Domingo, 23 de junio de 2013 | Hoy
El asesinato de Angeles Rawson, muchos malos ejemplos. Supuestos culpables condenados en seguidilla, sin pruebas y sin condena. Una declaración nula que se equipara a una confesión. El minuto a minuto contra las leyes, competencia despareja. Recuerdos del pasado: los asesinatos de Nora Dalmasso y Candela Rodríguez, el accidente de la familia Pomar.
Por Mario Wainfeld
La escena es un tópico en las películas o las series “de juicio” que se producen por toneladas en Hollywood y que este cronista consume con avidez. El fiscal está interrogando a la persona acusada. No le va del todo bien: las respuestas suenan creíbles, la acusación no tiene pruebas suficientes, apenas “evidencia circunstancial”. Entonces, le arroja una pregunta tremenda, histriónica, se da manija, le grita. “¿No es verdad que usted la mató porque la odiaba, porque discutieron por esto o aquello, que se enfureció, que agarró el martillo, que golpeó con furia, que se vengó de (lo que fuera), que usted la asesinó...?” La defensa objeta la pregunta, saltando de la silla. El juez, enfadado, hace lugar a la objeción, indica al acusado que no responda y prescribe: “El jurado no tomará en cuenta esta pregunta que se borrará de las actas”. La cámara, tópica, panea al jurado. El espectador más distraído entiende que el jurado no olvidará jamás la pregunta. Y que sentenciará bajo su influjo.
La escena repiqueteó en la mente del cronista cuando se enteró de la difusión de los dichos del portero Jorge Mangeri ante la fiscal María Paula Asaro. Se divulgaron, primero en un ecuménico off the record y luego en un comunicado de la fiscal. Mangeri habló en condición de testigo, bajo juramento o promesa de decir verdad. La fiscal frenó el interrogatorio porque nadie está obligado a declarar contra sí mismo y el portero debía “pasar” a la condición de sospechoso, imputado o procesado.
El recaudo de poner fin a las preguntas estuvo bien, ya que esas palabras del testigo nada valen para (auto) incriminarlo. Pero la propalación masiva de esos dichos no pertinentes y (desde ese momento) nulos como prueba se da de patadas con la finalidad garantista de la regla procesal. El “jurado” (los medios, la opinión pública) jamás olvidará esas palabras. Se agravó la situación del sospechoso (cuasi condenado sobre tablas y sin juicio) sin derecho ni razón.
Se mancilló, de facto, la garantía de no estar obligado a declarar en propia contra. “La Justicia” cometió el desquicio, muchos medios la magnificaron. Un quid pro quo tan preocupante como repetido, excitado por la búsqueda de un culpable del tremendo asesinato de la joven Angeles Rawson.
Se obtuvo, así, un record. Se sucedieron, en tres días o poco más, igual número de culpables. Con condena periodística firme aunque sin juicio, sin defensa, sin apelaciones, sin designación de abogado.
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Prejuicios y mala praxis: Se supone que quien lee esta nota recuerda la secuencia de “culpables”, así que se la simplifica mucho. Los primeros sospechosos fueron los de siempre. Trabajadores del Ceamse o cartoneros o “delincuentes” típicos actuando en el contexto asumido de “la inseguridad”. Para inculparlos hubo que informar sobre una violación no producida: la falta de sustento fáctico es para unos cuantos emisores un obstáculo nimio, fácilmente esquivable a través de la imaginación.
El linchamiento empalmaba con una crítica al gobierno nacional, voceada por quienes lo responsabilizan de todo crimen cometido en cualquier paraje de un país federal. La oscuridad del barrio (“una boca de lobo”) se sumó a los cargos contra la Presidenta aunque, bien mirada, debía ser competencia del alcalde porteño.
En fin, la mirada discriminatoria y lombrosiana eligió a trabajadores pobres, morochos, hurgando en la basura. Una lectura funcional a “la oposición” política y mediática, por añadidura.
Trascartón, se pasó a la familia, con énfasis en el “padrastro”. El vocativo no se usaba en la Argentina desde que se leía a Cenicienta o Blancanieves. Por lo general, las familias ensambladas se describen como nuevas formas de integración y convivencia. Pero en esta ocasión, el mote se avenía al relato truculento y peyorativo.
Las pruebas eran, de nuevo, irrisorias o patéticas. Declaraciones mediáticas, frases poco comprensibles, rictus de personas sometidas a un asedio constante de cámaras y micrófonos se equipararon a confesiones de homicidio. Quién sabe: por ahí existe un protocolo para responder adecuadamente a un sinfín de preguntas intrusivas e insidiosas. Y quien no lo honra (supone el cronista) es sospechoso de crímenes capitales.
Parte de la familia y el padrastro quedaron bajo la mira, un diario comunicó en tapa su detención aunque ésta no había existido. Otra minucia, vamos.
La segunda versión, para miradas sesgadas y poco atentas a los derechos individuales, era funcional al Gobierno porque alejaba la mira de la “inseguridad”. Comunicadores afines al oficialismo se entusiasmaron y derraparon malamente inculpando al padrastro en juicio express. Obraron en espejo frente a aquellos que cuestionan y se asemejaron a ellos.
La mala praxis de la Fiscalía, que volanteó unas palabras que perdieron valor y que por lo tanto “no deben ser recordadas” por el jurado aportó al tercer culpable.
Y acá estamos, por ahora. Sin pruebas contundentes, sin testigos presenciales, sin un relato consistente del crimen, sin móvil. Los análisis científicos están pendientes y podrían disipar la incertidumbre, total o parcialmente. Mientras no estén, el resguardo de los derechos de los ciudadanos investigados exige que se ahorren especulaciones y más aún señalamientos. Pocas coberturas se comprometen en ese sentido.
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En tiempo real, color amarillo: Se inventaron una violación y dos detenciones, es demasiado mas no fue todo. También se fisgoneó en el Facebook de la víctima, se reporteáron a sus amistades todas menores de edad, sobre cuestiones carentes de relevancia. Las leyes inhiben esas intromisiones, pero esa faceta republicana es arrasada en el cotidiano informativo.
Las barrabasadas y su velocidad engendraron críticas, ora equilibradas, ora hipócritas. El editorialista de un gran diario que había publicado una tapa (por lo menos) equivocada comenzó a esbozar un repaso. Evitó la autocrítica, la introspección o la canónica fe de erratas. Gambeteó cualquier alusión a la falsedad propia, pero vertió comentarios en promedio razonables y edificantes. Hasta puso en tela de juicio el “amarillismo”. Pero, en un ejercicio asombroso y canónico para futuros cursos de periodismo, expresó en la misma columna: “Ahora se sabe que a Angeles la mató el portero, según él mismo confesó”. De nuevo: Mangeri no confesó nada ni sus palabras ante la fiscal, si las hubo, tienen valor jurídico alguno. Ni fiscal, ni jueces, ni “el jurado opinión pública” deben tomarlas en cuenta. No “sabemos” nada, hoy y aquí. Y menos sabemos que es culpable, esto es, condenado por sentencia firme.
Un periodista televisivo, a su turno, replica a los reproches, se vale del sambenito de que “todo es fácil con el diario del lunes”. Y franquea su posición: “Nosotros informamos en tiempo real”, como si eso le otorgara una franquicia para macanear sin filtro o invadir la intimidad. El grave dilema de congeniar la información simultánea con los derechos superiores de gentes del común se zanja en favor de la variable menos valiosa, moral y jurídicamente. El “minuto a minuto” fija las reglas de estilo: las garantías constitucionales y legales deben acomodarse a esa dictadura.
La falacia es chocante, nos permitimos ilustrarlo con una comparación. Un partido de fútbol transmitido en vivo impone un tiempo real. Los relatores o comentaristas deben valorar el juego, comentar si “fue penal” o “había off side”. Por cierto, lo hacen con una parafernalia técnica que les facilita la labor. Y hablan de fútbol, no de la honra de las personas. Hay, debería haber, una jerarquía simbólica entre los “hechos noticiables”: algunos “soportan” más especulaciones, tiros al aire o macanas lisas y llanas. En otros, es imperativo ser más contenido y respetuoso.
El tiempo real de un expediente es extenso y su cadencia es prioritaria frente a “la cucaracha” que azuza a quien está frente a una cámara o un micrófono. La pugna, al fin y al cabo, enfrenta al rating y a la ley. Cada quien la tramita como prefiere y debería hacerse cargo de las víctimas que genera o de las heridas que ahonda.
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Receptores e intereses: El cronista se enrola entre quienes piensan que la comunicación de masas no es unidireccional. El receptor no es ingenuo, ni pasivo. Hay una dialéctica entre la oferta y la demanda, que no debe reducirse a la omnipotencia de quien lanza la información.
Por ejemplo, no cree a pies juntillas en que “la agenda” es pura imposición de los medios. Ni hace falta decir que tampoco cree en su imparcialidad o falta de poder: de dialéctica y complejidad hablamos.
Ya en el caso que sobrevolamos, este escriba cree que es de los que suelen atraer la atención de muchas personas del común. Hay identificación con las víctimas o sus familias, incluso puede generarse empatía.
La familia de Angeles Rawson es de clase media, vive en un barrio acorde, en una casa de departamentos similar a miles en las ciudades argentinas. Su hogar tiene una moderada superficie y está enclavado en un barrio de rango medio, superpoblado por cámaras de seguridad.
A diferencia de los casos García Belsunce o Dalmasso no hay aquí un sobrevuelo sobre quienes “tienen más”, lo que también es seductor.
Pero igualando a esas terribles historias, se ha maltratado a las víctimas (la familia y los amigos lo son), se las estigmatizó.
Forzoso es repasar que las hipótesis con las que trabajaron los medios infirieron daño irreparable a Facundo Macarrón, hijo de Nora Dalmasso. Signaron su joven vida.
En el asesinato de la niña Candela Rodríguez (otro estrato social) ni siquiera hay un atisbo de solución, pero sí se acollararon versiones sobre el entorno íntimo. Nada se definió sobre los homicidios, pero se añadieron “daños colaterales” a seres humanos.
La apoteosis de los precedentes es el socorrido accidente de la familia Pomar que la impericia de la policía y los fiscales convirtió en una saga ruin, pletórica de teorías perversas sobre sus integrantes. La verdad, en ese caso, llegó y desnudó las carencias de la interrelación entre periodistas y fuentes.
Como en todos los antecedentes es forzoso agregar un dato costumbrista. Son infrecuentes los ejemplos de periodistas que inventan la cantidad pasmosa de teorías y veredictos que se comunican. Su provenencia, en la mayoría aplastante de las situaciones, son policías, fiscales, secretarios, jueces o peritos. La responsabilidad es concurrente pero, como de profesionales se trata, cada quien es dueño de lo que emite y del perjuicio que causa.
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Coda desolada: El cronista no cubrió la investigación de esos crímenes, que le interesaron como ciudadano. Pero escribió sobre todos ellos, en igual sentido que el buscado en esta columna. Tampoco está en la cobertura del asesinato de la joven Angeles Rawson. Desea, como periodista y aun humanamente, se devele con pruebas rotundas, que les den algo de paz a la familia, a los amigos, a los implicados en sospechas y al entorno social. Ojalá así suceda, sería una excepción en el promedio. La estadística es cruel en ese sentido.
La observación costumbrista fuerza a ser descreído en la perspectiva de la autorregulación, el aprendizaje dentro de los propios medios. En una sociedad libre ése es (o, ay, debería ser) el mejor modo de mejorar la práctica periodística, descartadas toda intervención estatal sobre la libertad de prensa. Un valor excelso que todos deberíamos enaltecer más y mejor.
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