Jueves, 8 de noviembre de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Luis Bruschtein
Si extiendo la mano –solamente con extender la mano– en este lugar frente al río, me vuelve una cita en el bar La Fragata con una piba de ojos claros que cantaba tangos, eso lo supe después. Y si cierro los ojos, aquí en este lugar donde los reflejos saltan del río a los muros de granito, aparece un verano de mochilero en Valeria, compañeros de facultad y entre todos ellos, una sonrisa luminosa que surge de un rincón remoto, una sonrisa que hace tanto tiempo no me iluminaba.
El río respira y se agita como si guardara todas las vidas, los millones de conversaciones y trillones de risas y cuatrillones de miradas y palabras que hacen miles de vidas que fueron, como seres de agua que hacen ondas y reflejan el sol o se sumergen para hacer corrientes marinas. Una persona, porteño, argentino o extranjero, puede estar en silencio frente a esos muros y hablar con el río.
La mano puede apoyarse en cualquiera de los miles de nombres que están escritos en los muros, ordenados por año y por orden alfabético, y sentir una vida que parece provenir del río. Es un susurro en el viento o una gran carcajada entre los truenos de una tormenta. Es un instante brillante, vociferando en una manifestación, o una imagen fugaz, el último rostro de alguien que se fue escurriendo en el tiempo, o apenas una mano en el hombro, un abrazo, que son los materiales que forman los recuerdos que hacen la memoria.
Para todos esos nombres de las filas infinitas sobre los muros no hubo despedidas, no hay cementerio, no hay inscripción en una lápida sobre sus restos. No hay restos. Solamente hubo lugar en la memoria de madres, amigos y hermanos o hijos que los llevan ya como si fueran una parte de sus cuerpos. Ahora que hay un lugar con sus nombres, un lugar fuera de los cuerpos y cabezas que se han empecinado en retenerlos, resulta difícil transferirlos, soltarlos, y además aparecen otros y otros, desconocidos por casualidad, hermanados, compartidos, que nos hablan. Los que eran portados no se quedan en la piedra. Más aún, los desconocidos por casualidad que están en esos muros se acercan y se suman. Y tras el primer agobio –extrañamente– hay alivio.
Todos son de todos, igual que los nuestros, escritos en la piedra, quiere decir algo así como que ellos vivieron, ellos lucharon, ellos no fueron un podrido demonio, una lacra que no merecía nada, ni vida, ni hijos ni memoria ni nada. Quiere decir que no fueron rusos ni marcianos, que fueron nuestros, lo mejor de una generación que tomó un camino que había demarcado el devenir histórico perverso de esta misma sociedad como el único posible para construir un país justo y digno. Se puede criticar ese camino, pero para eso hay que mirar hacia dentro y no hacia fuera y hacerse cargo de esa historia.
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