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Por Marcelo Posada *

La cosa comienza los viernes, digamos, pasado el mediodía. Me llama Ricardo o yo lo llamo a él; las palabras son más o menos las mismas siempre. Y terminan: “Nos vemos, entonces, a las seis y cuarto”.
Luego, ya finalizado el día de trabajo, preparo el equipo de pesca, enfundo las cañas, dejo la ropa que me pondré mañana, ya lista sobre un sillón y ahora sí, una de las cosas esenciales: a elegir el vino que beberemos al día siguiente, al mediodía, en el almuerzo, mientras el río mece la lancha. Si es invierno, un cabernet o un corte cabernet merlot. Si es verano, un chardonnay o un sauvignon blanc; claro, fríos.
A qué negarlo: la noche del viernes casi no duermo. La expectativa ante una salida de pesca (por más habituales que sean esas salidas) siempre es gigante. Antes de las seis y cuarto estoy esperando a Ricardo, ya en la calle. Luego el recorrido de siempre, comprar la carnada, saludar a los amigos en la guardería, bajar la lancha, remontar el río, elegir el lugar, lanzar las líneas. Esperar.
A poco, se hace mediodía. Preparamos el almuerzo, pero lo central llega luego. Descorchar la botella, observar el color contra el sol, aspirar su aroma, saborearlo. Y todo en silencio.
En ese rato, mientras dura la botella, los pejerreyes o las bogas quedan de lado. Nos concentramos en el vino, en las pocas palabras que intercambiamos, en la espera del pique por venir. Pero ante todo, en el vino.
Al regresar podrá haber champagne con otros amigos, ya en la guardería, o quizás una simple cerveza. Pero el vino es lo que quedará en la memoria. En la memoria gustativa, al menos.
Pesca, vino, amigos, ¿qué más se puede pedir? Bueno, sí, un amor que nos espere en tierra. Amén.

* Lector.

Los lectores que deseen colaborar en esta columna pueden dirigirse a [email protected]