Jueves, 18 de agosto de 2011 | Hoy
Por Graciela Sobral
Con frecuencia, las parejas comienzan a tener problemas cuando nacen los hijos, como si éstos congelaran el deseo de los padres. También observamos que las madres no quieren dejar de ser madres, no quieren que sus hijos crezcan y consienten la eternización de su adolescencia. Los problemas con los hijos, y en especial con las hijas, remiten a las madres a la dificultad con sus propias madres y con su ser mujer. El varón encarna mejor el objeto fálico deseado por la madre y permite una identificación más ideal. El niño se presta más a ser todo objeto de goce de la madre, no desvía su demanda de amor en dirección al padre ni cambia de objeto a través de las vicisitudes edípicas. De hecho, el hombre se orientará en el amor, según el modelo edípico, en relación con el objeto materno idealizado. La relación madre-hija es más complicada, porque la niña encarna la falta y remite a la madre a su propia división; a la madre que no quiere poner en juego su feminidad, la hija le evoca el ser mujer que ella rechaza.
Frente a la castración, la demanda de la hija en su doble vertiente –de amor, que suple la falta, y del don del hijo, como prueba de amor– será dirigida al padre, constituyendo la salida normativizada del Edipo. Del lado de la relación madre-hija queda un aspecto de decepción, por aquello que la madre no le pudo dar, y de rivalidad, por esa relación especular que puede tener lugar entre ellas y que, aunque tome formas aparentemente cariñosas, resulta muchas veces destructiva.
Los efectos de esta relación pueden manifestarse de distintas maneras. Pueden aparecer como dificultad para la separación: cuando la madre se siente decepcionada o rechaza a la hija y pone en juego un goce que, sin embargo, las liga y da lugar a la repetición. También pueden manifestarse bajo la forma de la rivalidad imaginaria, en una especie de confusión donde una quiere tomar el lugar de la otra; o como la imposibilidad de compartir espacios porque la presencia de una implica la supresión subjetiva de la otra; o como horror frente a la idea de reconocerse en algún rasgo de la otra; o, también, como persecución.
Lacan dio el nombre de estrago materno a esta relación en que la madre toma a su hija como objeto (de goce). Las dificultades de la hija con lo femenino están sostenidas tanto desde el lugar del Otro materno, que no transmite la falta ni quiere ver en su hija a una mujer, como desde el lado del Otro social, que empuja a la satisfacción más narcisística y al desconocimiento del deseo.
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