SOCIEDAD › EL AUGE DE LOS CURSOS NO TRADICIONALES DE COCINA

Las manos en la masa

No se trata de convertirse en chef. Tampoco en sommelier ejecutivo. La idea es tomar algunas clases para conocer algo más sobre cocina. Puede ser armenia, puede ser orgánica, puede ser en un restaurante a puertas cerradas donde los alumnos terminan comiendo lo que acaban de cocinar.

 Por Soledad Vallejos

Imagen: Pablo Piovano.

Anocheció y tienen las manos enchastradas con manteca y aceite. En la asadora todavía está pendiente el pastel recién armado después de tres, cuatro pasos elaboradísimos. Hace frío. Falta un poco para la ensalada, algo más para el postre. Y, sin embargo, las doce personas que se arremolinan en torno de los fuegos de la cocina lo único que tienen es un entusiasmo desbordante. Hablan de las compras, de un mercado, de una pimienta exótica que ahora se consigue, del perfume que sale del horno. Alguien se anima a evaluar la carne cruda: la aprueba.

Si sobre gustos para hobbies no hay nada escrito, puede ser porque lo importante es experimentarlo. Y entonces ya no se trata de comer rico (o estar al tanto de lo exquisito), conocer ingredientes selectos, comprar vinos en locales especiales, declararse fan de alguna celebrity de la patria cocinera televisiva: hay que calzarse el delantal y meterse en cocinas tan ajenas como poco convencionales. De restaurantes, de escuelas, de casas, por ejemplo. Hay que tener dos, tres horas disponibles por semana; la posibilidad de destinar entre 400 y 500 pesos a un combo de cuatro clases (que incluyen ingredientes, materiales, recetas); las ganas de aventurarse a comer todo lo que se cocina.

En Buenos Aires cada semana lo hacen decenas, cientos, quizá un poco más, y por puro gusto. Estas personas salieron corriendo del trabajo no tanto por huir de la obligación como por llegar a la cocina. A veces, dentro de esa bolsita que acompañó el trajín del día llevan la tarea: es lo que va en el tupper. En otros casos, el recipiente va vacío porque al anochecer se cargará de, por así decirlo, apuntes. ¿Quién dijo que con el cansancio del día a cuestas no se llega al hedonismo?

Locaciones

No es una escuela, sino la sede de un cuento de hadas en registro gastronómico y con final feliz: chica (sommelier) conoce chico (chef), se enamoran; viven juntos; deciden compartir algo de esa felicidad con amigos y ensayan una, dos, algunas clases de cocina en donde viven. “Todo empieza con los cursos”, sintetiza el chef Pablo Abramovsky. Ivana Piñar, la sommelier, explica que era una pena no aprovechar esa “casa espaciosa, con un ventanal, un hogar con leña de quebracho, con pisos de roble de Eslavonia”. Se dividirían las tareas: ella enseñaría a degustar vinos; él, a cocinar. Ambos trabajaban en el sector más mainstream de la gastronomía (ella todavía lo hace, como sommelier ejecutiva del Hotel Madero), de modo que las primeras clases dieron con un público algo exigente. “El gerente de Chandon, el gerente de Trapiche... bueno, nuestros amigos –describe Piñar–. Pero venían a aprender, y traían sus vinos, y nos quedábamos a comer.” “Se daba quedarse a cenar, nos quedábamos charlando. Y la misma gente nos decía por qué no hacen esto una o dos veces por semana, como dar de comer a la gente. Y así empezó todo”, concluye Abramovsky. Y “todo”, en este caso, es Paladar, uno de los restaurantes a puertas cerradas más prestigiosos y buscados de Buenos Aires, que en su segundo año, además de atender dieciséis cubiertos solamente por reserva, sigue con las clases semanales todavía más exclusivas: cuatro personas por vez.

Cuando la casa abre las puertas, dice Piñar, “lo que nos importa es dar un producto muy chiquito, muy cuidado”. “Porque si bien el mundo gira cada vez más en pos de lo masivo, de contar cantidades, del fan page, de lo despersonalizado del mail y el mensaje de texto, creo que en el fondo hay una gran necesidad de contacto, de no perderse eso. Eso, que es inevitable, no tiene que perderse. Cuando vienen a comer, a nuestros clientes no los tratamos como NN, diciéndoles ‘buenas noches’, llevando el plato y listo. Hablamos, queremos saber quiénes son, nos gusta que nos conozcan. Y con las clases es lo mismo. Entablamos una relación con quien visita la casa, para cenar o para tomar clase.”

Ahora el proyecto cumple dos años y, en unos días más, su hija, Malena, tendrá un mes. “Por eso estos días estuvieron un poco suspendidas las clases”, pero ellos siempre recibieron saludos y deseos y felicitaciones de alumnos y comensales. Esa relación, esos vínculos a escala, son “lo cuidado” que refieren. Y se refleja, además, en el público que concitan: “Viene gente que trabaja, profesionales que vienen para mejorar la calidad de alimentación en su familia, arquitectos, contadoras, veinteañeros... Tuvimos una psicóloga que venía a comer y quiso aprender: compartió con su hija todo el curso. Nos contaban que, después, armaban cenas en su casa y cocinaban la señora para su marido y la chica para su novio, les gustaba hacer un pequeño evento familiar. También venía un chico de 22 años que era cadete en una empresa y encontraba placer en esto”.

A quienes llegan en busca de otros sabores les gusta, sí, arriesgarse a cierta experimentación controlada, pero también dedicarse a aquello que el ritmo de todos los días suele retacearles. “Salen de sus trabajos para venir a olvidarse de eso. Pablo les habla de la antropología de la alimentación, de acuerdo con qué se cocine ese día. Cuando yo les doy el curso en vinos, es lo mismo.”

Y tan extendida está la fiebre de conocer el mundo a través de la experiencia en primera persona de la cocina que no sólo con alumnos semanales se afanan las hornallas de Paladar. “Hay agencias de turismo que nos contratan para dar una clase magistral de cocina argentina a extranjeros –cuenta Piñar–. Enseñamos a hacer empanada, una carne con papines, algo de vinos argentinos. Y en ese caso sí se quedan a comer. Pero en el caso de los argentinos no, imaginate. Salen de trabajar, llegan a las 7, cocinan, se hacen las 9, 9 y algo. Es día de semana y al otro día trabajan. No se pueden quedar. Entonces se van con su tupper a casa, a compartir o cenar ellos lo que acaban de aprender.”

Cambios de vida

“Se te abre la cabeza.” Tan contundente como eso, dice Marisa Ledesma, es el efecto de meterse a la cocina para desaprender costumbres y tomar otras nuevas. Responsable, con su socia Claudia Carrara, de los cursos de Bio, uno de los restaurantes orgánicos más conocidos de la ciudad, dice que muchas veces aprender el abecé de un nuevo código culinario bien puede convertirse en un hito en la vida. ¿Por qué? “Porque comer es creatividad, no solamente un acto nutricio.”

A diferencia de la comida étnica o el impulso netamente gourmet, la cocina orgánica pone en juego alguna decisión previa, muchas veces algo más compleja que el inicio de una dieta pasajera. Dice Ledesma que muchas veces quienes llegan a estas mesadas lo hacen tras un “cambio de vida” o una preocupación por otros. “Vienen muchas mujeres, pero también muchos hombres. Gente de más de 30, jóvenes, muchas chicas jóvenes que se pasan al vegetarianismo y quieren aprender qué comer porque no es tan común todavía. Empresarios, como el gerente de una gran compañía telefónica que cocinaba para su familia y estaba preocupado por la calidad de alimentación que tenían. Era su modo de vincularse.”

“En algún punto siento realmente que en esta cultura nos están sacando hasta ese placer de cocinar para uno. Todo el mundo compra hecho. Todo el mundo pide delivery. ¿Qué comés? Ni sabés qué comes. Y sin embargo la comida es lo que te nutre, te levantás con la fuerza de lo que comiste. ¿Sabés cuántos chicos chiquitos hay con hipertensión, con colesterol, por comer mal? La sociedad está desvalorizando eso. Se pierde el tema porque falta tiempo”, razona Ledesma. Dice también que no se trata de sacrificio, sino de hacer una prueba para descubrir que una cosa pequeña puede cambiar: “A mis alumnos les digo que en vez de llamar al delivery, un día prueben poner una cacerola, cortar unos vegetales, por ahí saltear algo que tienen en la heladera. A lo mejor llegaste, te preparás algo, te desenchufaste, y te llevó el mismo tiempo que esperar el delivery. En vez de ser un autómata y prender la tele hasta que llegara, rescataste mucho más”.

A casi diez años de haber empezado a dictar clases, Ledesma dice que está comprobado: acercarse a la cocina cambia, también, a las personas. “Cuando empiezan a probar, empiezan a buscar para adentro en cierto modo. Hay una búsqueda” en sus alumnos. Muchos vuelven. Descubren alguna receta y se la alcanzan para compartirla, o pasan simplemente a saludarla y mantener el contacto.

“No está mal cocinar.”

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