Domingo, 12 de junio de 2011 | Hoy
SOCIEDAD › LA NUEVA VIDA COTIDIANA DE UNA CIUDAD QUE QUEDO TAPADA POR LA CENIZA
Montañas de arena quitada de los techos se acumulan por doquier. Sobre el lago flotan decenas de metros de polvillo. La ceniza lo sigue invadiendo todo: los ojos, el pelo, las casas, las conversaciones. Cómo se vive en Bariloche después del estallido del Puyehue.
Por Soledad Vallejos
Desde San Carlos de Bariloche, Río Negro
Un manto pálido desapasiona los colores. Flota en el aire como un velo capaz de cubrir el centro, la falda de la montaña, los barrios aún más desprotegidos del Alto. Al fondo del paisaje, los contornos están desdibujados. En este momento, en la calle el viento raspa porque lleva todavía, o mejor dicho nuevamente, “la arena”, esa ceniza volcánica llegada desde Chile que hace una semana desvela a la Patagonia. Por la mañana, sobre los techos habían florecido señores de escobillón y pala que descargaban la evidencia del volcán Puyehue. Pero la tarde volvió imposible la faena y la ciudad entró en un clima de siesta vigilante. El Nahuel Huapi, de un turquesa impactante, hoy queda un poco más lejos: en algunas zonas, las arenas grises que lo bordean, pesadas pero flotantes, llegan a tener cien metros de extensión.
Hace una semana y un día, el día se hizo noche y sonó un trueno. Poco después, empezó a llover “la arena”. Esas escenas, en ese orden, se repiten en los relatos de los locales. “Porque acá no hay esas lluvias, porque acá no hay truenos”; porque cuando el volcán Puyehue empezó a humear en Chile, en la ciudad corrió el rumor de que el que despertaba era el Tronador, tan cercano a las zonas habitadas que podía temerse lo peor. La ceniza volcánica que cayó del cielo, que se desprendió de una nube gris plomo, detuvo la vida cotidiana puertas afuera. Por unos días, nadie salió de las casas, no hubo clases en las escuelas, ni tiendas abiertas, ni rutina que se mantuviera en pie. Ahora, mientras la posibilidad de más actividad volcánica, en una zona rodeada de cordones montañosos potencialmente activos, acecha como leyenda urbana entre los pobladores, Bariloche intenta volver a construir una cotidianidad que no tiene opción salvo incorporar estas esquinas con montañas de cenizas cuyo destino sigue siendo un misterio, estas calles mullidas a fuerza de acumular la arenilla humedecida por las lluvias, estos vidrios siempre tiznados.
Cuesta identificar este centro con el de las pilas de ceniza que invadían la calzada mientras llovía en tonos grises. A simple vista, el centro de Bariloche termina la semana pareciéndose al de las postales turísticas de chocolates y pulóveres con estampas tiernas. Pero entonces basta escuchar y mirar un poco más. Los pasos raspan en la acera, la ropa parece ganada por los grises, las caras, por una capa opaca que se posó sobre todas las personas, pero también sobre los objetos, los vidrios, los perros callejeros, la vida.
Viernes en la noche. Los voceadores de ofertas y comercios, bajo la lluvia, insisten en seguir su rutina como si por la vereda se apiñaran cientos de visitantes en lo más álgido de la temporada. Pero por allí sólo pasan barilochenses que aprietan el paso al salir del trabajo, o se refugian en confiterías para disfrutar la libertad que, durante estos días, había sido tan subrepticiamente confiscada por el clima y las pocas certezas acerca de cómo reaccionar. Con la pluma (como se llama a la nube cargada de arena) todavía en el horizonte, una farmacia se resiste a dejar de ofrecer barbijos como top seller del momento, en sus dos variedades: “Común: 5 pesos” y “Aireado: 25 pesos”.
“Depende del techo”, responde Aurelio cuando se le pregunta cuánto dinero llegan a costar esas horas larguísimas de barrer y apalear arena en las alturas. Hace malabares entre las canaletas de un techo de chapa desde el mediodía; está anocheciendo. Su compañero, un joven que lo ayuda ocasionalmente, porque “estas changas no se dan muy seguido, vio”, recurre al arnés por las dudas; él no, porque alcanza con “tener cuidado” y “un poco de maña”. El techo al que está trepado no es el de su casa, tampoco el de su ayudante, sino de alguien que lo llamó porque un vecino suyo que trabaja en “plomería y esos arreglos” lo recomendó.
Se rumorea que por limpiar los techos del Hotel Lago alguien ganó alrededor de cuatro mil pesos. Pero quizá sea una leyenda urbana, porque a Aurelio se lo dijo alguien, que a su vez lo había escuchado de alguien más. En todo caso, por techos de casas modestas, o quizá no excesivamente grandes, pueden llegar a pedirse “300, 600 pesos”. Claro: “Depende del techo”. “Limpiar teja es más caro porque da más trabajo.”
Por la calle Tucumán, como por el resto de la ciudad, las veredas empiezan a estar salpicadas por las farolas de luz anaranjada. Va siendo hora de terminar la jornada. ¿Harán a tiempo para despejar todo el techo? “No queda otra, mañana tenemos que limpiar la casa de otra familia.” Y entonces a una palada volando por el aire, de lado a lado del techo a dos aguas, le sigue otra, y otra, y otra más. El joven ve llegar cada una y la descarga, con prolijidad, hacia el mismo punto de la vereda. ¿Y después? “¡Y después nada. Queda acá y dicen que en algún momento va a pasar el camión y se la va a llevar.” Dicen, porque también el centro está sembrado de montañitas que con el viento fuerte, con el agua, con la misma brisa de mucha gente pasando a lo largo del día, vuelve a dispersarse.
La tormenta aplaca la ceniza del aire, al volverla más densa, al humedecer la que ya ha caído e impedirle, así, levantar vuelo y seguir eternamente en danza por la ciudad. Pero todavía la arena es omnipresente, inclusive en los diálogos de señoras amigas que, picada y copa de vino mediante, debaten acerca de las posibles bondades de la ceniza, hasta que una de ellas salda las diferencias con un contundente: “No es mala. Me dijeron que es excelente”.
En los barrios del Alto, montaña arriba, las dudas permanecen. La ceniza también. Los jardines de los monoblocks del Barrio Levalle son grises, como las calles, como el color que quedó en los plásticos negros con que cubrieron los techos en el barrio Nahuel Huen, o Amancay, o Arrayanes. Por allí, por las calles de adentro, señala un vecino al pasar, las máquinas todavía no pasaron para despejar la arena que cayó. “Pero es igual, porque total los colectivos pasan, ahora porque llovió, la arena está mojada y en una de esas hasta nos hace un bien.”
Todavía por las calles cercanas a Onelli, eje de cuadras y cuadras de comercios, pueden verse carretillas cargadas de ceniza volcánica a la entrada de algunas casas muy humildes. La empezaron a recolectar a mediados de la semana, en cuanto algunas avenidas quedaron despejadas, y se corrió la voz de que, mojada, esa arenilla podía servir para hacer mezcla para la construcción. “Se mezcla con la arena” común, y abarata considerablemente los costos: la nada que sale la ceniza volcánica, versus los cerca de 500, 600 pesos que vale un camión lleno de arena.
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