ESPECIALES • SUBNOTA
› Por María Moreno
En un artículo titulado “Siempre es la hora del té en Chile”, escrito en junio de 1994, el historiador Paul Johnson daba un buen ejemplo de cómo para muchos conservadores camuflados de liberales el casamiento entre Chile e Inglaterra, refrendado por el té de sangre de las Malvinas, parecía, hasta el encarcelamiento del general Pinochet, a prueba de divorcios. “... Los chilenos se toman en serio la hora del té –evocaba con esa pluma que parece una versión prêt-à-porter de la de G. H. Chesterton–. Quizá se deba a su relación con los ingleses. Ser de ascendencia inglesa es sumamente importante en Chile, aunque tampoco está mal la ascendencia galesa, escocesa o irlandesa. El libertador de Chile fue Bernardo de O’Higgins, cuyo padre era oriundo del condado de Meath, quien desbarató a los españoles en la batalla de Chacabuco en 1817. Y fue el almirante lord Cochrane,
enarbolando su bandera en el buque O’Higgins quien terminó de destruir el poderío español en el Pacífico.” Luego agregará una confidencia: el general Pinochet le contó, mientras tomaban el té juntos en los cuarteles de Santiago, que los oficiales navales chilenos, aun en ese momento, llevaban corbata de luto durante el aniversario de la muerte de Nelson en Trafalgar. ¿Lo harán ahora?
Utilizando el recurso del falso paralelo ecuánime, “Siempre es la hora del té en Chile” relata la merienda que Johnson tomó con Salvador Allende antes de que éste fuera presidente y con Augusto Pinochet luego de que hubiera concluido su mandato, es decir en ambos casos Johnson bebió y comió con senadores.
De la primera, el historiador rescata las diferentes variaciones de té –de la India, China y Ceilán–, los panecillos, los pasteles, la mermelada y el blancmange; de la segunda, el helado de albaricoque, el conejo galés y el jamón cocinado con miel y crema de pistacho. Al juzgar a los anfitriones, el puntaje varía: seducido por la insensatez de “sus seguidores más extremados”, Allende habría llevado el país a la hiperinflación, el desempleo y la revuelta de la clase media. El general Pinochet, en cambio, habría restaurado la economía y convertido a Chile en “un modelo para sus vecinos”. La humareda despedida por un sinfín de coches, ocultando en Santiago los picos de los Andes, sería para Johnson la alegoría del bienestar chileno.
El ritual del five o’clock puede realizarse entre dos enemigos acérrimos a quienes no arrimaría ni el conejo galés ni el helado de albaricoque, como sucede en los tés a los que la Reina Roja convida en Alicia en el País de las Maravillas a sus amigos y que pueden terminar con un decapitado o dos. Pero, en el caso de Johnson y Pinochet, el té “caliente de cuchillo y tenedor” une a dos semejantes. Ambos no son precisamente exponentes de la alta imaginación reaccionaria sino productos mediocres que funcionan en el interior de estructuras que sí funcionan: ambos sufren el síndrome de abstinencia del retiro de su amiga de hierro, Margaret Thatcher; ambos son ominosamente obvios. El general, un representante de la fuerza y el orden, sufre de hernia, mal que está asociado al hecho de hacer fuerza, como el maxilar adelantado y el ceño fruncido con los que posa en sus fotografías a la manera de un patriarca de guiñol. El historiador es una suerte de inglés apócrifo a fuerza de ser estereotipado. Tiene un cutis rojo y venoso, usa trajes de tweed y extraña la desaparición de la caza del zorro con trompetas y fondos de castillo Tudor. Su filosofía para millones se sustenta en el lugar común, ese que le permite considerar a París una ciudad vistosa pero cuyos embotellamientos de tránsito hacen que se tarde dos horas de automóvil entre el aeropuerto De Gaulle y la rue Cambon, que Picasso dibuja mal y que los homosexuales tardan en maquillarse cada mañana lo mismo que una modelo. El general no le va a la saga en vulgaridad y sus declamaciones parecen producto de la pluma de un socialista tonto intentando parodiar al enemigo. He aquí una muestra de su estilo reaccionario: “El dilema era o vencía la concepción cristiana occidental de la existencia para que primara en el mundo el respeto a la dignidad humana o se imponía una visión materialista y atea del hombre y la sociedad”. El general es, ya se sabe, un general, el historiador es “un infante en la guerra de las ideas”. Ambos son eufemísticos para hablar de baños de sangre, el general sobre aquellos en los que está involucrado, el historiador sobre los que avala: “Nunca he deseado la muerte de nadie y siento un sincero dolor por todos los chilenos que en estos años han perdido la vida”, declaró el general ante sus recientes enjuiciadores como si estuviera aludiendo a víctimas de cáncer de mama o accidentes de tránsito; “en ese proceso el pobre Allende murió”, describe el historiador –al igual que si se tratara de un infarto de miocardio o un derrame cerebral– en su síntesis del momento en que el general tomó el poder, según él, por ruegos de civiles conservadores y, en un acto magnánimo, para evitar la guerra civil. Ambos, también, pueden morir por la boca: “Nunca llegué a ser un dictador porque los dictadores acaban mal”, dijo el general (siguiendo las leyes de su propia lógica visto que acabó mal, es un dictador). El historiador, que tiene fama de erudito, es decir de poseedor de conocimientos vastos y heterogéneos, suele morir por la boca cuando se encuentra con alguien que conoce sólo un fragmento de saber pero bien: por ejemplo, el historiador José Luis Romero descubrió que para Johnson la oleada de inmigración masiva a la Argentina ocurrió antes de que se planteara siquiera la alternativa civilización y barbarie, es decir que fue anterior a la escritura del Facundo. Tomando en solfa la afirmación de que su esposa Marygold le corrige los manuscritos, Romero le recomienda a Johnson la poligamia.
El apellido del historiador coincide con una marca de aceite para niños y el del general contiene el nombre de un famoso mentiroso de cuento infantil. El historiador y el general creen en la conspiración comunista y la masonería gay y se sienten llamados, uno con la espada, el otro con la pluma, a ser los paladines de una idea de Occidente que tiene como icono a la cruz besuqueada, la estampita del general Franco durmiendo con el brazo de Santa Teresa bajo la almohada –el generalísimo había robado la reliquia– y el té “de cuchillo y tenedor”. Un té que Johnson por ahora no puede devolver, ya que una reina roja bajo la forma de los “law lords” ha reemplazado a la dama de hierro y creado un obstáculo en el protocolo de la merienda entre él y el general al cortarle la cabeza a la inmunidad de éste. Luego de su anulación del fallo adverso a Pinochet del 25 de noviembre, realizada el 17 de diciembre, el nuevo fallo que los “law lords” tratarán a partir de hoy puede introducir en el cuento del general y el historiador nuevos personajes: los traidores hijos de O’Higgins o el español vengador. Y quizás el próximo té que compartan el general y el historiador (es de suponer que en calidad de visitante) sea de saquito, frío y entre rejas.
(Publicada el 18 de enero de 1999)
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