Domingo, 5 de septiembre de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › SE CUMPLEN DOS DECADAS DEL CRIMEN DE MARIA SOLEDAD MORALES, UN CASO QUE CONMOVIO AL PAIS
Las marchas del silencio en reclamo de justicia terminaron con el gobierno de los Saadi y son un símbolo de la lucha contra la impunidad.
Por Eduardo Videla
Desde Catamarca
Dos hombres paran el auto a un costado de la ruta y bajan caminando por el camino de tierra hasta el monolito. Toman un par de fotos y luego otra a la escultura que recuerda a María Soledad Morales. En ese lugar descampado, hace veinte años, fue encontrado el cadáver desfigurado de la adolescente y, días después, se inició un movimiento social en reclamo de justicia que terminó con un gobierno que soñaba con perpetuarse en el poder, y con un condena, ocho años después, a los autores del crimen. El lugar no deja de ser visitado por cuanto turista memorioso pasa por Catamarca. Aunque para la nueva generación de adolescentes no tenga el mismo significado.
“Le hablo desde la casa de María Soledad”, dice Ada Morales. Había levantado el teléfono y marcó de memoria un número. Hace veinte años que su hija no está pero ésa sigue siendo su casa. El lugar está casi igual que entonces, con la fachada recién pintada pero siempre con una construcción sin terminar. Sólo se agrandaron el comedor diario y la cocina, porque son más las personas que se sientan a comer: de sus seis hijos, cuatro siguen viviendo en la casa y Ada cuida a cuatro de sus cinco nietos. “Sigo siendo ama de casa”, dice.
Además de los Morales, son pocos en la provincia los que aceptan hablar del caso. “Es una historia cerrada”, define, en cuatro palabras, un hombre de 28 años que vivió el caso durante su niñez. Si hasta en el Colegio del Carmen y San José, donde María Soledad estaba a punto de egresar cuando fue violada y asesinada, sólo se habla del tema cuando alguno de los estudiantes pregunta, lo que tampoco es muy frecuente, según admite el representante legal de la escuela, Raúl Goitea.
La historia comenzó a cambiar en Catamarca en ese colegio, cuando las compañeras de María Soledad decidieron reclamar justicia con una Marcha del Silencio. “La primera fue el viernes 14, lo decidimos las delegadas de cuarto y de quinto año. Vino el jefe de policía a presionar al colegio para que no la hiciéramos, pero la hermana Martha Pelloni nos apoyó y la marcha se hizo igual”, cuenta a Página/12 Silvia Vizcarra, por entonces delegada de cuarto año. Martha Pelloni era la rectora del colegio. A la semana siguiente recibieron el apoyo de los centros de estudiantes de otras escuelas y de una comisión de padres. Y más tarde, la adhesión de una multitud, como nunca habían visto las calles de Catamarca.
El reclamo terminó con el gobierno de Ramón Saadi y con una dinastía política de cuarenta años: la provincia fue intervenida en abril de 1991 por el gobierno nacional y en diciembre de ese año el saadismo perdió las elecciones a manos de una alianza. Desde entonces, en 19 años, nunca pudo ganar unos comicios.
El caso y sus fantasmas regresaron en abril último, cuando salió en libertad condicional Guillermo Luque, condenado a 21 años de cárcel por el homicidio. El otro, Luis Tula –quien había sido novio de María Soledad–, sentenciado a nueve años como partícipe necesario, ya estaba en libertad. Hubo otros acusados por el crimen. Hubo pedidos de investigación por el encubrimiento, que llegaron hasta el propio ex gobernador Ramón Saadi y su entorno. Nada de eso prosperó: la investigación judicial languideció y hay quien no descarta que ese final fue fruto de un pacto político que le puso al caso el sello de cosa juzgada.
Ahora, a veinte años del crimen, la memoria estará presente apenas en dos ceremonias íntimas: una misa en la parroquia de Villa Dolores, en Valle Viejo, donde vive la familia Morales, y otra en el Colegio del Carmen y San José. En las dos estará presente la hermana Pelloni.
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El colectivero Carlos Ponce circulaba con un solo pasajero esa madrugada del 10 de septiembre de 1990 cuando vio unas luces junto a la ruta, en el camino de Valle Viejo al centro de la ciudad. Se detuvo, se acercó y reconoció allí a dos policías que le dijeron que se vaya, que siga su camino. En ese mismo lugar, horas después, unos obreros de Vialidad encontraron el cuerpo desnudo y mutilado de María Soledad.
El colectivero dio su testimonio una y otra vez, pese a las presiones. Acusó a los dos policías, poniendo al descubierto la posible complicidad del aparato estatal de entonces con el crimen. Y fue uno de los testigos clave en el juicio. Hace unos meses, Ponce murió víctima de un accidente cerebro vascular. Todavía trabajaba como colectivero.
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El comedor de la casa de los Morales es más bien un recibidor, pero también una suerte de santuario. Allí están los murales con las dos fotos más conocidas de María Soledad: una, con el vestido de los quince años, con un cerco de ligustros como fondo; la otra, con el uniforme escolar. También hay dos retratos de la hermana Martha Pelloni y uno del reportero gráfico José Luis Cabezas, asesinado en 1997.
“Me dolió mucho que no cumplieran la condena completa pero respetamos lo que la Justicia decidió”, dice Ada, que lleva grabado para siempre el dolor en la memoria. “Fue tan grande el tormento que sufrí por las cosas que dijeron de una niña que fue asesinada, cosas injustas, para justificar lo injustificable”, agrega.
Ada tiene un agradecimiento eterno hacia las compañeras de su hija y a toda la gente que participó en las Marchas del Silencio. “También les agradezco siempre a los testigos que no cambiaron su declaración a pesar de las presiones. Admiro su valentía. No era fácil hablar en un clima de amenazas, con un gobierno que estaba desde hacía cuarenta años en el poder y se sentía con impunidad”, dice Ada.
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“Fue el sacrificio de una persona para que una sociedad tomara conciencia de que tenía que reaccionar, de que tenía que haber un cambio”, reflexiona ahora el abogado Luis Segura, representante legal de la familia Morales junto al jurista cordobés José Buteler. Segura reconoce que en la provincia ya no se habla del caso que les cambió la vida, sobre todo los que tienen menos de 35 años, pero destaca que en Catamarca “ha cambiado la opinión de la gente sobre las cosas públicas, hay conciencia en la sociedad sobre el valor de la vida humana, la integridad sexual de los jóvenes y la protección de la familia”.
Es que a fines de los ’80 y principios de los ’90 el abuso de poder era moneda corriente en la provincia. Los hijos de los hombres poderosos y sus amigos, gente vinculada con el comercio de drogas y con la trata de mujeres, tenían vía libre para cometer atropellos. Las víctimas solían ser las chicas de clase media baja. Así lo contaron muchos de los testigos que, en el juicio por el crimen de María Soledad, pintaron la realidad de Catamarca de esa época.
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Apenas las primeras sospechas apuntaron a Guillermo Luque, el hijo del diputado nacional Angel Luque sobreactuó su ausencia en Catamarca, ese fin de semana. Para eso presentó un fárrago de supuestas pruebas de su estadía en Buenos Aires, en esos días, sin que nadie se lo pidiera.
Casi de inmediato aparecieron los testigos que lo habían visto en la provincia, con barba, pelo largo y un arito, como solía usar entonces y como nunca más se lo vio.
Angel Luque era hombre de Saadi y amigo del entonces presidente Carlos Menem. Tan amo y señor se sentía que llegó a decir en defensa de su hijo que si Guillermo hubiera sido el asesino, el cadáver nunca hubiera aparecido. Esa frase le costó la carrera política: fue expulsado de la Cámara baja por sus pares.
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En el verano del ’91 la provincia era una caldera. Ramón Saadi convocó a una “marcha de la verdad”, en la que sus seguidores se dedicaron a acusar a la oposición y a los medios nacionales de conspirar contra su gobierno. Por si algo faltaba, Menem designó como investigador al policía Luis Patti, un hombre con pasado en la represión ilegal y que no ocultaba su predilección por la tortura como método para la pesquisa policial. También nombró a un interventor judicial y a un juez ad hoc, José Luis Ventimiglia, que le dictó la prisión preventiva a Luque.
Hubo dos juicios orales. Algo nunca visto, el primero fue transmitido en directo por televisión: a cada testimonio controversial le seguía la presentación de algún involucrado, que espontáneamente concurría a refutar lo que había visto y escuchado y, si era posible, exigir un careo con el anterior. Las cámaras y una mirada atenta permitieron descubrir un gesto de complicidad entre dos de los jueces a espaldas del presidente del tribunal. La prohibición de la televisación, la renuncia de los jueces y la anulación del juicio precipitaron el derrumbe de ese juicio, en 1996.
Dos años después, un nuevo proceso, más prolijo, le permitió al fiscal Gustavo Taranto enhebrar a partir de los testimonios el camino que llevó a la muerte a María Soledad. La chica salía en la madrugada del 8 de septiembre de la fiesta que había organizado con sus compañeras de quinto año, en el boliche Le Feu Rouge. En el camino se encontró con su ex novio, Luis Tula, quien la llevó hasta el boliche Clivus. Ahí estaba Guillermo Luque con su banda de amigos. Tula dejó a la chica en manos de ese grupo, que la llevó al lugar donde la intoxicaron con cocaína y la violaron, hasta que sufrió un shock. La llevaron hasta la casa de Angel Luque y de allí al Sanatorio Pasteur, donde intentaron reanimarla sin éxito. Después se deshicieron del cuerpo. Luque viajó ese mismo lunes 10 de septiembre a Buenos Aires.
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En el Colegio del Carmen y San José el caso también forma parte de la historia. “Se habla del tema, claro, cuando alguno de los chicos pregunta, como ocurrió este año, cuando Luque salió en libertad condicional”, dice Goitea. El colegio ha cumplido doscientos años y en el libro editado en conmemoración se dedicó una página a María Soledad y a la hermana Martha Pelloni, rectora de la escuela hasta que fue separada por presión del obispo local, Elmer Miani.
Hace veinte años, el Colegio del Carmen era una escuela de niñas. Ahora es mixto. El aula donde cursó María Soledad su último año fue convertida hace años en la dirección de la escuela. Junto a la puerta, una placa de bronce consagra a la joven asesinada como “ángel tutelar de la juventud”. Como entonces, aunque la escuela es privada, hay un centro de estudiantes, “que es parte del proyecto educativo: es que la realidad de los jóvenes, hoy, no está tan comprometida con lo social”, explica el representante legal.
“Queremos dejar un mensaje a los chicos de que ese hecho fue un abuso a los derechos de los jóvenes”, agrega Goitea, ex religioso marista y hombre de confianza de la hermana Pelloni.
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Luis Tula se recibió de abogado en La Rioja y ahora trabaja en los tribunales de Catamarca. “Desde el año ’98 no doy notas”, le dice a Página/12, al rechazar cualquier posibilidad de entrevista. En los tribunales se suele cruzar con el abogado de los Morales, Luis Segura, con quien se saluda, pero nada más. La madre de María Soledad no suele ir muy seguido por la ciudad, pero en una de esas ocasiones se cruzó con “el Tula”.
“Me quedé dura cuando lo vi”, recuerda. “Es horrible encontrarse con el asesino su hija. Cuando me vio, aceleró el auto y se fue.”
Guillermo Luque también sigue viviendo en Catamarca, aunque no se deja ver demasiado por la ciudad. Trabaja en el estudio de su ex cuñado, el ex diputado Oscar Romero, quien estuvo casado con la hermana de Luque. Tiene dos hijos y está separado de su mujer.
Cuando salió de la cárcel con libertad condicional, en abril, anunció que iba a dar una conferencia de prensa pero sólo concedió una entrevista para un medio local. Allí parece darles la razón a aquellos que dicen que su peor enemigo fue su propio padre. “Por el beneficio de mis hijos, he decidido no participar en política”, descartó, como si allí tuviera algún porvenir.
Dicen que vive en la casa de su padre, en el caserón bautizado con el presuntuoso nombre de Puerta de Hierro, apenas a unas diez cuadras de la casa de la familia Morales. El estado de salud de Angel Luque es tan delicado que hay periodistas que revisan cada tanto los avisos fúnebres porque creen que sólo de esa manera se van a enterar de su partida.
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Veinte años después del crimen, a doce de la sentencia, la investigación a los cómplices del homicidio y a los encubridores quedó archivada en el cajón de las causas prescriptas. Los observadores hablan de un pacto entre el saadismo y el castillismo (por el ex gobernador del Frente Cívico Oscar Castillo) para lavar una mano con la otra y dejar las cuentas pendientes en fojas cero.
Tal situación le dio pie a Ramón Saadi –por primera vez desde 1983 sin cargos electivos– a reprochar que todas las acusaciones de protección y encubrimiento contra su gobierno fueron infundadas.
El gobernador Brizuela del Moral, ex radical K, ex cobista y ahora afín al alfonsinismo, acaba de lanzarse como precandidato para un tercer mandato. No necesita reformar la Constitución provincial: hará uso, en tal caso, de la que promovió don Vicente Saadi en 1988, cuando soñaba perpetuar su dinastía. “Es la paradoja del saadismo”, dice el periodista local Alberto Avellaneda, director de radio El Ancasti durante el apogeo del caso María Soledad.
Luis Barrionuevo sigue siendo el hombre fuerte del peronismo catamarqueño. En el kirchnerismo local sigue pesando Armando “Bombón” Mercado, el ex marido de Alicia Kirchner. Para completar el espectro, se lanzó como “peronista renovador” Raúl Jalil, hermano de quien fuera intendente saadista de Catamarca y socio propietario del Sanatorio Pasteur.
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Ada y Elías Morales, con sus hijos y sus nietos, algunas de las ex compañeras del Colegio del Carmen y con la hermana Martha Pelloni van a recordar a María Soledad este miércoles con una misa en la capilla de Villa Dolores, cerca de la casa de la familia.
Ada se ha convertido en estos años en una militante por las causas que quedan envueltas en la telaraña de la impunidad. “Dentro de mis posibilidades, porque sigo siendo ama de casa y ahora tengo nietos que cuidar”, aclara. Así, ha estado junto con la familia de Sebastián Bordón y Miguel Bru, dos chicos asesinados por la policía, entre otros, y también con las Madres del Dolor. “Estoy mucho tiempo sola. Pero no estoy sola, porque siento que me acompaña mi hija. Ella, que se llama Soledad, es la que me acompaña y me da fuerza. Y entonces, cuando me entero de algún caso, les pido a los periodistas que conozco que me consigan el teléfono de la familia. Me comunico con ellos, les digo que no hay que bajar los brazos, que sigan adelante. Trato de darles fuerzas para que se preparen a escuchar cualquier barbaridad de sus hijos que justifique lo que les pasó. El famoso ‘algo habrá hecho’ que también padecimos nosotros.”
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