Jue 26.05.2011

ESPECIALES • SUBNOTA

Nostalgia del presente

› Por Mario Benedetti

Entre el intelectual y el mundo que lo envuelve o asedia, siempre ha existido una relación móvil, cuando no errática. No obstante, y a pesar de balanceos y estremecimientos varios, si se examinan con atención uno o varios fragmentos de siglo es posible detectar cadencias aproximadamente cíclicas, que van desde la prescindencia al compromiso, o también desde el arraigo a la evasión, con sendas viceversas.

Según todo parece indicar, ahora estamos recorriendo la etapa que incluye el descrédito del compromiso y la rentabilidad de la indiferencia. Hay, sin embargo, un matiz que quizá caracterice este sorprendente fin de siglo: existe una marcada tendencia a culpabilizar al intelectual (ese opinante en singular) por las calamidades sufridas en plural. Lo curioso es que a veces son intelectuales (desde James Petras a Octavio Paz) quienes se encargan de incoar el expediente del desahucio. El politólogo norteamericano, izquierdista sui generis, escribió extensa y críticamente sobre “el pecado de los intelectuales de Occidente”, en tanto que el poeta mexicano, poco antes que le fuera concedido el Nobel, aplicó su durísima evaluación a los colegas latinoamericanos, de quienes llegó a decir (en El Escorial, julio de 1990): “La labor de los intelectuales de América latina ha sido, en general, catastrófica”. El tajante juicio se basaba, según aclaró posteriormente, en que hemos defendido posturas políticas que luego fueron derrotadas. La historia ha enseñado, empero (antes de que Francis Fukuyama le extendiera su certificado de defunción), que la verdad no está siempre del lado de los victoriosos. No hace mucho, Jorge Edwards descubría dos citas de Unamuno que vienen al caso: “Vencer no es convencer. [...] Conquistar no es convertir”.

Es indudable que hoy sería bien visto que nos arrepintiéramos individual y colectivamente de haber bregado por una justa distribución de la riqueza en cada uno de nuestros países. Borrón y cuenta nueva es la consigna. Y si el borrón es grande y la cuenta está henchida, mejor aún. Así pues, ya de acuerdo con los diagnósticos en boga, tendríamos que concluir que el desastre global del subcontinente no se debe a las torturas, secuestros, desapariciones, asesinatos perpetrados por las fuerzas represivas del Cono Sur, ni a las tradicionales incursiones de los marines, ni a los intereses leoninos de la deuda externa, ni a las conminatorias cartas de intención del Fondo Monetario. No, todo ese descalabro se debe a la catastrófica postura de los intelectuales que se negaron a integrar el coro celebrante.

Ahora bien, si los escritores y poetas, si los sociólogos y economistas de América latina somos la catástrofe, ¿qué denominación corresponderá a quienes perpetraron 30.000 desapariciones en la Argentina? ¿Ante quién o quiénes deberíamos arrodillarnos para solicitar perdón por nuestras aspiraciones de justicia o nuestras denuncias de torturas? ¿Ante Videla? ¿Ante Pinochet? ¿Ante los invasores de Santo Domingo, de Granada, de Panamá? ¿O tal vez ante los intelectuales domesticados (que los hay, no faltaba más) que practican eso que el italiano Giordano Bruno Guerri denomina la cultura del silencio?

No sé si se deberá a la falta de costumbre o a la natural oxidación de las bisagras, pero lo cierto es que las rodillas veteranas no consienten esas dobladuras y/o dobleces. No es imposible que los presupuestos éticos pasen a ser reliquias de museo, pero de todas maneras serán un dato indispensable para entender cómo se movía la historia antes de su óbito tan publicitado.

Hace varios lustros escribió el novelista argentino Juan José Saer: “La literatura es trágica [...] porque recomienza continuamente, entera, poniendo en suspenso todos los datos del mundo”. Hoy, que nos agobian los datos nuevos, habrá sin duda que ponerlos en suspenso. No precipitándonos, no como lo han hecho los desencantados ciudadanos del Este antes de caer en los brazos de un nuevo desencanto. Por lo pronto, ya han aparecido ciertos ex nostálgicos del futuro, de pronto convertidos en nostálgicos del pasado. Y eso tampoco es edificante, porque el pasado incluía, junto a innegables conquistas sociales, un aberrante ejercicio de autoritarismo y una carencia de democracia interna. Tal vez ha llegado la hora de acomodar reflexivamente el cuerpo (y el alma, si no está en pena) a la nostalgia del presente; después de todo es la única que está a nuestro alcance. Nostalgia de un presente que desearíamos tener y no tenemos.

Pero basta de mirarnos el ombligo intelectual. El conflicto es mucho más amplio, y si enfoca circunstancialmente al intelectual y al artista es porque sus posturas toman a veces estado público y, en consecuencia, pueden generar aprobaciones y repulsas. Pero lo cierto es que la encrucijada involucra a pueblos enteros y, por supuesto, a las izquierdas. Que, para su mal, son varias, cada una con su librito, en tanto que la derecha es virtualmente una, claro que con dos libros: la Biblia (muy mal leída) y el de caja.

Después de todo, ¿qué nos depara el nuevo orden internacional, que es el del capitalismo? Salvaje o no (el único que conoce al dedillo la diferencia es el papa Wojtyla, bien asesorado en su momento por monseñor Marcinkus, el banquero de Dios), ese capitalismo hegemónico ha sido definido por el filósofo Cornelius Castoriadis como “un sistema que está destruyendo al planeta, al ser mismo. Nos está transformando en una máquina de consumo, en individuos que invierten su vida en lo que yo llamaría una masturbación televisiva y, lo que es más grave, una masturbación sin orgasmo”.

Uno de los datos del mundo que más méritos han hecho para que lo pongamos en suspenso es la versión paradisíaca del welfare state, o Estado de Bienestar. No en balde el 80 por ciento de las noticias, datos y comentarios que circulan en el mundo tienen como canales de difusión dos o tres agencias norteamericanas o sus filiales. Gracias a ellas hemos tomado conciencia de que en los países del Este no había libertad de prensa ni de migración; que existía una nomenklatura viciada por privilegios y corrupciones; que había presos de conciencia, penas de muerte, etcétera.

No hay, en cambio, la misma detallada información sobre ciertos rasgos que caracterizan la vida social en países (centrales o periféricos) del capitalismo real. Por ejemplo, las poblaciones marginales (favelas, casas brujas, cantegriles, poblaciones, callampa, ranchos, pueblos jóvenes, etcétera), el altísimo índice de mortalidad infantil, la plaga del narcotráfico, la mendicidad multitudinaria, el asesinato organizado de niños mendigos, el secuestro de niños para comercializar sus órganos, los comandos parapoliciales y paramilitares que siembran el terror; también como en el Este, la corrupción administrativa, pero en cifras escalofriantes, que involucran a connotadas figuras del gobierno, la discriminación racial, cada vez más despiadada, ya no sólo en Estados Unidos o en Sudáfrica, donde casi es una seña de identidad, sino también en varios países de la Comunidad Europea; la violencia como expresión cotidiana, poco menos que rutinaria; la delincuencia que asuela las calles y las noches.

En el socialismo real, las carencias, los disparates y hasta ciertas fechorías, tenían un carácter en cierto modo primitivo, rudimentario; en el capitalismo real todo es más científico, más sofisticado, pero también más despiadado. Concluido (al menos en apariencia) el conflicto Este-Oeste, dolorosamente acrecentadas las desigualdades Norte-Sur, ahora, y a pesar del rápido desenlace de la guerra del Golfo, la ciega intransigencia del fundamentalismo islámico se enfrenta al otro fundamentalismo, no menos fanático: el del confort, acaso la más extendida religión de Occidente. “El mercado es nuestro dios y el confort es su profeta”, podrían orar a dúo Milton Friedman y Henry Kissinger, durante su Ramadán privado, en la Gran Mezquita de Wall Street.

¿Qué queda para las izquierdas en este mundo donde todos se desviven por ser centristas? En primer término, extraernos de la derrota y no olvidarnos de dejar en el fondo de ese pozo los dogmatismos, los esquemas, las rígidas estructuras que impidieron nuestro desarrollo y atrofiaron nuestros radares. Análisis no es obligatoriamente contrición. Después de todo, es preferible haberse equivocado en medio de la brega por la justicia, que haber acertado en la lisonja del Imperio. La verdad es que queda mucho, muchísimo por hacer, seguramente con otros métodos y argumentos, pero con la herramienta de siempre, que es el hombre.

Cuando sentimos nostalgia del presente, del verdadero presente que merece la humanidad, sabemos que ahí no tienen cabida quienes lo falsean. Hoy nos hallamos frente a un presente adulterado, apócrifo; mas por debajo del mismo llega a vislumbrarse eso que en pintura se llama pentimento, o sea el cuadro primitivo, original. Nuestra nostalgia se refiere pues a ese presente-pentimento, a ese presente que debió ser, y está semioculto, cubierto por los barnices capitalistas, liberales, socialdemócratas.

Lillian Hellman, cuando se rescató a sí misma de la pesadilla del macartismo, escribió: “El liberalismo perdió para mí su credibilidad. Creo que lo he sustituido por algo muy privado, algo que suelo llamar, a falta de un término más preciso, decencia”. ¿No será que la nostalgia del presente es también nostalgia de la decencia?

(Publicada el 7 de julio de 1991)

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