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Abanicarse
Los abanicos agitándose en las pequeñas manos de las damas deslumbraron a Madame Bovary en su primera visita a un castillo. Cómo llevarlo, cómo moverlo, qué querer decir con un abanico era un secreto no develado para esa burguesa con aspiraciones. El abanico siempre tuvo un lenguaje propio.
Por Sandra Russo
“Cuando acabó la contradanza, la pista quedó libre, dejando sitio a los hombres que charlaban de pie en grupos y a los criados vestidos de librea que pasaban llevando pesadas bandejas. En la fila de señoras sentadas, se agitaban los abanicos pintados, los ramilletes de flores dejaban medio oculta la sonrisa de los rostros y los frasquitos de tapón dorado daban vueltas en las manos entreabiertas.” En ese baile del castillo de los marqueses de La Vaubyessard fue que Emma Bovary encontró, para su desgracia, el espectáculo más fascinante de su vida, el de la nobleza dando rienda suelta a sus refinamientos con una naturalidad que ella jamás había presenciado. En su corta visita al castillo, Emma advirtió otras formas de ser mujer y de ser hombre, se enamoró de esos hombres y decidió convertirse en una de esas mujeres. En esta breve descripción que Flaubert hace del final del baile, las petacas doradas son el símbolo de la masculinidad y los abanicos, el de la feminidad. Abanicarse, con pudor, atrevimiento o fastidio, fue durante siglos un lenguaje femenino. El abanico, en casi todas sus múltiples formas, fue un artilugio al que las mujeres recurrieron para expresarse sin hablar, antes de sentirse aptas para la palabra.
Según la Real Academia Española, el abanico es “un instrumento para hacer o hacerse aire”. Así surgieron, en la antigüedad, los primeros abanicos: objetos funcionales, destinados a encender o a apagar fuegos, a espantar moscas o a seducir. Los abanicos se usaron en Oriente y en Occidente, los usaron mujeres de diferentes religiones, de diferentes siglos, de diferentes culturas, y no obstante ninguna de ellas dejó de usarlo para coquetear.
Uno de los probables orígenes del abanico da cuenta de una hermosa joven china llamada Kan-ti. Una noche, la joven participó de una marcha de antorchas y se sintió de pronto sofocada por el calor. Tan fuerte fue su sofoco que, como a las jóvenes no se les permitía mostrar sus rostros en público, Kan-ti agitó nerviosa la máscara que llevaba puesta para refrescarse, pero lo más cerca de la cara que pudo, para que nadie pudiera verla. En aquella fiesta, las diez mil jóvenes que estaban con Kan-ti comenzaron a hacer lo mismo. Nació entonces el abanico, según la tradición china.
En Japón, el clásico abanico plegado fue reservado para los varones, mientras las mujeres usaron los de forma oval, el pay pay, de origen filipino. El teatro japonés se apropió rápidamente del artilugio, igual que los samurais, que los usaban de hierro. Fueron incluidos en los complejos ceremoniales de la corte japonesa, y el arte de su manejo llegó a estar rigurosamente codificado, hasta que el tiempo venció a la alcurnia y hacia el siglo XV su uso se popularizó y los más prestigiosos artesanos dejaron de interesarse en ellos.
La decadencia de los abanicos en China y Japón coincide con el inicio de su apogeo en Occidente. Si bien fueron usados en toda Europa, el epicentro de su esplendor fue Francia. Se atribuye al autor de Vida de las damas galantes, Pierre de Bourdeille Brantome (1540-1614), la introducción del término eventail para designar al abanico. La monarquía francesa locelebró. Las cortesanas los llamaron “biombos manuales del pudor”. Tal como refirió Molière en Las preciosas ridículas, las chicas llegaron a jurar por sus abanicos.
Desde 1678, las artesanos especializados (maitres eventaillistes) se nuclearon en una corporación y tuvieron su estatuto. A fines del siglo XIX, la industria del abanico de París ocupaba a 7200 personas. Entre una fecha y otra, las reproducciones de las pinturas de Van Dyck y Lebrun, que habían sido las favoritas en las abanicos de las damas de Versalles, habían dado paso a simples leyendas que rezaban “Libertad, Igualdad, Fraternidad”.
Uno de los lugares de Europa en los que el uso del abanico fue codificado y decodificado fue Andalucía. Un viejo manual da cuenta, en fin, de algo que ninguna andaluza necesitaba aprender. Pero a través de él uno puede enterarse de los significados de algunos movimientos que las mujeres hacían con sus “instrumentos para hacer o hacerse aire”. Por ejemplo: cubrirse todo el rostro con el abanico, “déjame en paz”; acariciar objetos mientras se observa a un candidato, “estoy viendo si me convienes”; tomar el abanico con las dos manos, “quiero hablar contigo a solas”; golpearse la mejilla con el abanico, “estoy enojada”; irse abanicando muy despacio, “no me importas para nada”; abanicarse con frenesí, “te amo apasionadamente”; abanicarse con parsimonia, “me resultas completamente indiferente”. Apenas llegue el calor, y aparezcan los abanicos en Buenos Aires (volvieron hace unos años y cada vez los hay más), con estos datos tal vez los muchachos puedan responder la famosa pregunta “¿Qué quiere una mujer?”. La respuesta es sencilla: aire, aire.