Martes, 4 de noviembre de 2008 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Horacio González
Algo grave, emboscado, ha ocurrido en el ámbito del pensamiento argentino. Algo injusto, destructor de símbolos, ha ocurrido en el ámbito de la convivencia. La injuria fácil parece ahora conducirnos. Un arrebato sin arte ni compasión compone fáciles escenas de masacre. En tiempos sin continencia, donde sólo se posee el atributo de la honra, se ataca la conciencia de las personas. Se ataca el nombre y su estima, aquello que es el elemento impalpable y frágil, lo más vulnerable que se tiene y lo que es más susceptible de culpa. Ahora, una parte importante de la política recae en un oficio turbio: destruir la honra, el nombre que sostenemos, los pocos hechos que nos animan para considerarnos partícipes de lo absolutamente humano.
De seguirse así, el impulso comunitario, el ser genérico convivencial, amenaza con desaparecer. El ataque contra Mercedes Sosa, León Gieco, Teresa Parodi y Adriana Varela es una novedad absoluta en estos 25 años de democracia. Vivimos tiempos en que corre peligro la conciencia autónoma. Difícil es describir el modo en que se está vulnerando la idea de que se actúa por actos libres, autorreflexivos. De a poco, agazapado en penumbras, avalado por moralistas de alcantarilla y dictaminadores de fangal, se introduce la idea de que no hay actos libres. Que las personas actúan sin fe deliberativa ni autorreflexión. Que van inducidas a los actos, que los déspotas le suministran estipendio para que se revele una vez más que los artistas populares acatan mandos y cobran por ventanilla. Sólo a la Argentina emboscada se le ocurren estos pensamientos. Y los emboscados, con su saber oscuro, van por los símbolos. Los hostigan publicando fotocopias, mendacidades e insinuaciones. No bajan la imputabilidad unos años, deciden que todos son imputables. No hacen apenas como Standard and Poor’s. No sólo suben el riesgo, sino que nos hacen a todos riesgosos.
Los emboscados quebrantan símbolos. Una hipótesis genérica y totalista sobre la corrupción como gangrena diabólica justifica la emboscadura, la teología folletinesca de los redentores. Un país, este país, si marchase a tener un solo concepto de cuño moralizador rigiendo sus conflictos, convertiría a los ciudadanos en robots salvíficos, sospechando todos de todos, esperando a los mesiánicos libertadores y consumiendo mendrugos de información abaratada. En la era del individualismo posesivo, la idea de que lo que consumimos es miedo y no tiempo, mensajes anónimos y no vida pública, va ganando las ciudades. Los emboscados pueden ganarnos. Un oscurantismo puritanista pero sin verdaderos puritanos dictamina que todo obedece a una metáfora de pudrición de la carne. Cuanto más subida la disgregación de la fe pública, más se impone la idea de corrupción como sospecha metodológica que alcanza alturas del verbo originario. La pregunta por el equivalente dinerario –cuánto cuesta un viaje presidencial, un concierto de rock público, un viaje de músicos– es la inversión absoluta del reino de las viejas teorías sobre la dádiva, el aspecto de gratuidad, ceremonial y artesanía republicana que tienen los actos públicos. ¿Cuánto costó escribir el Facundo? ¿Revisaron los libros de la Imprenta Coni a ver si se pagó lo indebido para publicar el Martín Fierro? ¿Alguien financió el 17 de Octubre? ¿Cuántos platos de lentejas recibieron los que pusieron las patas en la fuente? ¿Cómo pudo pagarse Martínez Estrada el viaje a Cuba si ganaba trescientos pesos? ¿Cuál era el sueldo de Scalabrini dirigiendo la revista Qué? ¿Tenía Leopoldo Lugones una jubilación de privilegio? Los emboscados hacen sus preguntas y empequeñecen la vida cívica. No hay más dones, solo hay mercancías.
Los emboscados consideran que todo el Estado está enredado en los hilos de la putrefacción. Con su mesianismo inclemente hacen retroceder el lenguaje político a las épocas de Savonarola o del Gran Inquisidor. En vez de crear un sentimiento de reparación social que obligue a reconstruir las instituciones públicas con nuevos saberes y críticas reparatorias, no basadas en el fácil escándalo, sino en la capacidad de recrear la política sin tinglados en las sombras, eligen la purificación exasperada, dirigida sobre el pobre ciudadano atrincherado, cuya modesta salvación advendría entonando el credo contra “la época más corrupta de la historia”. La andanada de salmos de los emboscados no contribuye a refundar la necesaria cautela republicana contra los abusos; lleva a la demolición de la institución pública. No otra cosa significa el ataque contra los cantantes populares que en este extenso ciclo histórico se han asociado, por decisión autónoma y convicción social, a los horizontes populares y democráticos, cualesquiera sean. Un artista popular es una conciencia atravesada por los ríos complejos de un momento social. Ellos supieron ser autores de himnos colectivos, recreadores de clásicos olvidados de la lengua musical del país o dieron su voz como sello irreversible, como un bien intangible que fijaba con la mediación del trovador, una queja o una exhortación pública.
Al artista popular lo acechan poderes, dubitaciones constantes sobre su condición de payadores en la era mediática, en el difícil equilibrio entre el compromiso social y el inmediatismo de la política. ¿Quién podría afirmar que los baladistas y cantantes mencionados no representan cabalmente ese drama, convocados por poéticas de vasto arraigo, actuando entre las fronteras de la masividad y de las exigencias de que no sucumba en lo meramente multitudinario el necesario impulso creativo, el timbre original y elevado que debe tener el misal de los desposeídos? Quizá son menos trágicos que Jimi Hendrix o Elvis Presley, cuya filmografía ensayaba en sus comienzos ciertas críticas a la industria cultural. Pero por diferentes motivos se hallan de una manera u otra vinculados con el destino de Charly García, que sumido en hondo drama, lleva el pensamiento sobre el país hacia los límites de la alegoría intensa, a veces arrebatadora, a veces ingenua, casi siempre sobrecogedora. Los monjes de la emboscadura reinante quieren desmerecer a estos músicos con el mecanismo de la indagatoria de trastienda, la seudoinvestigación sobre boletas y comprobantes de vuelo, la vigilancia contable sobre lo que sea, sobre el legado de Violeta Parra o sobre los recuerdos de Antonio Tormo. Los emboscados saben lo que hacen. Esperan su cosecha con la guillotina preparada, esta vez para declarar que se avecina el fin para un ciclo que se llamó de los derechos humanos y que no significa otra cosa que preguntarnos si podemos seguir siendo un país, no una factoría de denuestos.
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