La pregunta es si la importancia de un tema se mide por la intransigencia con que se lo trata. Otra pregunta sería si cuando un tema es tan importante es preferible perder con honra que tratar de parlamentar para incidir en algo tan importante. O al revés, si es preferible aprobarlo purísimo antes que aceptar modificaciones para fortalecer esa aprobación. Las preguntas son tan generales que no tienen una sola respuesta. Podría responderse que sí a todas, o no, depende del caso.

Como ésa es la situación que se ha planteado en el debate por la reforma del Consejo de la Magistratura, la pregunta entonces es si realmente este tema requiere tanta intransigencia. No se trata de poner en tela de juicio su importancia, porque muchas veces esta condición también requiere consenso.

En otra vuelta de tuerca podría decirse que son muy pocas las situaciones en que las respuestas a esas preguntas tengan que ser tan terminantes como las que se dieron en el debate por la Magistratura. Porque la gran mayoría de las circunstancias políticas presentan situaciones más flexibles a estos interrogantes. La condición del todo o nada se da pocas veces.

Al parecer, ayer habría sido una de esas pocas veces y, supuestamente, oficialismo y oposición le asignaron al tema en debate esta condición de parteaguas cuasi fundacional o revolucionaria. Si fue así, la sociedad estuvo distraída y no se enteró, pese a que los medios machacaron lo suficiente. Si fue realmente así, seguramente los próximos debates tendrían que ser diferentes, con posiciones más fluidas. Porque si todas las situaciones se dan de la misma manera en el futuro, la conclusión sería que la intransigencia no se deduce de los temas, sino que en realidad a éstos se les da una importancia secundaria. Y que las formas de discutirlos devienen del sistema político, o más bien de sus imperfecciones.