EL PAíS › OPINION
La imposición de las verdades
Por roberto di stefano*
El documento de la Conferencia Episcopal presenta tres puntos de fricción con el gobierno de Néstor Kirchner: el diagnóstico de la situación social, la política de salud reproductiva y la memoria de la violencia política de los años ’70. Los obispos habían señalado a otros presidentes la necesidad de dar solución a esos temas, pero la figura de Kirchner les resulta menos digerible que otras. Menem, que tampoco gozó de apoyos incondicionales en el Episcopado, tenía sin embargo la virtud de no molestar a la Iglesia con temas urticantes como el de la salud reproductiva o con la fastidiosa rememoración de conductas indecorosas de ciertos jerarcas eclesiásticos durante los años de plomo.
El documento despertó en el Presidente una furia en parte comprensible, porque los índices económicos revelan que el desempleo y la marginación han disminuido en los últimos dos años, mientras los obispos hablan de “una sociedad donde crece la marginación”, que tal vez se esté dirigiendo hacia un futuro alarmante. Menos comprensible es lo que el Presidente espera de la Iglesia: los conceptos de los obispos, a su juicio, “se parecen más a los de un partido político, más a lo terrenal, que a la tarea que deberían llevar adelante”. ¿Cuál es esa tarea? Kirchner, el 13 de octubre, improvisó en el altar de la Basílica de Luján un palco desde el que solicitó la “ayuda” de los argentinos, obviamente en vistas a las elecciones en ciernes. El ministro del Interior, Aníbal Fernández, respondió preguntándoles a su vez desde dónde esperaban que el Presidente pidiera ayuda a la sociedad. Estos hechos nos hablan de los múltiples vasos comunicantes que existen entre religión y política, fenómeno que de ninguna manera es privativo de la Argentina, pero también de una postura inconsecuente (o demasiado consecuente) de Kirchner en relación con el papel público de la Iglesia: todo hace pensar que le habría parecido más que prudente que los obispos incursionaran en la arena política si hubiesen halagado su gestión.
Detrás de todo este problema subyace otro de fondo, y es el de qué papel le toca jugar a la Iglesia en la construcción de una sociedad democrática. Creo que lo que deberíamos esperar de ella no es que calle o que desaparezca de la esfera pública. En primer lugar, porque esa antigua pretensión se ha demostrado utópica: en varias áreas del globo la religión ha vuelto a ocupar espacios públicos en los últimos decenios, incluso en sociedades emblemáticamente secularizadas. Persiste una confusión: que la religión sea un problema de conciencia y, por lo tanto privado, no significa que deba ser desterrada de la esfera pública. El problema es que la Iglesia argentina participa en ella intentando imponer verdades indiscutibles y universales. En el documento se afirma que la verdad es Jesucristo y que “los hombres” (no los cristianos) deben tender hacia ella (es decir, hacia El). La doctrina social que propone es la solución para todos los problemas de la vida colectiva, nada menos que “el Evangelio aplicado a la vida social considerada en todos los planos: familiar, cultural, económico, ecológico, político, internacional”. Las alusiones a la libertad humana ocultan mal la fuerte tendencia eclesiástica a normativizar los comportamientos de la sociedad toda, tendencia que choca con una de las bases de la civilización contemporánea: la autonomía de los individuos, que cada vez toleran peor que se les impongan normas éticas que no emanan de los dictados de su propia conciencia.
Creo que no es ése el mejor camino para que la Iglesia colabore a la construcción de una sociedad como la que los obispos dicen desear. Ella puede aportar mejor a esa tarea desde la sociedad civil, participando en los debates libres y abiertos que se entablan en la esfera pública, como ocurrió en los procesos de transición democrática de países católicos como Polonia, Filipinas, Brasil, Chile o España. En otras palabras, renunciando a la premisa de que es depositaria de verdades indiscutibles a las que no cabe más que someterse.
* Doctor en Historia Religiosa, investigador del Conicet.