Jueves, 23 de febrero de 2006 | Hoy
El nuevo director del secretariado de la U.P.C.A., canónigo Gustavo J. Franceschi, hizo la semana pasada un viaje a Paraná y sometido allí a un reportaje por el importante diario La Acción de esa ciudad formuló las vistas que a continuación consignamos, reproduciéndolas en mérito al interés que revisten:
–¿Cree usted que en realidad debe considerarse como grave la situación social en la República Argentina?
–No pienso que revista ella la gravedad que caracteriza a la de otros países, pero opino que es lo suficientemente seria para exigir que no cerremos por más tiempo los ojos a la realidad.
–No puede sin embargo discutirse la prosperidad nacional.
–Ella es indudable, pero falta saber a cuántos individuos alcanza esta prosperidad. Oímos decir a cada instante que en nuestra república quien quiere trabajar está seguro de enriquecerse. Error más grande no cabe en boca humana; vemos cada día a centenares de hombres honrados, económicos, inteligentes, que no pueden salir de la pobreza; vemos doquiera a explotadores sin entraña que se enriquecen con la labor de los agricultores; basta recorrer las publicaciones especiales para ver que existen sociedades productoras de artículos de primera necesidad que reparten dividendos de setenta y más por ciento. Dejemos una vez por todas los lirismos hijos de una deficiente observación y de un patriotismo mal entendido. La prosperidad económica de una colectividad no significa el bienestar de cada uno de sus miembros. Inglaterra, uno de los países cuya balanza comercial arrojaba antes de la guerra un crecido saldo a favor, era una de las naciones más roídas por el pauperismo.
–¿Se trata en su concepto, entonces, de un problema de repartición?
–No sólo de repartición, sino también de producción, y de organización social y de mentalidad y moralidad colectivas. No es preciso ser libre para constatar que en la Argentina existe la lucha de clases, la división entre burgueses y proletarios. No se nos diga que ello es producto de agitadores extranjeros. En primer lugar, esto es un error pues numerosos caudillos rojos son argentinos; en segundo lugar, si no hubiera terreno propicio, si las condiciones del ambiente no las favorecieran, las doctrinas antisociales no habrían logrado propagarse.
–Pero son de origen extranjero.
–También lo son las vacas, los caballos, el trigo y hasta el mismo idioma que estamos hablando. Mucho es lo extranjero que puede argentinizarse, y si sólo por ser extranjero hubiéramos de desterrar aquello que no es aborigen, habríamos de volver al régimen social de los charrúas y calchaquíes. El problema social de la república no se distingue hoy en ninguno de sus factores esenciales del que se plantea para lo demás del mundo. Tiene algunas modalidades propias, y es menos intenso porque la industrialización no está tan adelantada entre nosotros y porque la población es menos densa. Pero aquí también hace falta legislación obrera, aquí también es necesario que se comprenda por fin que la riqueza no sólo da derechos sino que también impone deberes, no sólo de limosna sino también y, sobre todo, de justicia; aquí también se vuelve urgente disminuir la distancia que separa a las diversas clases. Y si todo esto y mucho más no se hace a tiempo, aquí también como en otras partes vendrá la revolución social.
–¿En su opinión, entonces, el gobierno debe tomar medidas de previsión?
–Ciertamente, porque es función esencialísima del gobierno estudiar las enfermedades sociales y buscarles remedio. Pero no todas las soluciones deben ni pueden provenir del Estado. Creo que la verdadera fórmula es la siguiente: el gobierno debe dejar hacer a los particulares aquello a que alcancen sus solas fuerzas, ayudar a hacer lo que aquellos solos no pueden realizar y hacer directamente aquello que los particulares no pueden hacer de ninguna manera. El gobierno es una especie de providencia omnisciente y omnipotente: al tratar del gobierno deberíamos aplicar el conocido proverbio: ayúdate y Dios te ayudará. Hagamos nosotros lo que debemos: entonces, sólo entonces podremos exigir a los gobiernos una mayor acción.
La iniciativa privada tiene un enorme campo de labor. La sindicación, el cooperativismo de consumo, de crédito, de producción, urbano y agrícola, el mutualismo en todas sus fases, la previsión social, la propaganda de doctrinas sanas, la moralización de los de arriba y los de abajo –ya que la moral escasea tanto en unos como en otros–, todo esto y otro tanto que fuera fácil enumerar, no sale del campo de la iniciativa privada: el gobierno puede y debe colaborar en obras de esta índole, pero no le corresponde convertirse en comerciante, tutor, asegurador, organizador, pedagogo y domine universal. Esto ni siquiera se concibe en una monarquía absoluta, menos aún en una república como la nuestra.
–Pero la defensa contra la revolución...
–Creo que para esto existe la policía y si fuera necesario, el ejército. Creo que también la iniciativa privada, como la de la Liga Patriótica, tiene su papel que desempeñar. Pero pienso que la mejor defensa es hacer imposible la revolución mediante una más justa organización social. La injusticia es una situación de fuerza, y es inevitable que contra ella se emplee la fuerza, si fallan los demás medios. La revolución se desarma con justicia, suprimiendo sus causas, y no simplemente acumulando armas. El día que no existan motivos de queja, los revolucionarios de profesión no conseguirán éxito alguno en sus intentonas, que serán desdeñadas por la inmensa mayoría del proletariado.
–¿Ud. es entonces partidario de la acción positiva?
–Sí, señor. La acción negativa puede retardar el momento del estallido pero no impedirlo definitivamente. Creo que debemos trabajar para una mayor igualdad. No pregone la supresión absoluta de las clases sociales, cosa imposible porque la clase es fruto de la mentalidad de los individuos, y la mentalidad es hija ante todo del género de profesión a que cada cual se consagra. Pero creo, sí, que es necesaria la colaboración sincera de las clases y que ésta es la característica de toda sociedad bien organizada. Y en mi opinión, que refleja la de toda la escuela social católica, no se trata únicamente de mejorar a los individuos, sino de reformar el régimen social en sus bases mismas. Queremos una reglamentación más sensata del derecho de propiedad, un respeto y vigorización mayor de la familia, que según la opinión de Santo Tomás de Aquino como de Comte, es la célula social por excelencia. Queremos la asociación profesional, socialmente organizada. Queremos una representación nacional de los intereses de clase, y no nos satisface el inorgánico sufragio actual. Por mi cuenta me declaro también en unión con muchísimos sociólogos católicos, partidario del sufragio femenino y de una transformación de las leyes que colocan hoy a la mujer en una situación tan inferior, que la casada no puede siquiera disponer libremente del salario que gana. No continúo, pues no he de exponerle todo el programa social cristiano, pero lo indicado demuestra ya que no somos partidarios del estancamiento. Somos francamente evolucionistas, y afirmamos que tan sólo una rápida evolución hacia una organización social más justa impedirá que la revolución acabe con todo lo bueno y lo malo que hoy existe.
–¿Y espera usted que la República Argentina presencie dentro de poco un movimiento de opinión en este sentido?
–Sí, señor. Esta y no otra es la finalidad de la Unión Popular Católica Argentina que, situándose fuera de toda política partidista, manteniéndose estrictamente en el terreno social, impulsará al conjunto de las fuerzas católicas hacia la acción evolucionista, hacia la realización integral del programa social cristiano.
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