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Martirio y verdad
Por Washington Uranga
La reapertura del “caso Angelelli” representa un paso de enorme importancia dentro de otros igualmente significativos en la tarea de devolverle a la Argentina una memoria veraz sobre lo sucedido en este país en materia de derechos humanos. Que la Justicia vuelva sobre sus pasos para reconstruir la verdad de los hechos es una brisa de aire fresco y un acontecimiento que debe ser celebrado. Por otra parte, la medida no hace sino encaminar en términos jurídicos aquello que la historia y la memoria del pueblo riojano dictaminaron desde siempre: el asesinato-martirio del padre obispo Enrique Angelelli. Para comprobarlo, sólo hace falta recorrer con atención aquel tramo de la ruta 38 en La Rioja donde Angelelli derramó su sangre, lugar que los riojanos pobres, aquellos que lo conocieron personalmente o por tradición popular, han convertido en santuario.
“Un oído en el pueblo y otro en el evangelio”, quizás la frase más recordada de Angelelli y que fue además lema de su vida, es la misma a la que apelan hoy quienes lo recuerdan para afirmar que “¡Ese sí que era un cura del pueblo!”. Para los sectores de base de la Iglesia Católica y para aquellos comprometidos con la opción por los pobres, Angelelli es un símbolo y nunca han dudado en reconocer su condición de mártir.
Para la Iglesia institucional como para la jerarquía, en cambio, Angelelli sigue siendo un gran signo de contradicción. Nunca los obispos se atrevieron a reconocerlo como mártir. Muchas veces se han escudado falazmente en la falta de pruebas judiciales sobre el asesinato cuando, en realidad, en la más sana tradición católica ése es un elemento totalmente secundario. Es la comunidad cristiana, a través de su testimonio, quien refrenda la condición de mártir de quien ha entregado su vida al servicio del evangelio. Muy probablemente la falta de reconocimiento eclesiástico a Angelelli tenga que ver también con el hecho de que la figura del riojano, su trayectoria y su opción de vida se levantan como evidencia de contradicción con el estilo de vida y las opciones de muchos jerarcas más afectos a los goces del poder que a los sinsabores del compartir con los pobres.
A pesar de las tres décadas transcurridas, quizás la reapertura de la causa judicial pueda aportar no sólo datos sobre los responsables directos del asesinato, sino echar también luces sobre las razones del silencio eclesiástico. Sin dejar de recordar que el asesinato de Angelelli se produjo cuando el obispo se encontraba en plena investigación y aparentemente contaba con información valiosa acerca de los motivos de la muerte de dos de sus sacerdotes, Gabriel Longueville y Juan de Dios Murias, también asesinados pocos días antes. Esa documentación que portaba Angelelli el día de su muerte desapareció, nunca fue recuperada y el caso de los dos curas también quedó en las sombras.
Probablemente, la reapertura del caso no arroje datos sorprendentes en lo judicial, pero quizás sirva para remover conciencias y seguramente provocará más de un sacudón en el interior de la misma institución eclesiástica. De cualquier manera, es un paso adelante en favor de la memoria y la verdad.