ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Juan Gelman
Es un muchacho alto, rubio, de saco y pantalón medio raídos, sandalias de plástico de playa. Parado en la vereda, se refriega los brazos contra el frío que baja de la medianoche de Manhattan. Está flaquísimo. Después sabré que ha perdido casi 20 kilos en los últimos meses. Tiene sida.
Se llama Paul y no es ya el adolescente impetuoso que hace tres años pasó a integrar el ejército de homeless (personas sin techo) que a toda hora recorre la ciudad, duerme al raso, en las líneas de subte de recorrido nocturno más largo o en algún hogar municipal. De este ejército, unos 20.000 son adolescentes. Como 1500 chicos de ese grupo de edad, Paul está infectado por el virus.
Los datos pertenecen a un minucioso estudio sobre el tema que se ha dado a conocer recientemente en Boston. Ignorante, tal vez, de que ya es estadística, Paul se decide. Cruza la calle hasta una camioneta de la Covenant House –organización privada de asistencia social de Manhattan– y acepta el vaso de chocolate caliente y el sandwich que le dan gratis. La camioneta arranca hacia otras calles, rastreando adolescentes sin techo. Paul come y bebe despacio. Ya no puede hacer lo que hizo alguna vez, cuando fue empujado a la calle, y lo que todavía harán quienes acaban de ingresar a esa vida a los 15 años y aún menos: prostituirse en night-clubs de categoría cada vez más baja, pasar la noche en un departamento o un hotel, tomar y comer algo quizás, conseguir algunos dólares para sobrevivir y drogarse mañana y eventualmente contraer la enfermedad.
Es obvio que la pobreza no origina sida, pero incide en su propagación. Eso sepulta las explicaciones sobre la extensión del mal que aquí –y en otras sociedades ricas, aunque no para todos– propone la mentalidad conservadora. El reaganista Pat Buchanan establece una relación explícita entre “el sida y la bancarrota moral” que aquejaría al país. El predicador Jerry Falwell diagnostica que “el sida es el juicio de Dios a una sociedad que no respeta Sus reglas”. Hace 25 siglos, Hipócrates dictaminaba que la causa de la peste bubónica era “la ira de los dioses”. La idea de las pestes como castigo moral es casi tan vieja como el mundo.
Negando la evidencia de que es una enfermedad que sobre todo se transmite heterosexualmente, el ultraconservador republicano Jesse Helms proclama que el sida está destinado en especial a los homosexuales de Occidente, que bien lo tienen merecido. Es una opinión más política de lo que parece. Como señala Susan Sontag, los voceros del “establishment” que más se empeñan en entintar los aspectos morales del sida “son aquellos cuyo principal discurso es la duda acerca de la voluntad estadounidense de mantener la política belicosa del país, sus gastos en armamentos, su firme anticomunismo, aquellos que en todas partes encuentran pruebas de la declinación de la autoridad política e imperial de los Estados Unidos”. Ese tipo de denuncia de “la peste gay”, agrega la escritora, forma parte de una acusación mucho más vasta contra “la blandura de Occidente, con su hedonismo, su música vulgar y sexy, su indulgencia con la droga, su vida familiar debilitada, que han socavado la voluntad de lucha contra el comunismo. El sida es tema favorito de quienes traducen su proyecto político en cuestiones de psicología de grupo, de autoestima y autoconfianza nacionales. Aunque esos especialistas en sentimientos feos insisten en que el sida es un castigo al sexo desviado, lo que los mueve no es sólo ni principalmente la homofobia (...) Hay toda una estrategia en pro de ‘la voluntad’ –hecha de intolerancia, paranoia y temor a la debilidad política– que usa al sida de pretexto”.
Lejos de esas especulaciones, Paul tirita de frío en una calle de Manhattan con el sida en el cuerpo. Como la mayoría de los muchachos de la calle, no le tiene miedo: es apenas otra mala noticia de una vida sin techo ni horizonte. Sabe que morirá dentro de poco, que no es Rock Hudson y que apenas será uno más de los miles de víctimas que el sida supo conseguir. Con suerte, sólo su edad quedará registrada en el sobrecogedor spot televisivo de prevención y lucha contra el sida que proyectan los canales. Bajo la voz del locutor, pasa lentamente la lista de las personas aniquiladas por el mal, su edad al fallecer –de 5 a 57 años– y al lado, pudor final, en vez del nombre, la palabra “anónimo”.
(Publicada el 27 de diciembre de 1988)
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