Miércoles, 30 de enero de 2008 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Mario Wainfeld
“Tuve una reunión muy buena y productiva con el jefe de Gabinete Alberto Fernández”, reseñó el escueto comunicado del embajador de Estados Unidos, redactado en primera persona del singular y dotado del eficaz ascetismo que tiene el idioma inglés para transmitir hechos. El comunicado del gobierno argentino comparte el espíritu del mensaje, expresado con menos entusiasmo.
Se corona así una reunión que debió haberse celebrado antes, si no hubiera mediado la inoportuna recidiva del caso Antonini Wilson, acontecida simultáneamente con la asunción de la presidenta argentina.
La forja de la imagen de la flamante presidenta argentina incluía una serie de cónclaves con pompa y circunstancia que subrayaran la existencia de un nuevo estilo en la Casa Rosada. Los encuentros con el Episcopado (de modo marcado) y con la conducción de la CGT (en forma más sutil) escenificaron matices diferenciales entre Cristina y Néstor Kirchner. Más ánimo para recibir, mejor disposición para escuchar, más vocación de mostrar empatía con la contraparte y para discurrir. Esas diferencias siempre fueron computadas por el propio ex presidente cuando predicaba la necesidad de dar un paso al costado.
Kirchner le puso candado a su despacho de la Casa de Gobierno, un medio más para demostrar la eminencia de la autoridad presidencial. Esquiva fue su agenda para los lobbies empresarios, para la Iglesia, para los entorchados de las Fuerzas Armadas, casi no se vio con embajadores extranjeros. “Conseguir” al Presidente pasó a ser una pequeña proeza. En consonancia con lo que hacía Perón, le hurtó su cuerpo a la exposición Rural. Tan severa era su marca que la llevó a extremos casi paródicos, como su pertinaz ausentismo al Teatro Colón. La pareja presidencial compartió un juicio: esos parámetros elevados, conseguidos a pulso, podían retocarse una vez instalados en el Purgatorio. Sería en tiempos de Cristina.
“Cristina habla más, tiene más sensibilidad institucional, es más abierta al diálogo”, propugnaba su esposo cuando (ante la incredulidad de casi todo el mundo libre) anticipaba que no iría por la reelección. En ese esquema previsto, era una fija una reunión amigable con el embajador de Estados Unidos durante los primeros días del mandato. La cita remoloneó porque el caso Antonini Wilson metió la cola.
El oficialismo fue sorprendido por la embestida proveniente de Miami y recogida como maná por la oposición nativa (en especial por la que carece de responsabilidades de Gobierno). Replicó conforme su naturaleza: dobló la apuesta. La Presidenta habló de basurales de la política, Kirchner reprisó su atril en un acto partidario en Costa Salguero. Trascartón, Jorge Taiana se vistió con traje oscuro que hacía juego con su semblante taciturno y regañó a Wayne con el máximo rigor que marcan los libros de la diplomacia.
Wayne es un cuadro diplomático pero (¿porque?) no se dedicó a las relaciones exteriores toda su vida. Le fue sencillo sobreactuar su profesionalidad en medio del fragor. No añadió leña al fuego y sólo produjo un comunicado aún más lacónico que el de ayer pero igualmente positivo en su contenido.
Reducido progresivamente el hervor del escándalo del valijero, las conversaciones, por lógica, debían recomenzar. Wayne pidió hace pocos días el encuentro con Fernández, ya se produjo. La cita subsiguiente, con la presidenta mañana a las siete y media de la tarde, era un derivado lógico.
En el despacho del jefe de Gabinete los circunstantes recorrieron los puntos de agenda común de estos años: lucha contra el terrorismo internacional, el narcotráfico y el lavado de dinero, entre los más pimpantes. Y se prometieron buenas nuevas en sendas preocupaciones coyunturales. Wayne pidió se levantara la interdicción (fijada con la recidiva del affaire Antonini) para dialogar con funcionarios argentinos que no sean Taiana. El embajador adujo necesidad de tratar tópicos de interés común sobre justicia, defensa y economía. Fernández le aseguró que se le reabrirán las puertas de los despachos de los susodichos ministros o de cualquier otro.
A su vez, coinciden el comunicado norteamericano y el argentino, Wayne especificó que no hay veto ni nada semejante para el plácet a Héctor Timerman, que se había frizado pari passu con la reacción argentina por las catilinarias del fiscal de Miami.
Los vaivenes de ese peculiar funcionario son traducidos por casi todo el gobierno argentino como derivación directa de mandatos del Departamento de Estado. Esa visión, seguramente algo mecanicista, dinamizó su furia inicial y explica su apaciguamiento actual. Es posible que en ambos casos el reflejo sea exagerado. Cierto es que el obrar del fiscal nada tiene de jurídico o de serio. Pero de ahí a suponer que tiene teléfono rojo con la primera línea del gobierno norteamericano hay un campo.
También sería prudente matizar el alivio argentino, que da por hecho que Mulvihill encontró un verso definitivo. Un fiscal que es capaz de tomar la palabra de un sospechoso sorprendido in flagranti como plena prueba (eso hizo cuando dio por demostrada la coartada invocada por Antonini a meses de producido el supuesto ilícito) puede derrapar para cualquier lado.
Traspapelada por una tormenta de verano, está en puerta la reunión entre el sonriente embajador y la nueva presidenta. Bastaron la voluntad política y un módico “canje de rehenes”: un plácet a cambio de la renovación de un salvoconducto para entrar a oficinas públicas. Si bien se mira, el encuentro se postergó una semana o dos respecto de las previsiones iniciales. No parece tanto, si se lo coteja con los ríos de tinta que produjo el entrevero. Y que seguirán fluyendo.
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