Martes, 4 de marzo de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Horacio Verbitsky
La incursión armada colombiana en territorio de Ecuador plantea el mayor desafío que la Confederación de Naciones de Sudamérica haya conocido en su corta existencia.
No se trató de una agresión convencional por cuestiones limítrofes, al estilo de las que en el siglo pasado enfrentaron a distintas naciones andinas. Lo que se desplegó aquí es una nueva y perversa concepción: la denominada guerra contra el terrorismo, que habilitaría a ignorar límites, tanto geográficos cuanto políticos y morales.
Las explicaciones del gobierno del presidente colombiano Alvaro Uribe agravan la situación. Primero pretendió que el enfrentamiento había ocurrido dentro de su territorio. Cuando esa versión se tornó insostenible afirmó que sus tropas se habían pasado de la raya en la persecución a un destacamento de las FARC-EP. Tampoco eso era cierto. El segundo jefe de esa organización, Raúl Reyes, fue bombardeado mientras dormía y la incursión terrestre posterior sólo tuvo el propósito de rematar a los sobrevivientes y apoderarse del cadáver de Reyes, que luego fue objeto de una exhibición propagandística.
Cuando el presidente ecuatoriano Rafael Correa reiteró su condena a las acciones y a los métodos de las FARC pero advirtió que no admitiría el ultraje a su soberanía, el gobierno de Colombia explicó que se había tratado de un golpe preventivo. Así pasó de la mentira voluntaria a la justificación inadmisible. La doctrina del preemptive strike, expuesta en la academia militar de West Point por el presidente de los Estados Unidos, George W.Bush el 1 de junio de 2002, declara caducas las doctrinas de contención y disuasión de la guerra fría y consagra como única estrategia posible el golpear primero. “Debemos llevar el combate al enemigo, frustrar sus planes y enfrentar las peores amenazas antes de que se concreten”, dijo. Así, destruye las bases jurídicas que permiten la existencia de una comunidad internacional organizada sobre principios racionales y con intenciones pacíficas. En su lugar consagra la ley del más fuerte.
El gobierno colombiano sostuvo también que entre la información capturada a Reyes figuraban sus contactos con el canciller ecuatoriano Gustavo Larrea. ¿De qué extrañarse, si Reyes era el encargado de las negociaciones con los gobiernos extranjeros, como confirmó de inmediato el canciller francés Bernard Kouchner? En la documentación difundida por el director de la Policía Nacional de Colombia, Oscar Naranjo, Reyes transmite al secretariado de las FARC el interés del gobierno ecuatoriano por una solución política, pero también una gestión estadounidense ante el canciller Larrea. “Los gringos”, dice sin más precisiones Reyes, le pidieron al gobierno de Quito que transmitiera a las FARC el interés de conversar, porque el nuevo presidente será Barack Obama y “no apoyará el Plan Colombia ni el Tratado de Libre Comercio”. Hay buenos motivos para creer que esas negociaciones, las ya entabladas y las que pudieran abrirse luego del cambio de gobierno en Washington, hayan sido el principal blanco que procuró impactar Uribe. Ya había dado un indicio hace dos meses, cuando hizo todo lo que pudo para frustrar la misión humanitaria de la que participó el ex presidente Néstor Kirchner y que incluía a Brasil, Bolivia, Cuba, Ecuador y Francia.
Los grandes éxitos que Uribe ha conseguido al empujar a las FARC hacia el corazón de la selva, despejando las ciudades y las rutas principales, son el principal activo con que cuenta para forzar una reforma constitucional que le permita aspirar a un tercer mandato. Dados sus altos índices de popularidad, no parece lejos de su alcance siempre que consiga remover el obstáculo legal. El cadáver del negociador de las FARC-EP es un trofeo valioso en ese camino tan peligroso para la democracia en Colombia y para la paz en Sudamérica.
Colombia se desangró durante décadas, sin que los vecinos hicieran otra cosa que quejarse por la intromisión estadounidense, que encontró en las guerrillas y en su nexo con las organizaciones que abastecen de sustancias estupefacientes a su mercado, el pretexto intervencionista perdido con la finalización de la guerra fría. Los gobiernos progresistas de Sudamérica quebraron esa abstinencia suicida y decidieron involucrarse en el conflicto. Los presidentes de la Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, Ecuador, Paraguay, Venezuela y Uruguay coinciden en buscar una salida negociada, porque éste es el tiempo de la democracia y de los medios pacíficos y no el de la lucha armada para la toma del poder y el establecimiento de la dictadura del proletariado y porque Colombia es demasiado importante como para dejarla en manos del Comando Sur. Hasta los ex guerrilleros que gobiernan Cuba y Nicaragua comparten esta apreciación. La novedad más reciente es que también los gobiernos de España, Francia y Suiza están dispuestos a participar en la búsqueda de ese desenlace. Con casi todos ellos, y también con el presidente de México, habló ayer Rafael Correa para comprometerlos en la elaboración de una propuesta conjunta que impida el derrame del conflicto colombiano. El canciller argentino Jorge Taiana, quien regresará hoy al país, habló desde Ginebra con sus colegas de la región y con algunos presidentes, como Lula. Lo mismo hizo desde Olivos la presidente Cristina Fernández.
Apenas desentonaron en esta polifonía el presidente venezolano Hugo Chávez y el ex presidente de Cuba, Fidel Castro. Chávez ordenó por televisión desplegar su Fuerza Aérea y enviar divisiones de tanques a la frontera colombiana. Es sólo una bravata verbal, incomparable con la terrible agresión colombiana a Ecuador, pero contribuye a la creación del clima bélico que para nada conviene a Sudamérica y desplaza el eje de la discusión. Desde su retiro, Castro escribió que oye sonar en el sur del continente “las trompetas de la guerra”. Está claro que no la desea, pero hasta mentar su posibilidad es imprudente en un momento tan crítico.
Con cualquier justificación que se intentara darle, una escalada bélica en Sudamérica sería el peor de los crímenes y la más contraproducente respuesta a la provocativa actitud de Uribe, porque proveería de nuevos argumentos al intervencionismo estadounidense. Nunca como ahora han sido tan promisorias las perspectivas para una región que tiene definitiva conciencia de la unidad de sus intereses y de su destino. Sus presidentes dialogan con confianza en la búsqueda del bienestar de sus pueblos, con una sinceridad y una frecuencia sin precedentes.
La responsabilidad mayor la tienen Brasil y la Argentina, pilares del MERCOSUR, que constituye a su vez la columna vertebral de la Confederación Sudamericana. Si esas voces prevalecen podrán fijar, en acuerdo con la Unión Europea, las grandes líneas de un acuerdo que exponga a la última guerrilla de América a los vientos de la historia, que no han soplado hacia donde el ahora octogenario Manuel Marulanda creía cuando era un joven campesino atraído por la utopía comunista; que devuelva a sus rehenes a la vida, que frustre el intervencionismo estadounidense y asegure la paz que tanto anhela Colombia. En lo más negro de la noche, es cuando más cerca está el amanecer.
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