PSICOLOGíA › SOBRE LA PELíCULA QUE NARRó LA HISTORIA DE RAMóN SAMPEDRO

“Al fin y al cabo es mi vida”

El español Ramón Sampedro, tetrapléjico, fue el primer ciudadano en su país en requerir formalmente el suicidio asistido. La petición le fue denegada en sucesivas instancias judiciales. El 12 de enero de 1998, Sampedro concretó ese propósito, asistido por una amiga. Sobre su historia se filmó la película Mar adentro, dirigida por Alejandro Amenábar. El análisis de ese film que se publica en esta página es un adelanto exclusivo del libro Cine y psicoanálisis, que acaba de presentar la editorial Letra Viva, donde Hugo Dvoskin ofrece su mirada sobre varias películas emblemáticas.

 Por Hugo Dvoskin *

“No quiero que estéis de acuerdo, quiero que me escuchéis.”
Ramón Sampedro

Sampedro, a quien dios le ha jugado una mala pasada, está postrado en la cama. Cuadripléjico, hace ya veintiocho años, ha organizado una vida dentro de su habitación. El golpe que su cuello ha dado contra el fondo del mar ha hecho que ya no pueda moverse. El –por su parte– ha decidido, salvo excepciones, no ser movido. Su vida transcurre escuchando la radio, dando indicaciones, recibiendo ahora los cuidados de la mujer de su hermano, proponiendo algún invento, soñando con vuelos hacia el mar y con los pocos secretos que se pueden tener y guardar si uno no puede contar con sus miembros inferiores y superiores. No lo han privado del gusto, la vista, el olfato y de las sensaciones táctiles en el rostro. Con las manos, la columna y los pies tiesos, ha perdido la movilidad y el sexo. Su cerebro funciona y piensa. Piensa en eso. Piensa en los cuidados de su cuñada, piensa en la vida que pudo haber tenido, la que casi tiene, la que no tiene. Piensa y piensa. Las horas pasan entre pensamientos. Piensa en morir. Se piensa casado con la muerte. Nos preguntamos desde cuándo es este enlace, cuándo la vida se le ha tornado indigna, sin valor. ¿Desde el accidente? Vayamos despacio y dejemos lugar a algunas conjeturas para este personaje del cine que ha sido alguien en la vida real.

Sampedro no tiene cuerpo, aunque no por eso deja de ir de cuerpo. Sus movimientos digestivos, que el director ha tenido la delicadeza de no mostrar, subyacen todo el tiempo, aunque el espectador no sea convocado a mirar ahí, como el lugar en que la vida cotidianamente lo humilla. Allí están su hermano, que le dirá que el cuidado que le ha brindado le ha arruinado la vida, y la cuñada, que –ya hemos dicho– lo cuida, lo cuida demasiado si eso es posible en ese estado. Ese cuidado lo mantiene alejado de que otros/as lo cuiden a él. También están el sobrino –que sintetiza los tres sobrinos que tuvo en vida– y el padre, que subraya que “peor que se muera un hijo es tener un hijo que quiere morir”. Acertadamente, falta la madre.

El director relata, en off, que la película supone tres años en relación con el tiempo vivencial que supone para el protagonista. El comienzo es varios años antes de que suceda la muerte. Pero no tan atrás como para que aparezca el tiempo en el que la madre vivía. La película nos revela que se ha muerto hace algunos años. Es un dato impreciso, sutil, que nos remite a la película Atando cabos, porque detrás de ese dato, apenas esbozado, se juega un enigma en el que hay que descubrir la pieza faltante. La madre ya no está y quizás esto se encadena a ese otro enigma que se plantea desde el comienzo: ¿qué es una vida digna? Lo que a todas luces es obvio es su deseo de morir... a la luz de una madre faltante nos convoca a interrogarnos ¿desde cuándo? A la madre cabe considerarla un representante posible de los cuidados, de modo que una vida en la que un sujeto no ha podido, no ha sabido o en la que no ha tenido la posibilidad de organizar una metáfora de la madre, la vida se convierte en indigna. Aquí no resulta sencillo dialectizar la posición del sujeto. Este mecanismo, a la vez, explica algunos de los acaeceres que suceden en la vejez, aparentemente inexplicables para otros, que exigen del anciano que debe disfrutar del no hacer. Habitualmente cada quien se constituye en una metáfora suficiente de la madre, se presta los cuidados básicos, se da de comer a sí mismo, se higieniza, se moviliza por cuenta propia para los grandes y los pequeños desplazamientos, carga con sus objetos propios. Cuando por algún motivo esto no sucede, se supone que es una situación provisoria. En algunos casos, el “sí mismo” puede desplazarse y el sujeto acepta que una parte quede a cargo de otros. De hecho, cuando se trata de medios de transporte, todos y cada uno aceptamos ser trasladados por otros; en situaciones médicas aceptamos que los cuidados queden temporariamente en manos de otros. Será cuestión de cada quien, el punto donde ese traslado de las autonomías se hace intolerable, donde ese no tener madre o no ser madre de uno mismo hace de la vida una in-dignidad.

Sin monedas

La estructura se sostiene en la medida en que el sujeto confrontado con el dilema de “la bolsa o la vida” abandona la bolsa para tener la vida, accede al deseo con el costo de perder algunos goces. Esa operación, sin embargo, no es sin llevarse algunas monedas de la bolsa, sin algún contrabando. Es la vía para poder quedarse con los goces que suplen el Goce que no hay por efecto de haber perdido la bolsa. La vida, entonces, también podría transformarse en in-digna bajo la forma de la miserabilidad cuando sólo se tienen monedas para contar las monedas que no se tienen.

Lo cierto es que en vida, a Sampedro sus monedas no le son suficientes para “salvar la distancia de dos metros” que lo separan de una mujer. Y es eso lo que él querría, salvar esa distancia... y es imposible. “Siempre me despierto, siempre estoy muerto, para seguir enredado entre tus cabellos”, escribe Ramón en la poesía que hará de despedida.

Abandonado a su suerte por el Otro, la pulsión acéfala hace vivir al sujeto en pesadillas. “La vida se ha transformado en una pesadilla”, dice. Y de las pesadillas el sujeto quiere despertar. Aquí “sin el Otro” no supone fin de análisis. Pues lo que está en juego no es la experiencia de estar advertido de que el Otro no existe, sino la de haber sido abandonado, sin monedas.

Sampedro frente al mar y ante el temor de perder aquella mujer de la que nada sabemos había decidido jugarse casi todas las monedas que le quedaban. Ahora decide jugar la última que le queda, trascender con su decisión. En esa moneda le van “la vida y la muerte” y dará lugar a ese deseo de tener algo que decir: que aunque no estén de acuerdo, lo escuchen. Gene y el libro serán testimonio. “Morir para vivir” era un título posible de la película. Título que va en línea con la contradicción con la que se encontró Sócrates cuando aseveraba que era mortal y la historia ha demostrado que su nombre no lo era.

Ramón queda lejos, cada día más lejos, de los versos parafraseados de Amado Nervo, “vida nada me debes, vida estamos en paz”. No está a mano con la vida porque la ha malgastado, no está en paz porque paz es lo que le dará la muerte y ha perdido control sobre su existencia, que intenta recuperar con la eutanasia. El viaje que la película intenta representar (dice el director: “La película es un viaje”) ha quedado transformado en un sueño traumático en el que el sujeto ha perdido movilidad. Por eso, para Sampedro, despertar de la pesadilla en la que vive necesariamente implica quitarse la vida.

Sampedro se ha accidentado a los veinte años al arrojarse al mar queriendo impresionar a una chica que lo está por dejar; o tal vez actuando algún duelo no realizado por los hijos que no ha tenido con ella, a los que el protagonista hace una ligera referencia. Hombre de mar, se lanza sin calcular la resaca. Ya en el aire, tras su audaz lanzamiento, advierte que no sabe qué está haciendo en el aire. Algunos pensarán que ese “suicidio” anticipa este otro que se instituye bajo la forma de matarse, no sin los medios –de comunicación–. Otros dirán simplemente que ha sido un mal cálculo, que hay pedanterías que se pagan caras y que, además, las terminarán pagando otros. ¿Acting? Una salida para volver a entrar... de la peor manera. ¿Pasaje al acto? Alguien que ha fracasado en el suicidio y ahora insiste. No tomaremos partido, pero dejaremos planteadas las dos hipótesis, que también podrían ser concurrentes en cuanto llevan a un mismo sitio y no porque se trate de eclecticismos ni porque supongamos que haya un poco de cada. Los caminos llevan a ese enlace decisivo y definitivo con la muerte. En todo caso, no es sólo por ser tetrapléjico que se suicida. Ya sea que eso estuvo antes, ya sea que algo ha sucedido en esos veintiocho años, o ya sea que ya han pasado esos años y para él es suficiente. Pero cualquiera de esas tres variables se suma a la de tetrapléjico, que, entonces, no es la variable única.

No sin decisión

Los tiempos se aceleran, los preparativos empiezan a cerrar el circuito y la posibilidad de presentarse en la Corte para que autorice la eutanasia comienza a ser probable. Pero estar en el escenario de los jueces es empezar a tener poder sobre las decisiones. Si la Corte decide negativamente, como de hecho lo hace, del lado de los que demandan queda la insistencia de poder decidir sobre el propio destino sin posibilidad de ejercerlo. Dicho de otro modo, insistir no supone decidir. Pero podría ser que los jueces dijeran “sí”. En ese caso, no hacerlo podría dejar a Sampedro como un cobarde por no querer quitarse la vida. O como un payaso. O matarse por temor a esos escenarios. No es el caso de Sampedro. ¿Pero acaso le creen quienes lo acompañan? Ha llegado el momento de averiguarlo. Gene, la militante de la organización política que defiende el derecho a decidir, lo llama y le ofrece detenerse. Le propone que no decida por miedo, por miedo no cabe decidir perder la vida: “¿Te lo pensaste bien? No lo decidas por nosotros”. Pero Sampedro está casado con la muerte, no es una decisión por otros ni será un acto generoso. Ya hemos dicho que no podemos más que conjeturar algunas hipótesis sobre ese enlace: si ya antes de saltar, si porque ha saltado, si porque su madre se ha muerto. Le pide a Gene que no lo traicione... “tú también, Gene mía”, le dice parafraseando a Julio César. Si la frase de Gene es comparable a la de Brutus es porque para Sampedro no acompañarlo en su decisión de morir es asesinarle la única vida que tiene, aquella que se sostiene en su decisión de quitársela. Gene hace las veces de hija adoptiva (su sobrino y Rosa lo son afectivamente), sobre ella recae lo que Sampedro tiene para transmitir, el legado que se desprende del recorrido que ha hecho en vida y que su enlace con la muerte es serio. Es un casamiento que tendrá película y audio para los jueces y la televisión (el cajón de Sampedro fue colocado en las alturas y el pueblo participó del entierro). “No hay muertes dignas”, dice el médico House, un héroe de nuestro tiempo televisivo. “Hay vidas indignas”, respondería Sampedro. Sampedro dispone de una sola moneda, la de la “vida indigna”, y él, que es hombre de mar, decide tirarla por la borda. Se jugó casi todas en el momento que se lanzaba para ser visto. Quizás atribuía a esa mujer, que lo dejó en sus años juveniles y que suponía poder recuperar con su tirada al mar, mayor valor que el de todas las monedas con las que contaba. No habrá sujeto ni analista que pudiera estar en condiciones de juzgar y decidir el valor de las monedas que al otro le han quedado y de las cuales dispone.

En ese proceso, se enamora de Julia o Julia y él se enamoran. Incluso se le propone un segundo libro. Sin embargo, esa publicación y esa muerte no lo son sin la muerte inminente como objeto. Si “Entre el hombre y la mujer hay el amor. Entre el hombre y el amor hay un mundo. Entre el hombre y el mundo hay un muro” (Tudal, Antoine. Citado por Lacan en las conferencias de Saint Anne, 1972), entre Sampedro y Julia está la muerte y sin la muerte no hay amor para ellos. Si para el director la película “da ganas de vivir”, esas ganas sólo sobrevienen por la decisión de matarse. Sin la decisión ya tomada de quitarse la vida, no hay posibilidad para él de reencontrar la intensidad de ese afecto con alguien en particular, aun cuando anteriormente estaban sus poesías, que demuestran que no era un sujeto que se caracterizara por la insensibilidad.

Si se trata de forzar la supuesta dignidad a vidas que para los propios sujetos ya no la tienen, la curia no podría estar ausente. Un cura también cuadripléjico y su silla de ruedas hacen su aparición. Verdades que en la película se esconden en ironías son dichas por estos hombres de la religión que odian la interrupción de embarazos pero condenan impiadosamente a los niños a las peores vidas, que están contra la eutanasia y que proponen “un apego incondicional a la vida”, pero siempre han aprobado y ejecutado de las formas más sanguinarias la pena de muerte, que además cargan sobre sus espaldas con las torturas hasta la muerte y los juicios de la Inquisición. Pero de todos modos el cura dice sus verdades. Dice, aunque duela infinitamente, que el amor que esa familia le da a Ramón no alcanza para que quiera seguir viviendo. Y si nuestra hipótesis –vinculada con la muerte de la madre– tiene algo de cierto, el cura dice que nadie ha podido remplazarla... aunque no dice que nadie podría hacerlo, tampoco Dios o la Iglesia.

El diálogo es picante. Es entre la libertad y la vida. Es la propuesta del cura de poder compartir el infierno en el que vivimos. Claro que el cura, nuestro inocente cura, ha sido engañado con una versión patética de Pascal: nada en esta vida, todo en la próxima. Pero en ésta, la nada de goce que a veces es difícil de acreditar en los analizantes cuando dicen “no disfruto nada de la vida”, en el caso de Sampedro y su colega de paraplejia, el cura, la vida ha tomado un formato en el que esa frase sería creíble. El cura asevera que el padre, o la Santa Iglesia, le han provisto de algunas monedas con las que dice poder arreglarse. A falta de madre, al menos el Padre lo ha convencido con promesas posiblemente falsas. Pero está convencido. Y aquí la eutanasia, como la interrupción del embarazo, no es obligatoria.

Los tiempos de la modernidad han logrado crear una nueva contradicción entre religión y derechos civiles. Cabe leer ahí un progreso cultural. El cura lo lleva a su punto extremo y lo postula: “Una libertad que elimina la vida no es libertad”. Sampedro, casado con la muerte, advertido de la falta de libertad para acceder a algún goce gana –a nuestro gusto– la partida dialéctica: “Una vida que elimina la libertad no es vida”, y ya hemos dicho antes que en estos diálogos fílmicos la curia siempre pierde.

Con Rosa

Volvamos a Gene y a ese momento que podrá ser emotivo para el espectador pero no para Sampedro. Para él, la situación es delicada, Gene es ligeramente pusilánime y su posición podría ser leída como antesala de traiciones peores, como tal vez pueda ser leída la de Julia. Porque Julia, por decisión, por cobardía o por la enfermedad, vuelve a trazar las líneas del abandono que ya ha delineado su novia. Forzadamente acompañado en la vida entonces, desde que su novia lo ha dejado y su madre ha fallecido, empieza a quedar solo a la hora de morirse. Así se lo irán diciendo cada uno de los que en la vida de postrado lo han acompañado: Julia, su hermano, su cuñada, la iglesia y ahora un poco también Gene, la ideóloga. Para Sampedro, estar solo con la muerte es quedarse sin la muerte porque necesita de alguno/s que lo acompañe/n porque solo con ella no puede. A la muerte, al menos metafóricamente, podrá abrazarse. Y sin la muerte, con quien se piensa enlazado, no hay esponsales ni amada.

El no está dispuesto a amar a una mujer en este estado porque amar a una mujer sería amarla para no poder amarla; sí está dispuesto a un compromiso afectivo, a brindar alivio de la tragedia de la vida cotidiana a quien lo acompañe en su vida, que es la de recorrer el camino de morirse. Rosa, en un acto de amor que nos recuerda a Sara en Adiós a Las Vegas cuando entrega la petaca, lo lleva a su casa, desde donde se puede ver el mar sin hundirse ni romperse el cuello. Mar adentro vuelve a ser una vivencia, visual, y no un sueño con el que se escapa cada noche del infierno de la vida diurna ante la imposibilidad de ejercer uno de los derechos que supone la condición humana, el derecho a ser dueño de la vida.

El amor con Rosa entonces, aunque no sea un amor atravesado por las pasiones, ni un amor con esperanzas, sostiene un entusiasmo que, paradójicamente, logra dignificar la existencia. Si este niño vive en la pesadilla, Rosa se toma el trabajo materno de acompañarlo en el despertar para calmar tanto sufrimiento.

* El texto es un capítulo del libro Cine y psicoanálisis (ed. Letra Viva).

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Javier Bardem y Belén Rueda en una escena de Mar adentro.
 
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