EL PAíS

Trabajo en vez de cárcel

 Por Mario Wainfeld

El 5 de julio se disputó la primera vuelta en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Sólo un partido, el PRO, hizo encuestas a boca de urna. Su pronóstico pecó por exceso de optimismo: auguró a Horacio Rodríguez Larreta el 49,5 por ciento de los votos, a las puertas mismas de evitar el ballotage.

Varios comunicadores tomaron la referencia como cierta, sin ponderar mucho el margen de error y la posible parcialidad. A las seis de la tarde clavadas anunciaron en radio, tevé y redes sociales la victoria de Larreta. Ipso facto, comenzaron a discurrir acerca de si era preciso que Martín Lousteau depusiera su candidatura.

Hubo razonamientos al aire, incluso se le preguntó a dirigentes macristas si pedirían esa conducta a su rival. Con más tino que los periodistas, los hombres de amarillo rehusaron engancharse en la hipótesis.

Al rato, se corroboró que Rodríguez Larreta tenía como cinco puntos menos, comenzaba otra etapa.

El 19 de julio había una sola boca de urna, adivinen de quién. Vaticinaba diez puntos de ventaja para el delfín de Mauricio Macri. Muchas señales de cable y alguna de aire anunciaron a las seis en punto: “Ganó Larreta”. No se contaba con votos escrutados ni con información parcial de fiscales de mesa: la única fuente posible era la boca de urna, que otra vez probó su falibilidad.

Hasta hubo comunicadores que asumían que su canal no disponía de bocas de urna mientras sostenían el anuncio del resultado con el zócalo “Gana Larreta” debajo, para mayores datos.

En pocos minutos se comprobó el nuevo error. Los periodistas que habían usado la información pasaron sin solución de continuidad a despotricar contra “los encuestadores” cuyas predicciones en los días previos, mayoritariamente, se asemejaban a la boca de urna de PRO.

Un caso de doble standard, en una aldea mediática que suele albergarlos con hospitalidad.

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El politólogo islandés recién llegado a la Argentina pasa las de Caín mientras escribe sus primeros informes. Lo abruma esta sociedad tan fervorosa y virulenta. Su amigo, el politólogo sueco que está aquerenciado aquí desde hace años, le explica vanamente que los discursos locales son como las gambetas de sus jugadores más exquisitos. Son distractivos, el primer movimiento es para distraer al contrario, los amagues son centrales.

El islandés no da pie con bola. No puede aprender a jugar al truco con su asombroso sistema de valuación de las cartas y el bluf como ingrediente primordial. En el mismo rumbo, lo desespera el pedido de la diputada Elisa Carrió: cárcel para los consultores que informaron. “Lilita”, sabe nuestro huésped reciente, es abogada, jurista y republicana. Si pide cárcel es porque hay con qué, legalmente.

Olaf el islandés se apena. Se ha hecho amigo de varios consultores, que son locuaces y le suministran datos que cree esclarecedores. Temprano cultor de la “gauchada” y del desapego ante la ley, les ofrece su morada para guarecerlos de inminentes arrestos. Sus cofrades lo calman, ríen: no están en peligro ni tienen tiempo para perder porque siguen laburando, requeridos por los mismos medios y dirigentes que los cuestionaron.

Este país es difícil, concluye el islandés y recoge otras prédicas que escuchó. El psicodrama y el grotesco explican la política cotidiana con mucho más precisión que la tragedia o el thriller encuestológico.

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Los especialistas, cabe reconocer, cometieron un yerro significativo ante una elección en apariencia sencilla, en un distrito súper medido. Las explicaciones imaginables, que se disputan el mercado, son dos: o hubo manipulación o se les escapó una tortuga vieja y lenta. Cada quién imaginará su respuesta.

Como fuera, están bajo la lupa, seguramente se esmerarán para las PASO. Dos errores duelen más que uno, dos al hilo es demasiado... y ninguna reputación es eterna si no se muestran desempeños palpables. Sin quererlo, han sumado otro factor para hacer entretenidas las PASO.

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