Martes, 4 de noviembre de 2008 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Ernesto Semán
En una cola de varias cuadras frente al centro cívico de Filadelfia, la gente esperaba el domingo más de ocho horas para votar en las elecciones que hoy pueden consagrar al primer presidente negro de los Estados Unidos. En la fila había ancianos y jóvenes, de clase media baja, poseídos por un deber cívico que hasta ahora les había sido indiferente. Bernard estaba ahí, arrastrando a sus tres sobrinos sin ninguna compasión: “Quería que vieran la historia. Que cuando sean abuelos y miren hacia atrás, puedan decir: ‘Yo estuve ahí’”.
La sensación de que la de hoy es una de las elecciones más importantes de la historia es tan dominante que si alguien sólo presta atención a la grandilocuencia de los medios se pierde las razones que la alimentan. Se pierde la increíble coyuntura política y económica en la que se producen, y se pierde el explosivo potencial que el cambio de liderazgo lleva implícito. Se pierde, sobre todo, a Barack Obama.
Con todas las encuestas indicando una ventaja de Obama sobre John McCain, el resultado parece definido de antemano. Una victoria de McCain en algunos estados clave como Ohio o Pennsylvania podría cambiar el escenario, pero eso volvería a poner el foco en las irregularidades electorales que empañan las elecciones desde 2000. Las consecuencias de eso son difíciles de estimar: no sólo éste no es el año 2000, sino que Obama no es Al Gore.
Pero el clima político del último año de los Estados Unidos parece ser un indicador más contundente que las encuestas. Las colas de millones de personas votando por anticipado, presionando contra un tramado institucional diseñado para inhibir la participación, son lo más parecido a los signos de una revolución democrática. Es curioso que, acá y en el mundo, quienes consideraron la apatía política como evidencia de la debilidad norteamericana, hoy no alcanzan a comprender el sentido radical de esas masas súbitamente comprometidas con la política. El liderazgo de Obama no se definirá por haber inspirado este resurgimiento sino por entender su novedad. Algo de eso mostró en la campaña, esquivando el corset de las metáforas históricas como principal herramienta para construir la suya propia. El domingo, Obama habló en Ohio ante 80 mil personas, durante uno de los actos más emotivos de la campaña. Con Bruce Springsteen en el escenario cantando “Youngstown” –inspirada en el oscuro declinar de la economía industrial de la región–, hubiera sido fácil para Obama recuperar la liturgia obrera que el Partido Demócrata rescata, impotente, en cada campaña. No lo hizo, y en el descubrimiento de algo nuevo que reemplace aquella nostalgia se juega su suerte futura.
La crisis financiera de los últimos meses prestó un fondo acorde para el crecimiento de Obama, pero la intensidad política de la vida social de este país podía ser percibida antes, de la mano de la declinación económica de los últimos años. La enorme cantidad de actos con más de 100 mil personas en las calles (para quienes insisten en que la política de la calle es un fenómeno extinto), el mayor nivel de nuevos votantes registrados para votar, los ratings de televisión más altos de la historia para los programas políticos que superaron incluso los eventos deportivos de masas, las elecciones primarias con mayor participación de las últimas décadas, son algunas de las señales que hoy terminarán de decidir la elección.
El liderazgo de Obama es, al mismo tiempo, una causa y una consecuencia de ese proceso. El probable presidente es de una raza que la Constitución norteamericana mensuró como “tres quintos de una persona” a la hora de determinar la población de cada estado. Y que hasta hace menos de 50 años tenía baños, colectivos y restaurantes separados. Y que hasta hace no mucho tenía vedados universidades, votos y cargos. El candidato demócrata representa un punto de partida respecto de esa historia, casi más allá de su voluntad, y expresa cambios que la sociedad ha madurado por décadas. Cuántas otras demandas desata la expansión de la igualdad racial, es imposible saberlo: en todo caso, la medida de la amenaza debe medirse en la virulencia de los enemigos.
Ese mar de fondo no le quita los méritos propios a la campaña de Obama. McCain no sólo arrastró el difícil ejercicio de separarse del presidente al que apoya. Más difícil todavía fue tratar de compatibilizar las presiones de una base partidaria ideológicamente extrema con las demandas de una sociedad algo más diversa. La designación de Sarah Palin como compañera de fórmula expresa esa ambivalencia y la multitud de problemas que acarrea. Tácticamente, el candidato demócrata dejó que McCain desnudara esas tensiones en público, pero al mismo tiempo construyó un liderazgo que es lo que hoy alimenta expectativas en millones de personas habitualmente blindadas a cualquier esperanza.
Las esperanzas que despierta Obama son diversas e incompatibles. Para millones, se trata de una nueva apuesta –aunque heterodoxa– para recuperar los momentos icónicos de la vida norteamericana desde la Segunda Guerra Mundial, tanto dentro como fuera. Esos serán los primeros decepcionados, porque Estados Unidos está cambiando para siempre, y en todo caso el desafío de Obama está en ver ese futuro que nadie anticipa o colapsar intentando resucitar el pasado.
El país que hoy empieza a llegar a su fin podía verse ayer en el puerto de Brooklyn, donde el carguero Grimaldi depositaba durante horas sus bolsas de cocoa de Costa de Marfil. Además de alimentar una guerra civil y una fenomenal concentración de la renta en el país africano que genera el 55 por ciento de la producción mundial, la demanda norteamericana de cacao se multiplicó por cinco en los últimos diez años. Junto al vino, el café, el arroz y hasta el agua mineral, el chocolate integra la variedad de productos en los que Estados Unidos expandió su consumo de la mano de una exasperante sofisticación. Refinados sibaritas deciden hoy en negocios boutique de Nueva York qué porcentajes de cacao hacen el mejor chocolate, mientras el almacén de la esquina explica la altura en la que se produjeron los granos del café que vende. Jacques Torres, en una calle empedrada entre los puentes de Brooklyn y Manhattan, ofrece 23 tipos de chocolate distintos, con cacao proveniente de una decena de países (como sucede en estos casos, versiones extremas de ese mismo esnobismo se pueden experimentar luego en el resto del mundo). A la larga, la diversificación del consumo empujó también su masificación: la crisis que Estados Unidos atraviesa desde hace varios años es la de un país que consume muchísimo más que lo que produce y cuyos mecanismos para llenar esa brecha se hacen crecientemente insostenibles.
La elección coincide con el abrupto fin de ese ciclo. Como broche de campaña, el viernes se supo que, por primera vez en un cuarto de siglo, el consumo disminuyó. En un país que atravesó ciclos recesivos sin disminuir la demanda, el consumo cayó un 3,1 por ciento en el primer cuatrimestre. La caída del consumo de bienes durables (televisores, autos) fue del 14 por ciento. Sumado a que la tasa de ahorro del país es un quinto de lo que era en los ’80, la foto de un país más chico es impactante cuando se trata de la primera potencia del mundo. Y es evidente para los millones que se vuelcan a la vida política por primera vez y que –de formas más o menos explícitas– intuyen que lo que se decide en los próximos años es cómo se distribuye ese ajuste. Los ocho años de George W. Bush son quizás el peor precedente, pero los desarreglos de su final también ofrecen una oportunidad para quien sepa construir un camino distinto.
Si hoy es electo presidente, Obama deberá lidiar entre las ansias de recuperar la supuesta gloria de los tiempos idos y la incertidumbre de construir algo nuevo, no sólo en la economía, sino en la política exterior y militar, donde el sentido de ser norteamericano se define con tanta fuerza. Las millones de personas que hasta anoche se agolpaban para votar en todo Estados Unidos –y los millones más que hoy celebrarán si se produce su triunfo– tienen demandas encontradas e incompatibles. Si la elección de hoy es la más importante de la historia reciente, el liderazgo de Obama determinará su trascendencia en poder encontrarle a esa contradicción una salida hacia adelante.
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