ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Roberto “Tito” Cossa
Desde siempre tuve debilidad por los mutis. Cada vez que atravieso una circunstancia difícil me aparece el gesto ampuloso, inmanejable, de irme, de dar por terminada la situación. En suma, de salir de escena. O de pedirle al otro que se vaya y me deje solo. Dicho de otra manera: en los trances duros hay un momento en que necesito irme yo o echar a mi interlocutor. Es mi manera de dar por terminada una situación enojosa.
Seguramente este rasgo de mi carácter tiene que ver con mi inclinación por el teatro. O tal vez en el teatro descubrí tempranamente que los conflictos terminan generalmente con un mutis. Siendo muy chico vi una versión de En familia, de Florencio Sánchez, por un teatro de aficionados de San Isidro. Aún recuerdo el impacto que me produjo el momento en que Damián echaba de la casa a su padre, un irresponsable, con el dedo extendido y gritando: “Fuera de esta casa”. El padre desapareció de mi vista aquella vez. Cumplió seguramente con su promesa de entregarse a la policía.
O aquel otro gran mutis de mi adolescencia, el de Willie Loman en el final de La muerte de un viajante. Salía del escenario y marchaba hacia la muerte.
Personalmente traté de ser siempre coherente con los mutis. Y en toda mi existencia frecuenté hombres y mujeres que sabían respetar las rupturas. Si alguna vez tuve que irme, me fui para no volver. Y si a ellos les tocó irse, se fueron para siempre.
Mantuve esta actitud con orgullo y disciplina hasta la mal parida noche del jueves, en que recibí en mi departamento a un conocido director teatral (cuyo apellido me reservaré, por razones comprensibles) con quien mantengo desde hace tiempo una difícil relación. Discutimos desde el comienzo, tratando de mantenernos serenos y lo logramos durante tres horas. Pero pasada la medianoche la conversación se puso muy dura y llegado un punto no aguanté más. Sentí que la sangre me hervía y fue imposible reprimir el impulso. Con el mismo gesto de Damián, le grité: “Fuera de esta casa”.
Se quedó un instante de pie, de espaldas a la puerta de salida. Me lanzó una mirada húmeda como si estuviera diciendo “No me vas a ver más” y salió dando un portazo. Una vez solo cargué el vaso con ginebra y bebí hasta el fondo. Las manos me temblaban, pero tuve la sensación de que mi alma estaba en paz. De una vez por todas había terminado con una situación desgraciada que se arrastraba desde hacía años. Y lo había logrado gracias a mis más profundas convicciones.
Fue en ese instante que sonó, tímidamente, el timbre de entrada. Inquieto abrí la puerta y me encontré con el director. Tenía el rostro demudado. En definitiva, él también es un hombre de teatro y conoce, como nadie, el valor del mutis.
–La puerta de abajo está cerrada.
Bajamos por el ascensor los interminables cuatro pisos. Humillados. Aún me pregunto por qué motivo me vi obligado a dar una explicación:
–Es una decisión del consorcio... Razones de seguridad.
–Me gustan estos edificios viejos –comentó para ayudarme.
–Se parece al que vos vivías hace años en la calle Tacuarí.
Lo dije y en el mismo momento me arrepentí. Pero ya era tarde.
–¿Te acordás qué buenos tiempos aquellos? –sonrió.
Nos despedimos en la puerta de calle con un abrazo. Como al pasar dijo que estaba a punto de iniciar un seminario sobre la estructura del drama en las obras de William Shakespeare. Me comprometí a participar. Al día siguiente, el viernes pasado para ser más precisos, caminé sin destino. Llevaba la historia con el director sobre mis espaldas hasta que, casi ya de noche, me tropecé con un veterano periodista, gran amigo, a quien llamábamos “el Tordillo” desde los tiempos gloriosos del sesenta por su pelo prematuramente canoso.
El Tordillo estaba sentado a la mesa de un bar de la Avenida de Mayo. Ocupé una silla vacía sin pedirle permiso y le descargué sin parar lo que me había ocurrido la noche anterior. El Tordillo y yo habíamos compartido todas las buenas y todas las malas que uno se pueda imaginar y pensé que podía comprender mi problema. Cuando terminé el cuento, hice una pausa. Por toda respuesta recibí el sollozo de un anciano. Levanté la vista y me estremecí. De tres pantallazos comprobé lo que no había percibido antes, tan ensimismado como estaba en mi propio drama: el Tordillo tenía el cabello totalmente blanco, fumaba sin parar y agitaba un vaso cargado de ginebra. Quedé impactado. Hacía más de diez años que el Tordillo, en un gesto que todos los integrantes de la barra envidiábamos, había dejado de beber y de fumar.
Esperó que yo terminara de asimilar el impacto, encendió un cigarrillo nuevo con el pucho del anterior y dijo amargamente:
–¿A vos te arruinaron los mutis? A mí me destrozaron las llegadas.
Le di tiempo para que apurara el trago de ginebra y le pidiera otro al mozo. Luego me miró fijo y antes de largarse a llorar confesó:
–Hace seis meses que no me acuesto con una mujer.
La revelación me dejó atónito. El Tordillo era uno de los amantes más fenomenales que yo haya conocido, el mayor de todos. Aún a los sesenta años solía tener no menos de una aventura amorosa diaria con una mujer distinta.
–Pusieron llave a la puerta de entrada y me jodieron para siempre.
Bebimos ginebra hasta que amaneció. En esa noche de confidencias, el Tordillo maldijo una y mil veces al consorcio del edificio donde vivía. en el pasaje Giuffra.
–¡Vos no sabés, hermano, lo que eran aquellas esperas, ese tiempo maravilloso que iba entre el momento que escuchaba la chicharra del portero eléctrico y el instante en que sonaba el timbre de entrada al departamento! ¡Instantes de gloria, hermano! Yo las esperaba, con mi pantalón negro de fantasía, mi camisa de hilo, el moño de satén y el saco blanco cruzado. Y el disco de Armando Manzanero sonando suavemente.
Descubrí, finalmente, que el éxito del Tordillo con las mujeres dependía fundamentalmente de una puesta en escena. Cuando el Tordillo abría la puerta del departamento las mujeres, invariablemente, quedaban impactadas ante esa figura congelada en los tiempos del cincuenta romántico. El Tordillo les tendía la mano, las introducía al departamento, cerraba la puerta, las estrechaba contra sí y comenzaba a bailar. Cuando la mujer pretendía decir algo, el Tordillo le susurraba al oído: “No hables... por favor... no hables...”.
Esperaba entones el instante propicio, las besaba en la boca y las reclinaba sobre una antigua chaiselongue cubierta con un mantón de Manila rojo. El resto era de imaginar.
–Me arruinaron... Desde que cierran con llave la puerta de entrada me arruinaron –repetía sin parar.
Hizo flamear el vaso hasta que el mozo entendió que tenía que traer otra dosis.
–Ahora tengo que bajar a abrirles y el tiempo que tardamos en llegar hasta el departamento es un calvario. A mí no me sale una palabra y ellas no hacen otra cosa que hablar tonterías. Todas dicen lo mismo: “Me costó encontrar el pasaje Giuffra”. O algo peor: “El colectivo 29 venía repleto”. ¡Trivialidades espantosas! Cuando llegamos al departamento ya se me fueron las ganas. Ellas siguen lanzando cursilerías sin parar y yo las escucho vestido de vulgar vaquero y camisa a cuadros.
El mozo se llevó el vaso vacío y dejó otro cargado. El Tordillo contuvo el llanto:
–No puedo vivir sin amor. Creéme que tengo miedo. Tengo miedo a la vejez... Tengo miedo a la muerte.
Bebió de un solo trago media dosis de ginebra y se quedó en silencio. El cuerpo abotagado se inclinó hacia un costado y los ojos se le cerraron. Era la imagen de la derrota.
Pasé el fin de semana sin dormir. Estoy pasando los momentos más horribles de mi vida. Mañana por la mañana, dentro de unas horas apenas, vendrá el cobrador del Hospital Francés. Hace un año que me debe el carnet que me habilita como socio. A lo largo de estos doce meses se lo reclamé varias veces, infructuosamente. Siempre tiene una excusa. Con el transcurrir de los meses la situación entre el cobrador y yo se fue haciendo cada vez más espesa. Hasta que el mes pasado lo amenacé: “Si no me trae el carnet, lo echo”.
Estoy convencido de que mañana va a venir sin el carnet. Y yo voy a tener que cumplir con mi palabra y echarlo. Es un hombre manso, sabe que tengo razón y con seguridad abandonará el departamento sin protestar.
Pero voy a tener que acompañarlo para abrirle la puerta de abajo. Y en el ascensor, durante cuatro pisos, va a decir la frase que invariablemente repite, hasta en pleno invierno: “Qué calor que hace, señor mío... qué calor”. Y agregará, como siempre: “Y todavía tengo que caminar diez horas”.
¿Qué puedo hacer? Sé que voy a decirle que no se preocupe. Que estoy arrepentido de lo que le dije. Que vuelva el mes que viene, aunque no me traiga el carnet. Es un hombre de mi generación que debe haber tenido una vida muy difícil.
Con esta maldita costumbre de cerrar la puerta con llave lo único que lograron es convertirme en un pusilánime.
Pero debo admitir que era una medida necesaria. Por razones de seguridad.
(Publicada el 29 de febrero de 1992)
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