Lunes, 27 de marzo de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Hugo Yasky*
En una de sus últimas novelas, Umberto Eco narra la historia de quien, víctima de un accidente cerebral, pierde la memoria y la noción de su propia identidad. No sabe quién es, porque dejó de saber quién fue. El golpe militar de 1976 apuntó a provocar una suerte de accidente cerebral colectivo. Bloqueo de conciencia. Adulteración de identidad. Por ello, los ojos de esa bestia de tres cabezas que fue la Junta Militar estuvieron desde el inicio fijos en la educación. Sobre sus instituciones y sobre quienes les daban vida. Ahí se incubaba, según ellos, el germen de lo que denominaban subversión. Escuelas, claustros, docentes, investigadores, intelectuales, pedagogos, escritores. El pensamiento bajo toque de queda. Condenados por principio y obligados a demostrar su inocencia, sin el beneficio de la duda.
Es que en los manuales de la Escuela Militar de Panamá, los textos del Pentágono otorgaban al intelecto un poder de fuego potencialmente mayor que el de las armas. Un académico de la contrainsurgencia solía inculcar a sus alumnos que el verdadero percutor a desactivar era justamente aquél. Por ello, en el combate por “la defensa de los valores occidentales y cristianos”, a la requisa de armas se le otorgaba un orden de prelación notablemente inferior que a la requisa de conciencias.
Desde esa concepción el conflicto social y las luchas populares no se explicaban como consecuencia de legítimas demandas insatisfechas, sino que eran vistos como producto de conspiraciones que tenían en las instituciones educativas su campo de penetración predilecto.
No sólo había que eliminar físicamente a quienes levantaran la voz –“el silencio es salud” propagandizaban–; había también que paralizar a quienes prestaran oídos. Y son las aulas, precisamente, los espacios concebidos para el acto profundamente humano de levantar la voz y de prestar oídos.
Esto explica la saña con que cayeron sobre los que habitaban esas aulas. Una cifra que supera los 640 docentes secuestrados-asesinados y muchos más que en su condición de estudiantes corrieron la misma suerte. A lo que debe sumarse una cantidad inconmensurablemente mayor de víctimas del escarnio, de la persecución, de la tortura, de la prisión, del exilio externo e interno, de la vejación y la humillación sin límite que implica la imposición del silencio a quien es consciente de que calla sólo por conservar la vida. Más miles y miles que no callaron sino que apelaron al lenguaje de las catacumbas, sobreponiéndose con los nervios crispados a cada anochecer, a cada frenazo, a cada ruido a vidrios rotos.
Epocas de razzia en las que se vaciaron los bolsillos de la escuela pública. El Index de los Inquisidores del Proceso era inagotable. Desde la matemática de conjunto, hasta los cuentos de Elsa Isabel Bornemann, escritos para lectores del Jardín de Infantes. Desde El Principito, hasta los escritos pedagógicos de Paulo Freire. Ni qué hablar de la sistemática negación de la historia o del silenciamiento en bloque de cualquier cosa que tuviera que ver con el área de sociales.
En esa lógica, la negación de las libertades públicas se asentaba en la negación de la libertad de pensamiento. A la destrucción premeditada del aparato productivo, correspondía el vaciamiento del sistema educativo. Pero eso no alcanzó. Las escuelas se fueron llenando de pasadizos secretos por donde se transitaba sin mordazas. Pequeños actos cotidianos de libertad que cabían en la punta de una tiza fueron horadando la malla metálica con la que se pretendió amordazar las conciencias. Hubo un punto de quiebre en que la fuerza debió ceder paso a la razón. Tras el último culatazo, la tiza siguió su trazo sobre la piel del pizarrón donde volvió a escribirse: libertad, justicia, solidaridad, compromiso.
* Secretario General de Ctera.
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