Domingo, 8 de julio de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Los errores no forzados del Gobierno, principal recurso de la oposición. Las explicaciones de Miceli, sus carencias políticas. La crisis energética, un debate demasiado interesado. La audacia del Presidente, su lógica. La fe del Gobierno, la apuesta compartida de sus adversarios.
Por Mario Wainfeld
La inminencia de las elecciones magnifica todo, nadie debería sorprenderse u ofenderse por eso. Los aciertos o tropiezos del gobierno se ponen bajo la lupa, máxime cuando éste prima en la intención de voto. Los distintos partidos de la oposición convergen mínimamente, todos apuestan a la misma baraja, que es llegar a la segunda vuelta. Hasta ahora parecen encaminarse a lo que sería una interna abierta en los hechos, con la aspiración compartida de impedir que el oficialismo alcance las mayorías exigidas por la Constitución. Su accionar no es muy lucido, la fragmentación tal vez imante algunos votos pero conspira contra la constitución de un challenger sólido. Pinta que habrá cuatro o cinco fórmulas bregando por sumar el 60 por ciento más uno de los sufragios válidos o hacer piruetas para frenar a Cristina Fernández si ésta queda entre el 40 y el 45 por ciento.
La agenda opositora es mediática y denuncista, con puñados de pimienta apocalíptica: la bolsa de Felisa Miceli, el affaire Skanska, la crisis energética. Nadie debería ofenderse demasiado, es la mejor táctica cuando el gobierno domina la escena.
Lo que no debería ofender a nadie pero sí sorprender a muchos es cuántos errores comete el Gobierno, involuntario aportante al clima de euforia de quienes (pese a todo) lo corren muy desde atrás. Néstor Kirchner fue el dueño de la agenda pública durante años. En el momento en que propuso a su candidata el debate cotidiano se nutre de issues que lo debilitan, surgidos de su propio riñón. Felisa Miceli fue la principal aportante al acervo discursivo opositor en estos días, Guillermo Moreno siempre suma.
En ese contexto resalta aún más la audacia del paso al costado de Kirchner. Renunciar a la reelección, cuando se tenían todas las de vencer, es una jugada asombrosa. La intención, claro, es conseguir que Cristina retenga los votos que tendría el presidente. Tiene su lógica pero es arriesgada, máxime por el momento en que ocurre. Mucho se ha dicho y mucho se dirá sobre la movida, incluso que se trata de una taimada maniobra para pervivir hasta 2015. El problema es que el 2015 se pierde en el horizonte fugitivo, que sin 2007 no hay 2011 que cuente y que para el 2007 los libros indicaban otra cosa. Kirchner conoce la bolilla uno de los manuales de política (que aconsejaba hacer lo obvio y no innovar) pero prioriza su observación costumbrista de la opinión pública: nadie sobrevivió a un segundo mandato en la Argentina. El hastío ciudadano funciona a plazo fijo, tendencia acentuada en este siglo, nacido bajo los auspicios de las jornadas de 2001.
Un segundo punto, que le hace favor a Kirchner, es asumir que él mismo no capacita para hacerse cargo de una segunda fase de su acción de gobierno, lo que (bien leído) abarca una autocrítica implícita a lo que hoy se está haciendo.
A todo o nada juega el Presidente, no es la primera vez. Hasta ahora le salió bien, así que adelanta todas sus fichas, un pozo nada despreciable, jugando a doble o nada. Confía en “la gente”, en que a la hora de optar pondrá en el platillo más pesado de su balanza los adelantos logrados, la solidez de la situación económica y los logros en materia laboral y social. Son buenas credenciales en medio de una temporada con clima hostil en lo político y en lo específicamente meteorológico.
Errores y delitos
La ministra de Economía hizo su aporte a la polémica. La sonada bolsa con dinero se transformó en una bola de nieve, no podía ser de otra manera en un país con prensa pluralista y en campaña. Puesta en un brete difícil de justificar, Miceli lo explicó muy flojamente y, para colmo, tarde. Sus alegaciones, vertidas ayer en tres diarios, pueden tener fuerza en tribunales pero son endebles en el ágora política. En la Justicia rige la presunción de inocencia, en la valoración de los políticos impera el proverbio sobre la mujer del César. Las presunciones tienden a invertirse, lo que determina el desprestigio de Juan Carlos Blumberg o el desgaste que aqueja a Miceli.
Expresar que se cometió un error pero no un delito no absuelve políticamente a un ministro. No delinquir está por debajo del piso de conducta que le es exigible. Pero lo que lo hace viable es aportar a la acción de gobierno y cometer la menor cantidad de errores posible. Los errores son la unidad de medida de la utilidad de los ministros. Queda expuesto a debate cuál es la magnitud del asumido por Miceli.
La ministra denuncia que tiene adversarios de fuste que quieren hacerle morder el polvo, para perjudicar al Gobierno. Y sugiere que la fuente de la información surgió de esos sectores. Ambas hipótesis son verosímiles pero no alivian su responsabilidad. La data suele ser operada por personas interesadas, lo que obliga a chequearla con cuidado pero no influye en su importancia. Nadie plantó la bolsa en el despacho de Miceli, el incordio fue autogenerado. Bucear en el origen de la información para descalificarla (una praxis clásica de los políticos) es un atenuante débil.
Puesto en situación, el Gobierno está frente a una encrucijada en la que se cruzan dos caminos de cornisa. Sostener a la ministra contra viento y marea, como viene haciendo con Moreno, o pedirle la renuncia. En cualquiera de los dos mermaría su capital simbólico. Confidentes del presidente cuentan que él cree en la honestidad de la ministra y en sus explicaciones. No hubo tanto consenso con su silencio inicial, tanto que Alberto Fernández la instó a hablar. Las respuestas, evalúan en Palacio, no fueron felices pero eso revela inhabilidad mas no mala fe. La intención transmitida entonces es hacerse cargo del desagio de prestigio general manteniendo a Miceli.
Para la oposición el episodio es como maná que llueve del cielo sobre el desierto.
Una breve intervención
La magnitud de los intereses comprometidos en la actividad energética obliga a poner bajo la lupa la credibilidad de las argumentaciones. No es sencillo desentrañar cuánto hay de saber técnico, cuánto de profecía sensata, cuánto de anhelo y cuánto de lobby en cada narrativa. Las privatizadas abogan por aumentar sus tarifas, la oposición sueña con un colapso, el Gobierno defiende todas sus acciones y niega hasta la pertinencia de la palabra “crisis”. Las inclemencias climáticas y el calendario electoral exacerban las posiciones.
Internas que llevan larga incubación se ponen al rojo vivo. Daniel Cameron, el secretario de Energía, es mentado como un favorito de Cristina Kirchner para suceder al ministro Julio De Vido. Cameron es ungido por el sector empresario como un conocedor del área. Y es, dentro del oficialismo, quien más ha bregado por cambiar la política tarifaria. Esa postura, a decir verdad, supo llegar más arriba en la escala jerárquica: De Vido también la defendió años ha para abandonarla por imposible en los últimos tiempos, a sabiendas de que el Presidente nunca quiso saber de nada.
En ese panorama de intereses e internas que ven llegar la hora de una batalla decisiva se inscribe la fuerte irrupción de Moreno en la empresa Metrogas. El hiper-poli secretario presionó exigiendo un desplazamiento en la cúpula de la empresa. Su director, Roberto Brandt, debió pedir licencia por quince días pero todo induce a suponer que pronto habrá un alejamiento.
Sobrevoló la versión de una intervención de la concesionaria, que jamás tuvo cuerpo escrito. Moreno es poco proclive a cumplir las reglas burocráticas basales del estado moderno.
Las versiones son, desde luego, muy polarizadas. El Gobierno no hizo pública la suya pero la filtró por conductos informales. Habla de una actitud obstructiva, cuando no conspirativa, de varias empresas del sector. Atribuyen a mala fe que Metrogas haya cortado el suministro a consumidores industriales. La sospecha es que retacean el fluido para acentuar artificialmente las dificultades y sacar tajada. Moreno en base a esa teoría reprochó duramente y de cuerpo presente a importantes directivos de Metrogas.
Del otro lado del mostrador creen que el Gobierno lanza fuegos artificiales, puramente efectistas para disimular las carencias y culpabilizar a terceros. Y añaden que discriminan mal las responsabilidades de esos terceros pues el núcleo del problema no son las transportadoras, que no escatiman nada. El intríngulis está en el gas que se inyecta, que es poco. Alegan que los cortes a grandes consumidores fueron autorizados por el Comité de Emergencia, único ente oficial al que reportan cotidianamente. Ponen en duda la legalidad de la intervención que agitó el Gobierno. Y, por lo bajo, advierten acerca del efecto futuro que causará la presencia arrolladora de funcionarios estatales en empresas privadas.
Las evaluaciones sobre el contexto tampoco coinciden, sobre todo en la previsión de lo que vendrá. El Gobierno explica que mantiene el control y que no habrá zozobras mayores, sus contrincantes (políticos o empresarios) vaticinan escenarios más peliagudos.
Lo real es que la producción energética no creció pari passu con la demanda y que es lógico imaginar desidia (o mala praxis) de los privados y falta de destreza de los funcionarios públicos. Como poco, que el crecimiento y el cambio los dejó rezagados.
El sistema, todos lo señalan, es utilizado al límite sin un “colchón” de reserva, que es imprescindible. En ese esquema, los responsables oficiales se dedican a sumar kilowatios todos los días y a reaccionar velozmente si hay un faltante. Contingencias usuales en un sistema con reservas –como el mantenimiento o que “salte” una central o que falte agua en el Comahue–- se transforman en un karma cuando no hay reservas de las que valerse.
Si se repasa el discurso oficial se puede notar que hubo excesiva fe (o voluntarismo) en el gas que podría proporcionar Bolivia. Y que algunas de las obras públicas importantes vienen dilatándose más allá de lo previsto.
A su favor, como suele ocurrir, está su activismo, su proverbial hiperquinesis para reaccionar sobre los efectos más cargosos. En estos días se procuró una ayudita de los países vecinos (ver recuadro aparte) que permite acumular un piloncito de kw.
Muchos intereses, políticos y económicos, le agregan presión al tema. No se crea que hablamos del imperio de la racionalidad o la voluntad, intervienen factores aleatorios que son muy determinantes: el clima y la hidraulicidad. Kirchner, patagónico de ley, es un amante del frío pero debe agradecer que durante su mandato las temperaturas fueron más templadas que la media. No se sabe qué opina de las lluvias y de los deshielos, lo real es que en ese lapso contribuyeron a su favor. Esas tabas vienen virando en un invierno cruento.
La oposición cifra buena ración de sus expectativas en que acontezca una catástrofe. Sus propuestas se tiñen de imprecisión, lo suyo no es contribuir sino esperar que trastabille el Gobierno Este disimula las complicaciones, frisando la negación de la realidad. No son alternativas excitantes, máxime si afuera está destemplado.
Entre el vértigo y el aburrimiento
Hasta octubre se sucederán meses de vértigo, supone el cronista. En el primer piso de la Casa de Gobierno se prevé otro porvenir. “Va a ser la campaña más aburrida de la historia”, dice un inquilino VIP de ese inmueble tan cotizado. “Cristina ya superó el 45 por ciento, sin proyección de indecisos, en todas las encuestas”. Página/12 destaca que hay muchos errores no forzados del Gobierno, desde sus tiendas se les resta valor. En última instancia, le replican que no fueron bastantes para deteriorarlo ni para mejorar a la oposición.
Con esa autoestima a su alrededor, Cristina Fernández de Kirchner comenzará su campaña. Habrá muchos actos, poca exposición mediática aunque seguramente superior a su incursión en la provincia de Buenos Aires.
¿Cuánto impactará la crónica de estos días, cuánto la memoria del 2001, cuánto la debilidad de la oposición, cuánto el deterioro del Gobierno? La única lectura certera será, en buena hora, la del hecho consumado. Se verá cuando voten los argentinos, en ese formidable (y exótico) día en el que todos los ciudadanos tienen la misma cuota de poder y la nación funciona como distrito único.
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