ESPECIALES • SUBNOTA
› Por Rodrigo Fresán
En su prólogo a Grandes esperanzas, de Charles Dickens, el escritor norteamericano John Irving se escandaliza, divertido, por las críticas que califican a los argumentos de Dickens como improbables: “La naturaleza de la trama es ser improbable. Cuando los ingleses partieron hacia su guerrita con los argentinos en 1982 utilizaron una embarcación de lujo, el Queen Elizabeth II, para el transporte de ropas y prostitutas. ¿Y cuál fue una de las más importantes prioridades estratégicas para los argentinos? Hundir el barco en cuestión para así apuntarse lo que por esos lados se conoce como victoria moral. ¡Increíble! Aceptan argumentos como éste por la sencilla razón de que, después de todo, son noticias. Y esa misma gente desconfía de Dickens”.
En la página del final, Holy Golightly –protagonista absoluta de Desayuno en Tiffany’s– manda carta donde precisa que “Brasil fue bestial pero Buenos Aires es de lo mejor”.
Más allá de las góticas excentricidades de Miss Havisham o de la frivolidad en fuga de Truman Capote, cabe preguntarse cuál es la fascinación que ejerce la Argentina como poderoso territorio para que canten, felices y afinadas, las máquinas de la ficción y lo improbable. Seguramente no tiene que ver con un paisaje exótico o una estética macondiana; aquí todo es más sutil y más cercano a la esquizofrenia que suele reinar en ciertos episodios de Dimensión desconocida: ¿la Argentina no es, después de todo, una república europea que limita aquí con la General Paz, allá con la Rue Foch? De ahí que varios escritores viajeros –Theroux, Chatwin & Co.– y varios individuos en fuga desafinada buscando una nueva vida –Butch Cassidy, Orlie Antoine, Aristóteles Onassis y todo un rebaño de nazis de elite– hayan recalado en nuestras costas como quien busca perderse y encontrarse en las páginas de un libro en constante trámite porque ¿cómo terminarlo?, ¿cómo arriesgarse a un final que aborte la maravilla?
Cuando se trata de hacer arte en argentino y en la Argentina, toda dificultad ingobernable se rinde con suspiros de falsa señorita recatada al descubrir que, bueno, aquí todo es posible. Súmese a esto la natural propensión a la amnesia del argentino medio, y la delgada membrana que separa a un buen cuento de una noticia delirada se vuelve decididamente permeable. La clave está en aceptarlo, entregarse a la vorágine del maelstrom y comprender que nuestra historia obedece a los dictámenes de un escritor tan talentoso como impredecible en el hilado de sus tramas. Y que semejante originalidad es nuestro producto más representativo. Así, todo es probable y, amparándose en semejante infinito, han florecido los hijos del capitán Grant; aquel personaje de Bellow secuestrado y obligado a la lectura de panfletos intolerables; El Santo y Maxwell Smart resolviendo intrigas en Buenos Aires apócrifos; la bofetada de Gilda; un personaje de Stephen King enloqueciendo a bordo de un avión después de haber concretado pésima transa con bonos vernáculos; el asado pantagruélico con que se enciende el galope de Los cuatro jinetes del Apocalipsis; el abogado sufrido y astuto de las novelas de Scott Turrow; el cónsul borracho de Graham Greene y Amalita en los diarios de Warhol; toda una patota de nuevas novelas norteamericanas –Sebastian’s Pride, Imagining Argentina, Reapers of the Wind, Champions of the World, El Yanqui– que ensayan hasta el infinito variaciones de Lo que el viento se llevó y Missing; una ópera rock con nombre de Primera Dama; la lista continúa hasta crecer a expediente ingobernable y, hey, tengan a bien agregar sus propias selecciones, sus divertidas memorias.
Argentina potencia. Argentina como eficaz musa inspiradora. Argentina con todos sus climas. Argentina derecha y humana y mítica y mitómana. Argentina como última parada antes del precipicio que confirma la chatura del planeta. Malos y buenos. Todos juntos ahora y vengan juntos. Como los Blue Meanies, los malvados azules vencidos para siempre en el Submarino Amarillo por la música de los Beatles y el latido de los corazones solitarios. Recuerden: “¿A dónde iremos ahora?”, se desespera el líder de los villanos ante sus lugarteniente, quien, con una sonrisa entre cínica y nerviosa, articula la palabra mágica, el abracadabra de todo el asunto.
“¿A la Argentina?”, responde y pregunta y responde el muy cretino.
(Publicada el 5 de febrero de 1992)
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