Lunes, 12 de febrero de 2007 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
“Los procesos por violaciones de derechos humanos deben tener apego a la ley. Y deben transmitir que lo tienen. No deberían admitirse tribunas que aplaudan o chiflen, que les tapen la voz a los acusados. Los organismos de derechos humanos tienen que cooperar con la calidad de los trámites. Si algo no les gusta, es hora de cambiar su hábito de ir a reclamarle al Presidente. Néstor Kirchner no integra el Poder Judicial, si hay quejas debe acudirse a la Corte Suprema.” La inminencia de varios juicios orales a represores alerta a funcionarios oficiales vinculados a la administración de justicia y muy comprometidos en la lucha por los derechos humanos. Dos de ellos, de alto rango público, hablaron con Página/12 y tienen propuestas que hacer para mejorar el desempeño del tribunal que condenó a Miguel Etchecolatz. Sus prevenciones apuntan a preservar la credibilidad y seriedad de una instancia histórica.
Se debe consolidar la reputación del Poder Judicial, preconizan, que se socava con decisiones de pésima fundamentación como la del juez mendocino Héctor Acosta sobre la Triple A. La sentencia contra Etchecolatz, que innovó con el delito de “genocidio”, no tipificado en la legislación penal argentina, también eriza la piel a abogados de sólida formación. “Hay colegas de buen nivel, académicos, varios de ellos garantistas, que cuestionan esa ‘creatividad’”, reprochan.
Los acusados deben gozar de amplio derecho de defensa, algo que se plasma en los hechos y también en las formas. “Habría que ir revisando una escena repetida. La defensa ocupa un pequeño espacio, el acusado y un abogado, a menudo el defensor oficial. Por el lado acusador hay, literalmente, docenas de abogados. El fiscal, querellantes particulares, varios querellantes oficiales. El efecto visual (lo que ve la mayoría de la gente) sugiere una asimetría, falta de equidad. Las reglas de procedimiento establecen que, si hay muchos querellantes, deben unificar personería. Esa norma no se aplica a rajatabla por respeto a los organismos de derechos humanos y por conocimiento de sus internas. Los organismos deberían hacer un esfuerzo y unificar su representación. El Estado debería acotar su presencia”, comenta un interlocutor de Página/12. Y agrega un palito, “la Subsecretaría de Derechos Humanos, por ejemplo, se suma como querellante. Usualmente no produce prueba, adhiere a la de los otros. Y no alega. O sea: su presencia es formal, simbólica. A esta altura, consolidada la voluntad política de juzgar a los represores, su aporte simbólico sería marcar distancia y dejar funcionar a la Justicia”.
¿Quién podría poner esos cascabeles al gato? Los confidentes de este diario no dudan: la Corte Suprema. Sus facultades de superintendencia la facultan (o le imponen) a ordenar los procedimientos, preservar la paridad de las partes, garantizar las condiciones materiales para un juicio justo. Ricardo Lorenzetti, el flamante presidente del tribunal, ya escuchó los planteos que se vienen sintetizando. El tendrá que arbitrar para que, parafraseando el proverbio sobre la mujer del César, haya justicia y parezca que la hay.
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