Domingo, 20 de julio de 2008 | Hoy
SOCIEDAD › LAS FAMILIAS EXPULSADAS DEL CAMPO POR LOS NUEVOS MODOS DE PRODUCCION AGROPECUARIA
En los alrededores de Resistencia hay 25 kilómetros de asentamientos. En la última década se multiplicaron como consecuencia del éxodo rural constante. Llegan en promedio 28 familias por día. La mitad son originarios y campesinos corridos por la concentración de la tierra y los nuevos métodos de producción.
Por Alejandra Dandan
Desde Resistencia
“Se fue el carpidor que es el que levanta yuyos porque no tiene dónde carpir, se fue el cosechero porque no tiene dónde cosechar y hasta el productor se fue –dice José Benítez, toba, 45 años–, y los que están ahí ahora son doctores y abogados, contratan dos o tres personas, que son puesteros y se ponen a hacer el ganado.”
José Benítez se fue también de Pampa Almirón porque perdió el lote de 625 hectáreas de su bisabuelo y después perdió los conchabos temporales en el algodón y en el tabaco de donde se alimentó históricamente su pueblo. Llegó a Resistencia ocho años atrás. Le falta calcio en los huesos, le falta potasio. Cuando va al médico, le cuenta que tiene problemas pero en lugar de hacer las cosas para curarse, vuelve a su casa, a veces se acuesta y jura que ya varias veces no tuvo más ganas de levantarse.
Detrás del portoncito de entrada de su parcela, en el lote 138 de la calle 18 esquina Lavalle del barrio El Timbó, ocupa un terreno de 9 x 20 que lo contiene como un animal atado en el centro de una jaula. Con una de sus manos acerca una silla, se sienta, y de pronto se para y vuelve a levantarse. Enseguida se aleja un poco del centro del lugar, y se agacha con todo el cuerpo a un costado de un cantero, como podría hacerlo ante el cajón de uno de sus muertos. Con un rasguño, destapa el brote marchito de una cebolla. Fue la primera sementera que puso en la tierra meses atrás y, a lo mejor, es la última.
Cuando llegó a El Timbó, el asentamiento no existía. Era parte del monte espeso que se abría en las afueras de Resistencia y donde ahora se suceden, tira tras tira, cientos de moradas parecidas hundidas en cráteres de tierra, lagunas de oxidación o donde hay un pedazo libre de tierra. Apenas pudo, colocó un árbol en su terreno, un timbó colorado, como el que le da nombre al barrio. Al lado, puso una mora de hojas más gruesas. Tres años después sembró un mango. En el campo de al lado, su vecino plantó un exuberante banano y ninguno de esos árboles tuvo grandes problemas, crecieron, pero eso no sucedió con la cebolla: “El pasto es pasto –explica él– y el pasto no sirve para andar poniendo las plantas”.
El Timbó es uno de los barrios que creció en medio de la gran herradura de pobreza que ha comenzado a cerrarse sobre el área metropolitana del Chaco. Es una traza infinita de 25 kilómetros de largo, serpenteantes, de caminos que se van abriendo entre el monte, lagunas y cráteres. Los primeros asentamientos surgieron hace unos cuarenta años alrededor de las vías muertas de un ferrocarril, pero en la última década la expansión normal de los asentamientos empujados por el crecimiento vegetativo de la población quedó atravesado por las cifras extraordinarias de otro fenómeno: el impactante éxodo rural constante y el crecimiento de los centros urbanos sin políticas de tierras.
Según los datos oficiales, 100 mil de las 360 mil personas que habitan el Chaco y su zona metropolitana ocupan en este momento esos territorios. Es 1 de cada 3,6 personas. Son 184 asentamientos. En promedio, hay unas 28 familias que llegan al día. “La mitad proviene del área metropolitana y otra la mitad de esas áreas rurales a donde las poblaciones de originarios y los campesinos están siendo corridos por la concentración de los modos de producción de la tierra”, dice Rolando Núñez, del Centro de investigación Nelson Mandela, pionero en las denuncias por las hambrunas del Impenetrable.
En ese escenario, la localidad de Fontana es un caso paradigmático. Con Vilela y Barranquera integra la serie de municipios que están pegados a Resistencia. En 2001, Fontana tenía 27 mil habitantes, según el Censo Nacional de Población. Ahora tiene 74 mil, de acuerdo al último relevamiento de la Dirección provincial de Tránsito.
Mabel Geraldo es arquitecta, radical, especialista en viviendas sociales y directora del área de viviendas de la municipalidad: “Lo que está sufriendo Fontana es un crecimiento vertiginoso de gente que viene expulsada del interior y llega en las peores condiciones”, dice. “Como no tienen nada, van llegando y se van acomodando en donde pueden y lo que aparece es una carencia de terrenos donde ubicarlos, carencia de infraestructura. Hay barrios sin agua; las cloacas que recién están en llegando al pueblo, así que ni soñar con que lleguen a los asentamientos. Faltan servicios en general, ni hablarles de escuelas; centros de salud, son muy escasos y no están proyectados. No hay servicios de trasporte eficiente, sólo una línea de colectivos, que no cubre ni la mitad de la demanda.”
Maciel Ramírez barre el patio de tierra de su casa de Fontana como si fueran las cerámicas de un museo. El es otro de los que llegó en los últimos años, desde Las Palmas. A lo mejor fue en 1958 cuando la familia se instaló en esas tierras, aunque, dice, ni siquiera se acuerda. Para entonces, eran demasiados: vivía su madre, su padre, una hermana y tres caballos queridos que le había regalado el padre. Maciel iba a la escuela un día sí, otro día no, a veces no iba toda la semana, “por eso no alcancé el grado”. Para la época de la siembra, salía a esperar el camión del Ingenio Las Palmas que llegaba a buscarlos al pueblo. Le daban un machete, cortaba las cañas. Y a la noche, dormía en un galpón, largo y grande, a donde también estaban los padres de Rosario Castillo, otra vecina, casillas más allá, que cuando lo oye se da cuenta.
Cuando murieron su padre, su madre y su hermana, Maciel Ramírez vendió el primero de los tres caballos convencido de que todo lo que le estaba pasando era un asunto de envidia. La gente del pueblo, supuestamente, no lo quería porque su abuelo se había ganado un título legítimo sobre su lote y porque le había enseñado a trabajar. Como la cosa no mejoró, vendió el otro caballo y después vendió el tercero. “Ahí empecé a tomar y a fumar”, dice. Y después se hizo pastor evangélico.
A varios kilómetros de don Maciel, Martín Zapata se despereza temprano como tomando coraje para salir de la carpa. Tiene la carpa en Campo Zampa, y llegó hace pocos meses de Castelli, ese lugar que se abre en las puertas del Impenetrable chaqueño. “Yo trabajaba todo el día en el campo –comienza–. Vivía arriba de un tractor y también con animales, cuidaba 1800 cabezas de un establecimiento, de 3500 hectáreas. Tenía que andar todo el día. El campo era de unos colonos de ahí, pero cuando mi papá se quitó la vida, nos sacaron a patadas. Mi hija tenía dos meses. Y entonces yo me viene al pueblo, empecé a trabajar con el tractor, eran unas changas, por día me pagaban, pero llegó un día en que no hubo más trabajo, porque no había casi siembra, no había semillas. Sembrábamos maíz y sorgo, pero después de un tiempo todo se estaba secando porque es muy seco ahí. En el mes que empezó el asentamiento, en enero, me vine para acá, para ver si conseguía un laburo fijo. Hago changas, trabajo en albañilería de vez en cuando.”
Campo Zampa está en un extremo de la herradura del Chaco. Es uno de los últimos asentamientos instalados a un costado de la avenida Soberanía Nacional, una especie de frontera abierta en medio de la ciudad que parece dividir al mundo en dos partes.
Susana Mattar es la responsable del programa provincial de viviendas. Arquitecta, investigadora del Conicet, fue convocada por el gobierno de Jorge Capitanich. “No existió en el área metropolitana –dice– una política de loteo de acceso a la tierra ya sea por éxodo o por crecimiento vegetativo, en años. Y Chaco, que es una provincia que al tener una nula política productiva, no tuvo nunca un proyecto de radicación de población en sus centros de producción y en los últimos quince años eso apareció de manera brutal.”
En el norte de la ciudad se asientan las poblaciones que llegan del campo; en el extremo sur suelen estar los criollos. El problema de las tierras a donde ahora recurre la gente es que en el 60 por ciento de los casos son terrenos en lagunas de oxidación o bajos naturales. Es que se instalaron en cualquier “terreno privado, reserva municipal, espacio pensado como equipamiento de escuelas, plazas y ahora se produce el gran desquicio en una ciudad que no cuenta con otro tipo de suelo que no sea para poner gente”.
La Rubita es uno de ellos. Está ubicado sobre la avenida Castelli en ocho manzanas de una chacra del Ejército. Carina Romero ahora saca de su cartera una especie de plano con un dibujo trazado cuidadosamente sobre la parte de atrás de un papel de contact, como para que nada lo aje. Detrás de ella, adelante y a los costados, hay unas estructuras de madera en pie cubiertas de lo que sea entre lagunas, cráteres de pozos hundidos en medio de la tierra y selvas de pastos. Para Carina nada de eso es así, porque mientras lo mira sospecha que detrás de cada una de esas parcelas puede estar el mismísimo escenario de un futuro Puerto Madero. “Son ocho manzanas a lo largo ¿ves?”, indica reconcentrada en el plano. “Hay dos manzanas para adentro, acá, otras ocho para allá, va a haber dos calles acá: una es Alem, la otra Carlos Bogio, y en el medio están los pasajes.”
Carina llegó el Día de la Madre del año pasado, cuando todavía La Rubita ni siquiera existía. Hasta ese momento vivía en la casa de sus padres, con esposo, hija de seis años y un bebé en la panza. El padre, un carpintero, se había comprado tres terrenos cuando era joven. Después le dio a cada uno de sus hijos una parte. Carina era una de las más chicas de ocho hermanos, y entonces le tocó una de las porciones más pequeñas: atrás de la casa de los padres le levantaron dos piezas y le pusieron un baño.
–¿Y la cocina era común?
–No, una pieza es cocina, salón y en la otra dormimos.
El Día de la Madre Carina discutió con su familia, dejó a la hija con la suegra y se fue a pasar la noche abajo de un árbol. Al día siguiente, se subió con su marido a la explanada de la avenida Castelli, donde ahora se extiende uno de los perfiles del barrio y ahí nomás, solos, empezaron a gritar.
“Nos quedamos ahí y mi esposo les mentía a los muchachos que pasaban en carrito: les decía que iban a regalar estas tierras, todo para que vengan a tomarlas. El tenía vergüenza, igual que yo, pero me fui a llamar por teléfono a varias amigas, vinieron los carreros, trajeron sus palos y comenzaron con la limpieza. Todo esto era monte, basural.”
En este momento La Rubita tiene 2000 familias, unas 15 mil personas en total que se arrimaron a esa parte de la sangría que se derrama sobre el Chaco. En la carpa de allá, dice Carina, hay una chica con hidrocefalia que ya salió del hospital; la abuelita quemada está en la carpa amarilla de allá atrás; atrás, sigue, el abuelo que vive en el agua.
–¿Cómo en el agua?
–Sí, porque todo eso que vos ves verde ahí es agua –dice ella–. Es un lugar muy abajo.
La familia Montiel es más grande. El es retirado del Ejército pero nunca se predispuso a trabajar en el lugar. Enfrente, en cambio, está la que se la pasa quejándose de todo porque quiere que las organizaciones sociales la ayuden a armar la casa. La casita de material que está al lado es la primera del barrio: ahí viven los Román, él es un gordito que trabaja en un taller mecánico, tiene su señora y un bebé con asma; durante el día va a la casa de la madre, y de noche vuelve a dormir al barrio. A metros, en la casa con un alero, hay una chica que tiene su esposo mayor y tienen tres nenas. Al lado vive un muchacho con su señora, que recién acaba de tener familia.
Carina les tiene miedo a las organizaciones políticas, ella fue catequista a los 13 años y ahora es maestra de escuela. En el quinto grado de la escuela Fe y Alegría Argentina les da clases a los cartoneros y chicos de la calle de aquel barrio, que ahora podrían ser parte de los que se van acumulando a su lado.
Mattar está haciendo, a pedido del gobierno provincial, el diagnóstico del área metropolitana con 60 pasantes de arquitectura, asentamiento por asentamiento. “Lo que no se entiende, dice ella, es por qué en la provincia no se entregan terrenos desde 1991, ¿es posible que tanta gente quede cautiva viviendo tan mal? Porque si es así yo creo que eso es estratégico. Ahora, lo que hace falta es una decisión política para ponerse a trabajar. Porque si los 100 mil tipos juntos deciden un día venir al centro de la ciudad no te quepa la menor duda de que encerrate en tu casa, porque van a acabar con la ciudad.”
Esta semana el Chaco recordó un aniversario nuevo de la masacre de Napalpí. Carina habló de eso en su escuela. “Les conté la historia de cómo los franciscanos manipularon a los aborígenes para sacarlos de su lugar, porque ahí se producía más caña de azúcar y, como les pagaban una miseria, los aborígenes empezaron a reclamar por su derecho laboral y entonces los eliminaron a todos.”
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