Domingo, 22 de marzo de 2015 | Hoy
SOCIEDAD › UN DíA EN LA ESCUELA DE APRENDICES DEL JOCKEY CLUB
Madrugones, dietas estrictas y cuidado con los riesgos del dinero son algunos de los desafíos que rodean la vida del jockey. En San Isidro, veteranos del oficio transmiten años de experiencia a chicas y chicos que quieren vivir arriba de un caballo de carrera.
Por Soledad Vallejos
La vida de aprendiz es sacrificada. Sea verano o invierno, hay que amanecer de madrugada. La cama suele estar en alguna habitación ínfima de un stud. En ayunas hay que vadear un animal; después regresar; tomar algo y partir a clases. Teoría, gimnasia, práctica sobre caballo mecánico. Hasta el mediodía no se comerá nada más, y entonces no será más que un sandwich, porque subir de peso es un riesgo que puede cobrarse carreras, en sentido metafórico y también literal. Pero con el turf pasa algo. Una tarde cualquiera, el caballo mecánico corcovea suavecito bajo la fusta de una entrerriana terca, que regresó a pesar de que un accidente hípico la había dejado en coma y la rehabilitación le llevó meses.
La rutina es subir, apilarse, hacer rienda, bajar; ella y sus compañeros se turnan, y el rumor de los sonidos mecánicos apenas queda interrumpido por las indicaciones de un hombre menudo que los trata de usted y recibe trato en confianza pero reverencial, el ex jockey Víctor Sabin. Alumnos y fileteros devenidos docentes de la Escuela de Aprendices del Jockey Club, que funciona en San Isidro, dicen que el romance empieza en la juventud y no termina nunca.
Las historias se repiten: chicos y chicas llegan, todavía adolescentes, de alguna provincia. Allá dejaron a sus familias. Necesitan un trabajo para mantenerse en la ciudad, donde no conocen a nadie; quieren aprender y correr para vivir. Ahora mismo el ex jockey Sabin observa a uno de ellos que resiste sobre el caballo mecánico, después de haberse pesado para saber cuánto más tiene que cuidarse. “Es sacrificado, sí, pero para el que quiere llegar a algo en la vida. Para el que quiere estar de paso, ganar cuando lo toque, no”, dice Sabin, con las manos cruzadas en la espalda.
“Si uno quiere vivir de esto, que su familia viva de esto y formar una base para cuando deje de correr, tiene que sacrificarse y venir todos los santos días al hipódromo. Yo almorzaba y relinchaba. Vivía dentro del hipódromo. Quería ser el primero. Lo fui. Pero así me costó. Me costó una familia.” La de Sabin fue una vida de aprender que montar y ganar puede deparar más dinero del que sabe manejar alguien que durante años durmió en algún stud. Con su profesión, él tuvo todo, se desbordó y lo perdió; lo volvió a hacer y aprendió. Detalla el costo: “Yo estaba corriendo; bajé del caballo y me dijeron ‘tu señora fue al sanatorio’, me puse el pantalón arriba de los breeches, me saqué la chaquetilla, salí disparado al Santa Ana, acá, en Acassuso. Ya había parido”.
–Es una elección de vida brava.
–No es fácil. Y además pobres chicos, estos chicos, no todos llegan, eh. Algunos tienen problema con el peso. Algunos se aburren, se cansan de rebajarse tanto, abandonan. Es lo más factible. El peso es bravísimo. El peor enemigo que tiene el jockey es la balanza. Hay chicos que un día se largan a comer >y llegan a 58, 59 kilos.
“Rebajarse”, claro, es hacer la dieta para llegar en peso a las carreras. Por lo pronto, y para no alimentar esperanzas que luego la vida profesional no podrá sostener, ingresar a la escuela sólo es posible si el cuerpo respeta ciertos requisitos estrictos (ver aparte).
Sabin y Libré no dejan pasar un día sin recordar a sus alumnos que correr caballos es un oficio muy parecido al de boxear, con todos los riesgos. “Hay gente que se te acerca por una fija, por un dato de apuesta, a un chico lo lleva a un boliche, le dice ‘tomá lo que quieras’, lo rodea de mujeres. No es fácil no marearse”, dice Libré. En el aula, alrededor del caballo mecánico, Sabin abre la charla a aprendices y aprendizas: ¿cuánto puede ganar un jockey profesional, pero no destacado?
–Uno de mitad de tabla.
–¿Una sola carrera? 5 mil pesos. Con cuatro que corra, son 20 mil pesos por semana.
–Y la monta perdida –recuerda uno de los chicos, en referencia a lo que un propietario paga a un jockey que compitió pero sin éxito.
–¿En un mes malo puede llegar a ganar 50 mil pesos?
–Puede ser.
–Pero un jockey del montón, eh –aclara una de las aprendizas–. Los primeros, mucho más.
–Un gerente de banco no gana lo que ganan ellos. ¿Cómo no se van a marear? –se pregunta Sabin.
Recuerda exactamente cómo fue su primera visita al hipódromo, en 1965. “Tenía 15 años. Vi correr a Forli (un caballo legendario) en uno de los clásicos más importantes”, dice Héctor Libré, ex jockey, director de la Escuela y dueño de un historial impresionante de victorias y montas que sintetiza en “gané 2000 carreras en mi vida, así que debo haber corrido como 20.000”. De aquella vez en el Hipódromo de Palermo, al que se coló porque estaba prohibido el ingreso de menores de edad, recuerda el gentío, la pasión, el rincón del paddock del que se colgó. Vio poco; “Escuchaba ‘Forli, Forli, Forli’”. Tres años después corrió como jockey por primera vez; no ganó pero se lució. Poco después sí, ganó: en el Hipódromo de Rosario, en el clásico Premio Presidente de la República. El caballo se llamaba Durero, y Libré recuerda de memoria el final de la crónica turfística del diario La Capital: “Ponderable faena que permitirá al aficionado decir ‘yo vi el Presidente de 1968, cuando Durero ganó porque lo corrió Héctor Libré’”. Ese día aprendió que las carreras las ganan los caballos, una frase que preside el aula donde da clases de teoría y repasa carreras con los alumnos. Libré necesita estar cerca de pistas y studs (él mismo es dueño de uno, Mis Galguitos), pero hace años no sube a un caballo, “por seguridad”. Tiene 66 años.
–¿Qué tiene de especial correr un caballo?
–El caballo hace fffft, fffft, fffft. Le ves las orejitas, la cabeza, los ojos, ves que él te va mirando. Fffft fffft fffft fffft. Y el cambio de manos. Ssssssss sssssssss... Te lo digo y se me pone la piel de gallina.
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