. Sin confrontación de ideas e ideologías no hay política posible. Un escenario tal quiere decretar la muerte de la política. Hay quienes, frente a la creciente deslegitimación de esta palabra, no se preocuparían demasiado. Sin embargo, es necesario aclarar que, si desaparece lo político como forma de tomar las decisiones públicas, hay otros poderes fácticos, corporativos, empresariales que decidirán en su provecho los destinos colectivos. Si no decide la política, lo hacen los negocios, y peor aún, los negocios sucios.
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