EL PAíS › REVELACIONES DE LOS ARCHIVOS DESCLASIFICADOS
Tertulias con los asesinos
La documentación obrante en las cajas que vinieron de Estados Unidos contiene impresionantes conversaciones entre funcionarios del Norte y varios señores de la guerra. La sinceridad era total.
Por Victoria Ginzberg
“Por extraño que parezca (el general Roberto) Viola preguntó si el almirante (Emilio Eduardo) Massera estaba en la ciudad. No estaba siendo naïf sino tal vez cínico, como la diabólica sonrisa que tenía al hacer la pregunta. Explicó que había perdido contacto de las actividades de Massera por su viaje a Venezuela (...) y dijo que había escuchado que Massera se reuniría con el presidente francés para discutir el affaire de las monjas francesas. ‘Si Massera tiene alguna noticia sobre las monjas francesas mejor que informe al gobierno primero’, dijo.” El embajador norteamericano Raúl Castro describió así algunas de sus impresiones de su entrevista con Viola, por ese entonces presidente de la Junta Militar. Parte de los archivos desclasificados el martes por el Departamento de Estado de Estados Unidos permiten acercarse a las internas que tenían los jefes militares mientras mantenían su común sistema de exterminio de personas y al trato coloquial y natural con el que los funcionarios del Norte conversaban con ellos sobre las violaciones a los derechos humanos que, se asumía, estaban cometiéndose.
Viola y Castro se entrevistaron el 24 de octubre de 1978 a las tres de la tarde. En esa época ya se preparaba la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y ése fue uno de los temas de conversación. Viola era visto por los Estados Unidos –al igual que el dictador Jorge Rafael Videla– como parte de la supuesta línea “blanda” entre los altos jefes militares. El dictador relató a Castro que no esperaba la visita de la CIDH (que recolectó miles de denuncias sobre violaciones a los derechos humanos) hasta dentro de cuatro o seis meses y que en ese tiempo habría una gran “limpieza de la casa” (“house cleaning”). Efectivamente, la dictadura clausuró antes de la llegada del organismo internacional algunos centros de detención y hasta mudó temporariamente prisioneros de lugares en los que ya se sabía que funcionaban campos de concentración.
Según surge de los papeles desclasificados, la embajada norteamericana pedía a la dictadura argentina (o trataba de averiguar extraoficialmente) datos sobre denuncias de desapariciones que recibían y, en algunos casos, intentaba hacer un seguimiento. Pero la hipocresía de los funcionarios de ambos países quedaba en evidencia en las charlas privadas. Una conversación entre el general Ramón Díaz Bessone –entonces ministro de Planeamiento– y el embajador Robert Hill es un buen ejemplo.
El 10 de enero de 1977 ambos almorzaron en el ministerio y Díaz Bessone comenzó la charla lamentándose de que no tenía amigos desde que tuvo que hacer gastos presupuestarios. El embajador, dice el documento, tenía planeado sacar el tema de los derechos humanos pero no fue necesario porque el general lo introdujo voluntariamente diciendo que si fuera presidente no permitiría que congresales críticos de Estados Unidos entraran a Argentina. Hill dijo que “una idea que era compartida por todos en el país, que Argentina estaba en guerra contra la subversión no era compartida en el resto del mundo y que si no se les permitía a los críticos verlo por sí mismos, nunca lo comprenderían”. El embajador subrayó que “la imagen internacional de un gobierno respetuoso de los derechos humanos de todos sus ciudadanos era importante para el programa económico porque las instituciones financieras internacionales que había ofrecido créditos podrían verse obligadas a cortarlos por presiones políticas”.
Ante este razonamiento pragmático, el general respondió que tal vez el embajador tuviera razón, especialmente en el punto de la importancia de una buena imagen. “Lo que necesitamos hacer, concluyó, es encontrar la manera de mantener una aceptable imagen afuera y no desviarnos de nuestros más importantes objetivos internos.”