Miércoles, 26 de julio de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Sandra Russo
Es muy difícil intentar imaginarse cómo funciona una conciencia que no puede cargar con el peso de una decisión prevista por la ley.
Es más difícil aún imaginarse esa conciencia si se trata de la de una jueza, de la de alguien que debe ajustarse a derecho. La objeción de conciencia hasta ahora fue esgrimida por médicos que por convicciones personales se negaban –se niegan– a prescribir métodos anticonceptivos a menores de edad. Para el aborto la objeción de conciencia no es necesaria porque el aborto es ilegal. Salvo en casos extremos, en casos insalvables, en casos cuya crudeza desborda cualquier prurito moral. En casos tan desgarradores como éste: el de una incapaz violada. Así lo indica la ley, con ese lenguaje descarnado y hasta peyorativo, con una coma célebre que a veces es interpretada como inclusiva de todas las mujeres violadas, y la mayoría de las otras veces como un límite que circunscribe la admisión del aborto a una mujer violada e incapaz.
Pero ahora, la insólita e inexplicable objeción de conciencia de una jueza parece conducir la vida de esa incapaz violada hacia una horrible maternidad, porque hay que decir esto. Hay que decirlo. Hay maternidades que son horribles. Que son condenas.
Esa conciencia que se interpone entre el rigor de la ley y el aborto solicitado para interrumpir el embarazo de esa incapaz violada es una conciencia que, presuntamente, favorece la vida. Que sacraliza la maternidad en cualquiera de sus formas. Y hay formas de la maternidad que destilan padecimiento. Hay formas de venir a este mundo que son inviables. Hay dilemas mucho más complejos y profundos que el planteo al que esa jueza parece responder.
La vida no puede convertirse en un salvoconducto moral de almas simplificadoras. La vida no puede ser una bandera sucia de dolor ajeno, y la conciencia de nadie puede tranquilizarse porque decida esconderse en un cliché.
Y en definitiva, si alguien es tan católico como para no sentirse apto en el momento de aplicar la ley, ese alguien no puede ser juez. No puede la vida ya viviente de nadie estar en manos de un tipo de conciencia así. No puede el destino de nadie ser decidido por un dogma que es personal, particular, específico y antojadizo, porque eso y nada más que eso es el dogma católico, en este caso, para una ciudadana que pide por justicia.
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