ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Noé Jitrik
“Si se viene el comunismo me voy a la estancia y chau” proclama un personaje de una novela, cuyo título no recuerdo, de Beatriz Guido. Era hacia 1960 y, por cierto, no existían condiciones para disfrutar del chiste, si es que lo era (creo que a nadie le parecía que lo fuera). Más bien se creía que era una tilinguería, acaso de la propia Beatriz, o, benévolamente, una expresión tilinga propia de un personaje también tilingo, fuera de la historia. La palabra comunismo era entonces sagrada, congelaba no sólo una desviación sino cualquier atentado verbal a su investidura. Pero ahora, después de lo que pasó en el mundo, quienes entonces abrigaban ese espantoso temor pueden estar por el momento tranquilos, ya que no parece que se esté viniendo. Si viene es a pasos lentos o por ahí incluso no llega. La vida terrenal es tan breve que bien puede el comunismo demorarse y aun perderse en el camino, o irse, como ocurre en la China, sin ir más lejos o yendo tan lejos.
Ahora creo que la frase es chistosa y viene a cuento, me parece, porque unos cuantos ciudadanos de este país –se ha visto en estos meses– han sentido que un tímido intento de perfeccionar un impuesto era nada menos y nada más que una catastrófica reaparición de tan temible fantasma, la vieja frase de Marx, “Un fantasma recorre Europa”, en el caso las estancias argentinas. Y si la frase es un chiste el fantasma está lejos de serlo, no tanto porque alguien en alguna parte esté concibiendo la perversa idea de acabar con la propiedad privada sino porque intenta quitarle a la estancia, o sea al campo, ese rasgo tributario de la permanencia, el sagrado recinto en el que el estanciero que vive en la ciudad puede refugiarse cuando la ciudad está amenazada por la tan monstruosa perspectiva del comunismo o de otras depravaciones. Si la ciudad quiere el comunismo, presupone la frasecita, es asunto de ella pero la estancia es otra cosa, “eterna como el agua y el aire” habría dicho Borges. Pero no hay que temer: la estancia sigue incólume, la amenaza impositiva ha sido conjurada a altas horas de la madrugada gracias a que un Hamlet criollo resolvió el dilema y logró que reine el contento entre sus felices propietarios.
La frase aquélla no es tonta: ante todo sugiere que la literatura ve bastante más lejos de lo que ve la política, la sociología y el periodismo, posee una cualidad que no se le discute así como tampoco la virtud de describir lo que ocurre en ámbitos sociales que otros discursos se esfuerzan en entender. Por ejemplo, lo que la literatura ha visto, y descripto, es la manera de vivir en los diversos ámbitos campesinos: la tediosa vida pueblerina, la esforzada de las chacras, la reposada de las estancias. Por supuesto, en ninguna de esas descripciones aparece la palabra “comunismo”, no hay nada que temer, pero sí diversos rasgos que dieron lugar a exaltadores textos, desde el clásico de Juan Manuel de Rosas, los denuestos contra los estancieros de Sarmiento, la novela de Eugenio Cambaceres, las sombrías de Benito Lynch, hasta los idílicos relatos de Ricardo Güiraldes. Recuerdo un libro encantador: Memorias de un portón de estancia, de Edmundo Wernicke, pariente de Enrique, el inolvidable escritor. Algo notable: después de que las estancias alambraron y fijaron sus límites ya no se podía atravesar los campos ni carnear una vaca a voluntad y placer; comerse la carne y dejar el cuero, como era usual y permitido antes, ya no era posible pero sí se podía llegar hasta las casas, acudir a la carnicería y obtener, gratis, un buen pedazo de asado o un vaso de leche, no por cierto papas fritas ni ensalada o queso, eso era demasiado. ¡Qué tiempos! ¡Qué desabastecimientos aquéllos!
Esa generosidad se correspondía con ciertas imágenes del estanciero, del mediano, no del grande; aquél podía ser un hombre bonachón, que compartía los rigores con sus peones, aunque los tuviera en negro; los grandes, en cambio, con varios miles de hectáreas y buenas casas construidas por arquitectos franceses, no aparecían nunca, tenían mayordomos que debían mandarles las cuentas a sus residencias de Palermo Chico o a París, trampeando un poco los mayordomos, nunca se pudo confiar en nadie.
Los mencionados escritores, y muchos otros, atraídos por la vida en esos apartados lugares, indagaron en sus modalidades y características y describieron algo de lo que existía pero, desde luego, hicieron ficción, inventaron chacareros esforzados, estancieros bondadosos o crueles, peones ladinos, bancos implacables y, en ocasiones, sazonaron sus relatos con violaciones –las hijas de los puesteros como víctimas favoritas de los niños-dueños–, horribles mangas de langostas, inundaciones, sequías, crímenes, borracheras infinitas, sufrimientos al amanecer y martirios en los crepúsculos, trabajos peculiares –esquilas, ordeñes, cosechas, domas– y, por cierto, relaciones confusas con las ciudades, el pajuerano engañado, el hijo doctorcito que no quiere volver a las casas, el consignatario prometedor pero como cuervo de rapiña, el interminable tren que lleva y trae los bienes que en la ciudad son grandiosos y en el campo mínimos.
Tan bien lo hicieron, hasta cierto momento, que lo que los urbanos sabemos del campo se lo debemos a ellos, en lo que respecta al pasado; pero como desde fines de la década del ’20 los escritores prefirieron la ciudad para volcar su capacidad de observación y su talento, lo poco que sabemos ahora del campo es porque a veces salimos los fines de semana a pasear por los alrededores o porque, en los últimos meses, las cámaras de televisión nos proporcionaron imágenes de hombres rudos a la vera de los caminos, rodeados de máquinas y de vehículos y entre los cuales no se podía ver bien si había algún estanciero, de los bonachones o de los otros; es una lástima porque, interrogados por los periodistas, habrían podido darnos una imagen un poco más actual de cómo se vive en el campo donde, ya lo sabemos, las ideas de comunismo no llegan.
Es un hecho que, aunque no lo podamos comprobar en profundidad, el campo argentino cambió, al menos en la pampa gringa, no por cierto más arriba de Córdoba o de Entre Ríos; muchos chacareros viven ya no en los ranchos sin luz ni gas ni teléfono sino en pueblos cercanos que parecen bien trazados, prósperos, con todos los servicios, computación, televisión por cable, etcétera; las muchachas ya no están suspirando por seductores viajeros sino que estudian y viajan por el mundo; además, ya no hay sabañones que martirizaban los dedos y el agua para lavarse la cabeza se ha ablandado con reducción al mismo tiempo de las manchas en los dientes que afeaban los rudos rostros quemados por el sol; ahora hay escuelas y universidades por todas partes, es posible adquirir departamentos decentes por lo que ya no es necesario mandar a los hijos a lóbregas pensiones para escapar al llamado de la tierra y al destino paterno; el universo campesino ya no se mueve en carros tirados por equinos cansados sino en buenos automóviles; ya las lluvias no encharcan los caminos; es muy probable que no se roture más la tierra con vencidos arados cuyas rejas están a la venta en los anticuarios; muchos cascos de estancia, de medianos estancieros venidos a menos, se han convertido en paradores turísticos; estancias grandes han pasado a manos de anónimos inversores foráneos aunque algunas sigan en posesión de nombres tradicionales; lo que antes era un mito, el del trigo, las montañas del oro del primer Lugones, ahora es la oscura y abundante soja y así siguiendo. Es claro que en cuanto a la explotación de la tierra también muchas cosas han cambiado, no hay tanta diversidad de productos y la tendencia a la concentración es un tema fatigante y en el cual no me meto por no fastidiar a interlocutores que lo conocen más y mejor que yo.
¿Cómo harían entonces los escritores que quisieran retomar la vida del campo en sus múltiples facetas? ¿En qué aspectos se podrían detener para renovar la literatura nacional? Tal vez, es una sugerencia útil, alguno podría escribir la biografía de Alfredo De Angeli, como ocurre en los Estados Unidos cuando una persona se destaca. O bien los conflictos generacionales que podrían estar produciéndose en casa de productores de soja que por su intransigencia hacen peligrar el futuro familiar. O si no, otro tema puede ser mostrar que en realidad Luis D’Elía es un fuerte terrateniente, sojero y ganadero, resentido con la sociedad rural porque tuvo una novia de familia oligárquica que frustró el romance. También está el asunto de la información: ¿qué tal una novela en la que se relate que Mariano Grondona es un agente gubernamental que con su discurso está saboteando la causa de los productores de leche?
(Publicada el 22 de julio de 2008)
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