Martes, 4 de noviembre de 2008 | Hoy
EL MUNDO › FUE UNA DE LAS CAMPAñAS MáS LARGAS Y APASIONADAS QUE SE RECUERDEN
Barack Obama y John McCain representan dos visiones disímiles de la política y dos generaciones distanciadas. Uno plantea un cambio y el otro una corrección del rumbo seguido hasta ahora por ocho años de administración Bush.
Por Antonio Caño *
Desde Washington
Concluida la más larga y apasionante campaña electoral de la historia, el pueblo norteamericano está obligado hoy, 4 de noviembre, a optar entre un cambio sin precedentes que promete dibujar un nuevo escenario en este país y en el mundo o una ligera corrección del rumbo seguido en los últimos años. Barack Obama y John McCain representan dos visiones distintas de la vida y de la política, dos generaciones. Ambos son, en diferente medida, símbolos de la grandeza de esta nación. Pero, mientras McCain basa su credibilidad y su fuerza en el pasado, Obama es el mejor testimonio posible del futuro.
Con todos sus altibajos y con todas sus dificultades, esta campaña ha permitido descubrir a dos grandes personalidades. Uno, McCain, era más conocido. Su leyenda de preso en Vietnam, su tradición de independencia, de contestación y de honestidad intelectual estaban acreditadas desde hacía tiempo y, probablemente, conseguirán sobrevivir a una campaña republicana muy mal diseñada estratégicamente. Otro, Obama, era un desconocido para el gran público. Pero hoy su figura esbelta y su voz de barítono forman ya parte de la cotidianidad de los norteamericanos, que han descubierto en estos casi dos años a un político tranquilo, bien preparado y, en última instancia, fiable. “Las encuestas hablan de un electorado que ha llegado a la conclusión de que Obama será un buen presidente. Las dudas que prevalecían al principio se han desvanecido”, afirma Peter Hart, el responsable de la encuesta publicada ayer por The Wall Street Journal que le da al demócrata ocho puntos de ventaja.
Es relevante el hecho de que también puede deducirse de la mayoría de las encuestas que McCain sería un gran presidente. McCain ha ofrecido algunos perfiles inquietantes en esta campaña, como su carácter impulsivo y su pasividad al aceptar el juego sucio. Pero los ciudadanos parecen retener todavía la imagen del político que apareció el sábado por la noche en el programa Saturday Night Live riéndose de sí mismo, de su partido y de su campaña, un político entrañable a quien es fácil querer.
No ha sido ésta una batalla entre el bueno y el malo. No llegan los norteamericanos a las urnas principalmente con la duda sobre qué figura les ha inspirado o cuál merece más confianza. Obama es el claro favorito a la victoria, no porque su rival haya fracasado, sino porque él representa el futuro y McCain, por su edad, por su historia, por su mensaje, es el pasado. Un pasado no necesariamente aborrecido por electores o, al menos, no en todas sus facetas. Hay aspectos del patriotismo y la entrega de McCain que muchos votantes de Obama admiran y quisieran incluso ver en su propio candidato.
Pero el tiempo en el que a McCain le ha tocado pedir la confianza a sus conciudadanos para ser presidente no es su tiempo; es el tiempo de Obama. Desde el 11 de septiembre de 2001 hasta la fecha han pasado demasiadas cosas –demasiadas cosas malas– como para que los norteamericanos no deseen pasar la página. La popularidad del gobierno de George Bush es raquítica –poco más del 20 por ciento– y el empacho de conservadurismo –especialmente de sus expresiones más toscas, como Guantánamo, las torturas, las escuchas telefónicas, la invasión permanente del espacio privado, los abusos de poder, la indiferencia ante el dolor de Nueva Orleans, la insensibilidad ante el deterioro de las condiciones económicas– resulta evidente.
McCain no ha estado ligado a todas esas políticas. Incluso ha sido detractor de algunas de ellas. Pero su etiqueta partidista le pesa hoy más de lo que él quisiera y su propia biografía no deja de ser una muestra de aquellos tiempos que millones de norteamericanos quieren dejar atrás.
La alternativa que encuentran no es fácil: un negro con escasísima experiencia, hijo de un inmigrante que se desentendió de él cuando era niño, con un nombre swahili y un segundo apellido tan explosivo en esta época como Hussein. Esa es la apuesta que los norteamericanos tienen que hacer si quieren optar por el futuro. Algunos de los rasgos personales de Obama lo certifican como una opción muy arriesgada, pero, al mismo tiempo, acentúan su dimensión de cambio y, en todo caso, si los sondeos no fallan, se trata de un riesgo que los estadounidenses están dispuestos a correr.
¿Qué puede nacer de esa victoria? Muy difícil de saber. Pero es más fácil responder a qué puede surgir de esta campaña que acabó ayer. De esta campaña no va a surgir, por ejemplo, un gobierno revanchista de izquierda que deshaga por deshacer y que castigue o premie con arbitrariedad ideológica. De esta campaña va a surgir con alta probabilidad un país más unido.
Algunas voces conservadoras extremistas están alertando del riesgo de que una presidencia demócrata, sumada al refuerzo de la mayoría de ese partido en el Congreso, instaurará un régimen de partido único que amenazará las tradiciones americanas. Otros radicales del otro bando se frotan las manos ante la oportunidad que se le presentan a los sindicatos y a los activistas de izquierda. Obama ha advertido a ambos lados que se olviden. Ha prometido gobernar desde el centro, integrar a republicanos y liderar el cambio para un país que, en su mayoría, parece mirar hacia el futuro.
* De El País de Madrid. Especial para PáginaI12.
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