EL PAíS › OPINION

El circo sin pan

Por Andrew Graham-Yooll

Me deprimen los grandes encuentros deportivos internacionales. Muy simplemente, no quiero que ninguno gane y ninguno pierda. Esta mañana miraré el partido como todo el mundo, para luego poder escuchar con conocimiento las opiniones de otros. Pero el partido me parte por la mitad. En todo lo que soy y hago, en cada gota de sangre, hay un 50 que es inglés y un medio que es argentino, que se nota cada vez que el cardiólogo pide análisis de sangre. Soy de aquí pero miro allá. Y cuando viví allá en Londres miraba con nostalgia a Buenos Aires. No me gusta el engaño que representa el deporte, la dosis chica de estupefaciente, el circo sin pan.
En 1982, en pleno conflicto Malvinas, opté por apoyar a Escocia, el país de mi padre. Quedó afuera a los cinco minutos. En 1986 vi la Mano de Dios desde Hamburgo. En 1990, cuando la copa se jugó en Italia, estaba en Londres, y el mundial de Estados Unidos fue una vergüenza para los argentinos. Vi la tragedia desde el Tortoni. En la Avenida de Mayo la bandera nacional, usada de capa o poncho, colgada de los hombros de la hinchada derrotada era arrastrada por los charcos de cerveza y tetrabric. Si la enseña nacional puede ser tratada así, cuánto más los ánimos, la nacionalidad, la autoestima, el futuro de la nación. Estos certámenes que concentran tanta energía que se quema en poco tiempo no me emocionan.
Este partido no tiene nada que ver con entretenimiento, excepto para las empresas que lo organizan. Se entretienen ganando fortunas. Pero al margen de sus fortunas, en la cancha alguien gana y alguien pierde. Siempre he estado del lado del que pierde. Hay que imaginarse la tristeza de los que pierden. Los que pusieron sus esperanzas en un grupo de personas y de golpe se sienten defraudados. Los que ganan creen que han tocado el cielo: los argentinos van a decir que le rompieron el culo al mundo. No entiendo ese afán por la sodomización colectiva.
Es cierto que durante algunas horas la victoria tiene la sensación de un buen polvo furtivo, o quizás una soberana borrachera, y después se olvida, no queda nada, ni siquiera el amor, ni siquiera el sabor. El que gana pasa a ser motivo de renovada presión para lograr lo mismo en la siguiente. El que pierde, es olvidado. El resto, nosotros, tenemos que superar la resaca y recuperar el ritmo diario.
En la realidad, a la hora del partido, prefiero el buen polvo, más que ningún otro encuentro puede reemplazar.
Este mundial será útil para olvidar algunas penurias diarias. Pero después del partido, después de la euforia, vale pensar en el estado de bienestar de cada nación. Quiénes están mejor, quiénes peor. Por aquí, ¿cómo estamos?

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