ESPECTáCULOS › “DIARIOS DE MOTOCICLETA”, DIRIGIDA POR EL BRASILEÑO WALTER SALLES
Cuando el camino se va haciendo al andar
La coproducción internacional de Robert Redford narra el viaje iniciático de Ernesto Guevara y Alberto Granado por el continente americano, cuando el joven estudiante de medicina no soñaba que sería el mítico Che. En Papá Iván, la hija del líder montonero Juan Julio Roqué habla a corazón abierto.
Por Luciano Monteagudo
“Entendámonos. No es éste el relato de hazañas impresionantes, no es tampoco meramente ‘un relato un poco cínico’; no quiere serlo, por lo menos. Es un trozo de dos vidas tomadas en un momento en que cursaron juntas un determinado trecho, con identidad de aspiraciones y conjunción de ensueños. Un hombre en nueve meses de su vida puede pensar en muchas cosas que van de la más elevada especulación filosófica al rastrero anhelo de un plato de sopa. En total correlación con el estado de vacuidad de su estómago; y si al mismo tiempo es algo aventurero, en ese lapso puede vivir momentos que tal vez interesen a otras personas y cuyo relato indiscriminado constituiría algo así como estas notas (...) El personaje que las escribió murió al pisar de nuevo tierra argentina, el que las ordena y pule, ‘yo’, no soy yo; por lo menos no soy el mismo yo interior. Ese vagar sin rumbo por nuestra ‘Mayúscula América’ me ha cambiado más de lo que creí...”
Quien escribe esta suerte de prólogo o advertencia a sus Notas de viaje es el Che Guevara. Habla del joven Ernesto, que en 1952 inició junto a su amigo de toda la vida, Alberto Granado, su primer viaje por América latina, un recorrido iniciático por un continente que ya nunca dejaría de ser suyo. Sobre esas Notas y también sobre las de Granado, conocidas bajo el título de Con el Che por Sudamérica (que corresponden al viaje en sí mismo, sin una mirada posterior como la del Che), el director brasileño Walter Salles filmó estos Diarios de motocicleta, una ambiciosa coproducción internacional, que demandó casi cinco años de preparación y rodaje, con técnicos y actores de la Argentina, Chile, México, Brasil y el respaldo de Robert Redford como productor ejecutivo.
Se diría que Salles y su guionista, el portorriqueño José Rivera, han querido ser fieles no tanto a la leyenda de Guevara como al espíritu de los diarios de ese par de amigos lanzados a la aventura de lo desconocido. El cordobés Alberto Granado tiene 30 años y ya es médico recibido cuando, el 4 de enero de 1952, saca de su confortable casa familiar porteña al joven Ernesto (23, todavía estudiante) y lo sube a su Norton 500, “La Poderosa”, como llaman a esa motocicleta noble que los ayudará a trepar el continente y a la que, entre lágrimas, deberán abandonar, exhausta, a mitad de camino, para proseguir la travesía de las maneras más diversas, siempre sin un peso en el bolsillo.
Tal como los muestra la película, Granado siempre es simpático, expansivo, optimista, seductor. Ernesto, en cambio, más que tímido tiene tendencia a la introversión, no puede sino decir la verdad (lo que pone al dúo en más de un aprieto), se sensibiliza frente a la injusticia social y no deja de luchar diaria, obstinadamente contra el asma, que se convierte en su sombra más oscura. Un paso primero por Miramar, “un paréntesis amoroso” como llama el propio Guevara a la despedida de su novia, no es sino el prefacio del viaje que luego los llevaría, de un solo impulso, a Chile, Perú, Colombia y Venezuela, atravesando montañas y desiertos, conociendo gentes y realidades que apenas sospechaban.
En Estación central, Salles ya había probado las posibilidades del género road-movie para descubrir no sólo la geografía sino también la identidad de su enorme país, Brasil. Aquí vuelve a lanzarse a la ruta, acompañando a Granado y Guevara en su viaje de descubrimiento. El equilibrio es difícil. Por momentos, el film avanza y respira en concordancia con la juventud de su pareja protagónica, como si tratara de materializar aquel presente que Guevara describe de manera tan cinematográfica: “Todo lo trascendente de nuestra empresa se nos escapaba en ese momento, sólo veíamos el polvo del camino y nosotros sobre la moto devorando kilómetros en la fuga hacia el norte”. En otros, Diarios de motocicleta se vuelve quizás excesivamente paisajista, como si se dejara deslumbrar por la fastuosa fotografía del francés Eric Gautier. Y hacia el final, cuando los personajes llegan al leprosario de San Pablo, la película se hace discursiva, enfática, aun sin necesidad de recurrir a las palabras, cargando demasiado el acento en el episodio del cruce del río, cuando Ernesto pone en riesgo su vida para compartir su felicidad con los enfermos, una metáfora de su primera transformación en el Che.
El mexicano Gael García Bernal está correcto como “Fuser” (el “Furibundo Serna”, como lo apodaba su amigo Granado), pero al mismo tiempo algo frío, distante, como si le pesara demasiado la conciencia de quien llegaría a ser el Che. O quizá, simplemente, lo inhibe la lucha por lograr el acento argentino, que consigue plenamente, hay que reconocerlo. En cambio, Rodrigo de la Serna parece el Alberto ideal, no sólo por su parecido físico con el auténtico Granado, sino también por la desinhibición, el humor y la libertad con que asume su personaje. Algunos de los momentos más vivos de la película parecen deberse justamente a él, a esa desenvoltura y ligereza con que lograr aliviar el peso de la producción que el film carga a sus espaldas.