ESPECIALES • SUBNOTA
› Por José Pablo Feinmann
¿De qué hablamos cuando hablamos de un quiebre, de una ruptura en el devenir de la historia? Hablamos de algo definitivo: ya nada volverá a ser como era. Luego del hecho histórico que señalamos como quiebre o ruptura, la historia es otra historia. Es la historia que sigue a ese hecho. Es la historia en que ese hecho (presentido, profetizado o temido) ya ocurrió. Adorno y Horkheimer señalaron a Auschwitz como el hecho que quebraba la tradición de la cultura occidental. Siempre (o, para decirlo con rigor, desde la aparición de los campos de detención clandestina en este país, el nuestro) pensé que el dictum adorniano acerca de Auschwitz nos incluía doblemente. Porque nosotros hemos repetido Auschwitz. No importa si en mayor o menor medida. No se puede medir el horror. Desde la perspectiva de las víctimas es siempre absoluto, y nuestra perspectiva es ésa, la de las víctimas, ya que es a partir de ese sufrimiento que hemos aprendido a pensar la historia al modo de Horkheimer: como historia del dolor.
Si Auschwitz quebró la tradición de la cultura occidental, la cultura argentina fue quebrada in situ, en su estricta particularidad, por los campos de exterminio de la dictadura. La ESMA es nuestro Auschwitz. Así como Adorno elige Auschwitz como el símbolo de la muerte (pese a la notoria existencia de otros campos), nosotros elegiremos la ESMA, pese, también, a la notoria existencia de otros campos. Hay un motivo: en la ESMA, como en Auschwitz, se dio la mayor confluencia de la racionalidad de la muerte. No había en la ESMA, como había en Auschwitz, un cartel que dijera: El trabajo os hará libres. Pero había la misma concepción de poner la racionalidad instrumental al servicio de la muerte. Acaso distinga a la ESMA la faceta de la información. Nadie iba a Auschwitz para que le extrajeran informaciones que pudieran llevar la represión a otros ámbitos, que permitieran atrapar otras víctimas. Auschwitz no era, como pretendía serlo la ESMA, un espacio al servicio de una guerra. Lo digo en este unívoco sentido: la ESMA pretendía extraer informaciones para librar la llamada guerra sucia, de aquí la primacía de la tortura. En la ESMA, la tortura –dentro del esquema criminal– era más importante que en Auschwitz. Los prisioneros iban a Auschwitz a morir, no a ser interrogados. A la ESMA iban primero a ser interrogados y luego a morir. O sea, iban primero a ser torturados y luego, los que no morían en la tortura, iban para ser arrojados al río en los vuelos de la muerte. Pero la ratio de la tortura le era más esencial a la ESMA que a Auschwitz.
Coinciden en la fría racionalidad de la muerte. Si Hannah Harendt extrajo de Auschwitz el concepto de la banalidad del mal es porque en el campo del horror había un orden, una racionalidad, una planificación. Y esa racionalidad se aplicaba sin pasión. Eichmann hacía el Mal como Sarmiento decía que lo hacía Rosas: sin pasión. Esta burocratización de la muerte es la condición de posibilidad de los campos. El torturador de la ESMA (como se ve en el film de Marco Bechis centrado en el campo de detención Garage Olimpo) llega a la ESMA y ficha su tarjeta de empleado. Registra su horario de entrada y su horario de salida. Después regresa a su casa y cena con su mujer y sus hijos, a los que, por supuesto, ama tan intensamente como intensamente injuria día a día a la condición humana. Esta cosificación de las víctimas es central en los campos. La víctima es, ante todo, una cosa interrogable. Una cosa que posee información. Una cosa que es un cuerpo, un cuerpo que tiene una infinita capacidad de dolor a cuyos extremos será necesario a veces llegar para extraer eso, lo que se busca, la información. En la ESMA se utiliza la electricidad y su uso está planificado. Tantos watts por kilos de peso. Más allá de cierto nivel de electricidad la cosa interrogable muere y no entrega la información. Hay ahí un error en la planificación de la tortura. La cosa interrogable, siempre, debe morir después de entregar la información, cuando ya no es interrogable, cuando sólo es una cosa, un precadáver. Si muere antes, se tiene un cadáver y no la información.
De este modo, la ESMA implica un quiebre en la cultura argentina. No porque antes no existieran el crimen y la tortura, sino porque nunca existieron con tal nivel de planificación, de frialdad metódica y porque nunca antes su existencia implicó el plan de la desaparición de los cuerpos. Nunca la barbarie (entendiendo aquí no lo que entendía Sarmiento en su esquema civilización/barbarie, sino la barbarie como negación de los valores culturales que dan sentido y elemental dignidad a la condición humana) había sido tan extrema, tan racional, planificada, fría y cruel. Digamos: nunca la crueldad había sido tan metódica y profunda. Así, hay un antes y un después de la ESMA. No obstante, sería inadecuado que esta afirmación cubriera de inocencia el antes. Lo que cristaliza en la ESMA son innumerables tendencias que existían antes y que hacia ella confluían. Si la ESMA existió, es porque nuestro pasado no es inocente y porque nuestro futuro tiene la densidad de apropiarse necesariamente de esa culpa y sobrellevarla de una y mil maneras para hacerla irrepetible. En este país, como en Alemania, se entronizó el horror; el dolor se hizo historia y ahora nos resta reflexionar sobre la historia del dolor y sus condiciones de imposibilidad. Somos cualquier cosa menos inocentes.
Hay una imagen final en Garage Olimpo que me ayudará a explicarme. Es una de las imágenes más poderosas, reflexivas y trágicas de nuestra cultura. Es así: las víctimas (que ya han pasado por la tortura, que ya han dejado de ser cosas interrogables, o porque entregaron la información o porque murieron) son cargadas en un avión. A los que quedaban con vida se les aplicó eso que con sórdida, cruel ironía, los victimarios llamaban pentonaval. Ahora, el avión, con su carga de cuerpos muertos o, la mayoría, la gran mayoría, aún vivos y adormecidos por la droga de la muerte, se eleva y vuela sobre el río. Oímos, aquí, la dulce canción de nuestra infancia, la bella canción de nuestros años escolares, la canción de la bandera, la canción “Aurora”, que es uno de los más impecables símbolos de la patria. Ahora acompaña al avión de la muerte y sus palabras estremecen: Alta en el cielo, un águila guerrera, azul se eleva, en vuelo triunfal. Es la bandera de la patria mía, del sol nacida, que me ha dado Dios. Y luego: el águila es bandera. Lo sabemos: la utilización de los símbolos nacionales fue sofocante durante la dictadura. Se adueñaron de esos símbolos como se adueñaron de la patria. Utilizaron esos símbolos para el miedo y para adornar la muerte. Creyeron y dijeron que eran la patria. Y en un hondo, lacerante, conflictivo modo, lo eran. Porque si Alemania jugó su destino ético y cultural en Auschwitz y sólo puede recuperarse reflexionando sobre las causas de esa barbarie y las condiciones para no repetirla, nosotros jugamos nuestro destino ético y cultural en la ESMA, y pensar y escribir y vivir sólo serán posibles al costo de entender ese horror como un símbolo de la patria, como un quiebre que se dio entre nosotros, en medio de nuestra cultura, y que se hará irrepetible si una y otra vez nos miramos en ese abismo, si asumimos que pasó aquí, en el país de la bandera, en el país de la dulce canción “Aurora”.
Hubo víctimas y victimarios, y la filosofía, la literatura deben estar del lado de las víctimas, siempre. Pero cuando un país produce Auschwitz, cuando un país produce la ESMA, no sale adelante diciendo sencillamente fueron ellos. No se trata de aliviar a los criminales diciendo fuimos todos. Se trata de enfrentar la densidad del acontecimiento. No hay retorno. No hay sociedades de buenos y malos. Cuando hubo algo como la ESMA sólo resta preguntar: cómo, por qué, para qué y ahora qué. Y la respuesta nos incluye a todos.
(Publicada el 25 de marzo de 2000)
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