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Cuentos chinos
Por Miguel Bonasso
Venimos en auto, del médico, cosa que nunca es grata aunque uno esté cero kilómetro. Suena el celular y atiende mi compañera, Ana. De golpe la veo empalidecer y me doy cuenta de que ese siniestro aparato está pariendo una mala noticia. Están llamando del programa de Lalo Mir y le leen un cable de Télam informando que acaban de balear nuestra casa. Ana llama y como pasa en los terremotos y otras catástrofes no se puede comunicar. El tránsito es feroz y no llegamos nunca. Finalmente divisamos el escándalo de patrulleros y de luciérnagas azules. Hay policías de todos los colores pero no veo ningún agujero de bala en el frente de la casa.
Entre los policías sobresale el comisario de la 25, Jorge Mario Chacoma, que me saluda y de entrada me informa lo que debo creer:
–Esto no tiene nada que ver con usted, Bonasso, estos tipos querían asaltar el minimercado chino de la esquina.
–Ajá.
–No ve, no hay marcas de balazos en su casa, todo ocurrió acá, en la vereda de enfrente. Ahora si usted quiere magnificarlo, puede pensar lo que quiera.
–Yo no quiero magnificar nada, quiero saber qué pasó.
Lo sabré, como siempre me ocurre, apelando a los testigos directos, no a las versiones oficiales sobre las que después se construirá la historia oficial.
Accedo a los hechos a través de los protagonistas: algunos de mis vecinos de la calle Uriarte (entre Jufré y Castillo) que han sido simultáneamente testigos y víctimas.
La vecina Mercedes Lizarraga, una señora mayor que hace algunos meses perdió a su hijo asesinado en un asalto, me cuenta que aparecieron dos hombres vestidos con uniformes azules oscuros (“como de policías”), armados y con chalecos antibalas, que se arrojaron directamente sobre el sargento primero Francisco Evaristo Cristal, uno de los custodios que la comisaría 25 destina a cuidar mi casa desde hace casi dos años, a raíz de una información sobre conflictos entre la SIDE y la CIA publicada hace casi dos años por este diario. Los tipos le pusieron una pistola en la garganta, lo golpearon y lo tiraron al piso y le arrebataron el arma reglamentaria y el chaleco antibalas.
La señora Mercedes, con notable sentido de la solidaridad, se arrojó sobre el policía caído, lo cubrió con su propio cuerpo y les gritó a los agresores “¡No lo maten! ¡No lo maten!”. La arrancaron de los cabellos advirtiéndole:
–Dejalo o te vamos a reventar a vos también.
Doña Mercedes retrocedió entonces hasta el portón entreabierto de su casa y logró meterse adentro, pocos segundos antes de que uno de los atacantes le disparase un balazo que perforó la chapa, dejando un orificio que, a simple vista, parece de una 9 milímetros.
Otro vecino, Roberto Antonio Turrano, que vive al lado, se asomó aterrado por todo lo que estaba ocurriendo y vio a uno de sus hijos, Mariano Gastón, con las manos contra la pared. Desesperado se metió en su casa y reapareció de inmediato, con un revólver, para gritarles “¡Basta!” a los atacantes, que de inmediato abrieron fuego contra él hiriéndolo –por suerte– de modo superficial en el abdomen. El vecino, cuyo valor hay que destacar, respondió el fuego y les disparó tres balazos. En ese marco de terror y confusión los tipos se dieron a la fuga en la camioneta nueva, gris de tipo Canguro, que habían dejado estacionada en la esquina de Jufré que da hacia la Juan B. Justo.
Hablé con todos, reconstruí con ellos los hechos y todos fueron claros en señalar que los atacantes se dirigieron directamente hacia el custodio y que era absurdo pretender que estaban por robar el minimercado que está a cien metros de distancia. “Es como decir que este taxi que está pasando –me dijo uno de ellos– se dirige a tal o cual lado.”
Yo no pienso magnificar este episodio, ni estoy en condiciones de afirmar que en vez de ir al minimercado, pensaran atacar mi casa. Lo que sí puedo afirmar es que la valiente intervención de Turrano frustró su plan original, fuera éste el que fuese. Pero me parecería igualmente irresponsable descartar un propósito intimidatorio. Si recordamos el infame atentado contra Estela Carlotto, las amenazas contra el fiscal Luis Comparatore que investiga la masacre del 20 de diciembre o la reciente intimidación a víctimas y testigos que participaban en la reconstrucción del ataque criminal que le costó la vida a Alberto Márquez en la 9 de Julio el día de la caída de Fernando de la Rúa, este episodio gravísimo ocurrido justo frente a mi casa, merece una investigación más seria que un hipotético asalto a un supermercado.
En plan de hacer suposiciones, hay más de un motivo para intentar intimidarme. En estos días, por ejemplo, está por aparecer un nuevo libro de mi autoría donde relato los episodios del 20 de diciembre y hago notar que varios crímenes perpetrados esa tarde permanecen impunes.
Si se trató de una intimidación, los autores fallaron, porque me he pasado más de treinta años sorteando bombas, atentados y amenazas y persisto en luchar por una democracia realmente democrática, donde las fuerzas armadas y de seguridad estén verdaderamente al servicio de la comunidad. Pueden matarme, desde luego, pero no me van a torcer la voluntad ni en medio milímetro. Por lo pronto intentaré investigar este episodio, que no fue joda. Tres personas honestas: el policía Cristal, Turrano, sus hijos y las vecinas Mercedes Lizarraga y María de los Dolores Galván pudieron haber muerto, a las 11 y 15 de la mañana, en una esquina custodiada de Buenos Aires. Las autoridades políticas, por su parte, ya sabrán lo que tienen que hacer.