Jueves, 22 de noviembre de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Juan José Giani *
A modo de síntesis, bien podría afirmarse que existen dos estrategias analíticas para auscultar los comportamientos sociales. Una cabría llamarla filosófico-culturalista y la otra empírico-sociológica. Precisando. O bien suponemos que la historia se mueve al ritmo de densas inercias caracterológicas que las coyunturas apenas conmueven; o bien aseveramos que el incesante dinamismo de las épocas trastoca drásticamente los desempeños colectivos.
Para el primer caso, el analista debe interrogar los mensajes menos transparentes, el núcleo de invariantes predisposiciones que imperecederamente resurgen sólo que transfigurando su representación contemporánea. Los diagnósticos y los pronósticos no advienen allí de la mano de una estadística afanosa sino de un recorrido atento frente a las recurrencias que modelan el perfil indeleble de cada pueblo.
Para el segundo, el estudioso de turno supone cierta inestabilidad de los comportamientos, opciones volátiles que corresponde cuantificar al calor de las variaciones que cada episodio social introduce sobre la comunidad en cuestión. A la mirada inercial se la denuncia como capturada por una estática perniciosa, inepta para justipreciar la manera en que tal o cual hecho altera las preferencias del ciudadano.
Claramente este esquema binario tolera una generosa gama de matices. Quiero decir. Las sedimentaciones culturales remiten a acontecimientos que forjaron su emergencia primigenia y, a su vez, el vértigo de las situaciones presentes no transita sobre un desierto de las significaciones, sino que reactiva de forma a veces imprevista plataformas de comprensión que habitan en el alma profunda de los pueblos.
Por cierto, el concepto de que la dureza cultural resulta inmune a los desafíos del mero instante despierta valoraciones antagónicas. O bien circula allí una sabiduría que permite encarrilar el destino colectivo, o bien esa peculiar intolerancia a las mutaciones deviene síntoma de una agobiante enfermedad nacional, sea ésta congénita, incurable o susceptible de quirúrgicas curaciones.
En un caso, el siempre perspicaz sujeto popular se exhibe en condiciones de justipreciar lo que en cada momento le conviene, y en el otro, el sujeto permanece sujetado, esto es aprisionado por variopintas confusiones que dificultarían su acceso adecuado al estado supuestamente real de las cosas.
Las pasadas elecciones del 28 de octubre repusieron, como no se recuerda desde hace mucho, estas trajinadas polémicas. Un dato rotundo e inquietante explica este retorno. Las clases más humildes acompañaron plesbiscitariamente a Cristina Fernández y las clases medias para arriba alimentaron con enjundia opciones que repudiaron la gestión del gobierno nacional.
Los analistas sociólogos arrimaron prestamente su dictamen de raigambre empírica. Para un votante socialmente maltrecho, conseguir empleo, recuperar salario y recibir obra pública le despierta un entusiasmo que el profesional o el empresario en parte subvalora. Preocuparían allí despropósitos gestuales y/o institucionales en los que habría incurrido el kirchnerismo. El voto popular es, insinúan, un voto material y el voto de otro origen se obsesiona por la dimensión ética de la cosa pública.
La mirada culturalista se muestra reticente a tanto detalle indagativo. Se trata, simplemente, de la neta reaparición del gorilismo; comportamiento ancestral que se creía sepultado por el paso del tiempo pero que súbitamente resucita argumentando pasionales discrepancias. Necio sería menospreciar las repercusiones que determinadas políticas públicas suscitan en el electorado, tanto como no advertir una inclinación renovada a pensar al peronismo como cosa de negros. Ahora bien, puntualicemos. ¿Qué es un gorila? No es por cierto, el que le niega todo mérito al peronismo (lo que lo convertiría a esta altura en un psicótico), sino el que supone que la conciencia política de los pobres tiende a expresarse defectuosamente.
Puesto en otro registro. Lo preocupante de las últimas elecciones no es que un importante número de ciudadanos hayan votado distinto (o incluso contra) el gusto de los más pobres (lo que es absolutamente aceptable en un contexto democrático), sino el sugerir que la calidad del sufragio varía según quién lo ejercite. Aflora allí una zoncera antropológica: imaginar a un necesitado como inerme para destejer una telaraña de cooptaciones (desde la chequera al colchón pasando por el prototípico choripán) y, como contracara, a un hombre con secundario completo en condiciones plenas de distinguir su mezquino interés inmediato de un cálculo racional dirigido a preservar el bienestar general.
Pues bien, sabemos, por lo menos desde el psicoanálisis y el marxismo a la fecha, que todos estamos sujetados (por el vínculo edípico, por los massmedia, por la posición económica, etc.), lo que torna ilusorio (en clave reaccionaria) postular la autonomía decisoria de algunos y la heteronomía electoral de otros (a la sazón los que ganaron). Por lo demás, la historia acumula numerosos y lapidarios ejemplos de cómo sobrevivientes márgenes de acción libre facilitaron a personas y/o pueblos torcer lo que la cadena de determinaciones en apariencia anunciaba.
El 28 por la noche fue notable percibir el contraste entre el discurso de la ahora Presidenta (que había obtenido un triunfo categórico) de tono sensato y hospitalario; frente a la prédica de la principal opositora (que había sido derrotada de manera contundente) con actitud presuntuosa y arrogante, cristalizando un gorilismo ramplón que responsablemente cabía desactivar y no agudizar. Vale aquí un apotegma dirigido a los devotos del pluralismo republicano. Las mayorías deben siempre respetar a las minorías, siempre y cuando, primeramente, las minorías se muestren dispuestas a respetar a las mayorías.
Los políticos son depositarios de una tarea específica, abastecida (por) pero diferenciada (de) el buceo reflexivo de los filósofos y las primicias cuantitativas de los sociólogos-encuestadores. Son hombres que advirtiendo las musculosas tendencias de la historia saben cómo imprimir correcciones que, resguardando sus impulsos benéficos, dinamiten sus facetas más ominosas. Y en esto la inercia culturalista no debe obnubilar al peronismo en funciones. Nuevos sujetos políticos deben diseñarse, menos fútiles prepotencias deben observarse y nuevas agendas deben escribirse si se pretende que los chocantes resabios de un elitismo irrecuperable queden reducidos a su mínima expresión.
* Subsecretario de Cultura de la Municipalidad de Rosario.
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